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Luis Emilio Recabarren y la seguridad pública. Por Ricardo Quintanilla Osses

“120 años después, seguimos encarcelando sin reinsertar, en un sistema que castiga al pobre y perdona al poderoso.”

Hace unos días atrás, reflexionando sobre unas notas que leí de Luis Emilio Recabarren —fundador del movimiento obrero chileno y figura clave del pensamiento socialista en el país y fundador del Partido Comunista de Chile—, me llamó la atención lo que observó durante su paso por las cárceles en 1906, cuando fue encarcelado por huelga y subversión. Y es que, en su valiosa visión, pudo advertir que el sistema penal de la época no era suficiente para establecer una reinserción social real de los condenados.

La cuestión de las clases dominantes establecidas en el siglo XVIII, tras la Guerra del Pacífico y la ganancia de tan preciado mineral, el salitre, trajo consigo avances significativos para el país. Sin embargo, estos avances beneficiaron casi exclusivamente a los dueños del capital, quienes gozaban de vicios, privilegios e inmoralidad, perpetuando un modelo de gobierno casi feudal.

Su pensamiento sobre la sociedad de aquel entonces se asemejaba a lo que era una pequeña Europa de 1810. Estaba convencido de que habíamos adoptado todos los vicios del viejo continente, sin que las mejoras ni las garantías sociales hubiesen avanzado en nada. Los agricultores seguían en sus campos, atados a una vida precaria, mientras en la ciudad reinaban la desesperanza, los vicios y la decadencia moral. Su reflexión apuntaba a cómo la clase señorial mostraba abiertamente su crueldad, y las personas comunes eran tratadas como la última escala en la pirámide social: “gañanes, jornaleros, peones de los campos, carretoneros” (Recabarren, 1910). No existía el progreso social.

Recabarren atribuía los problemas de clase a cuestionamientos tanto morales como materiales. Señalaba que la moral católica estaba profundamente ligada al empobrecimiento, y que esta creencia mantenía a los más pobres anclados a su miseria, impidiendo cualquier posibilidad real de progreso para quienes además vivían en el analfabetismo.

El sistema penitenciario de 1810, con cien años de trayectoria hasta 1910 en nuestra república, mantenía magistraturas incapaces de establecer condenas propias. Los procedimientos judiciales no estaban ligados a una ética ni a un sentido de justicia, y la sociedad sentía que esta simplemente no existía. Era un sistema servil al modelo mercantil, dominado por una burguesía opresora. Solo quienes sabían leer y escribir podían aprovecharse de la corrupción.

Hoy, en el año 2025, han pasado aproximadamente 120 años desde que Recabarren planteó estas ideas. Y sin duda, no estaba equivocado al decir que el sistema carcelario era una verdadera escuela “práctica y profesional” para perfeccionar los crímenes y el delito. En nuestro tiempo, esa afirmación cobra aún más fuerza. El sistema judicial sigue mostrando su servilismo hacia los dueños del capital y la burguesía. Basta con mirar los casos de corrupción ligados a Luis Hermosilla, Cathy Barriga o Luís Torrealba. No es que hayan estado en prisión para mejorar sus tácticas criminales, pero sí han establecido mecanismos de acción que los mantienen alejados de la justicia, en una especie de impunidad sofisticada.

En Chile, nuestras cárceles están al borde del colapso —si no es que ya están colapsadas— y la reinserción social sigue siendo ineficaz. Los presos salen peor de lo que entraron. Nuestros jóvenes, especialmente los de sectores más vulnerables, crecen con una visión distorsionada donde lo que importa es gozar de lujos, extravagancias y reconocimiento inmediato, al ritmo de una cultura musical que muchas veces se construye desde los estratos más golpeados de la sociedad.

En el año 2023, Carolina Jorquera Vásquez presentó una minuta al Congreso Nacional que recoge una serie de datos relevantes de la realidad regional y nacional. Uno de los puntos que más llama la atención es cómo los internos perfeccionan sus habilidades para delinquir, adquiriendo nuevas herramientas que los convierten en verdaderos profesionales del crimen organizado. Esto, que ahora se presenta con cifras y datos, fue dicho por Recabarren en 1910. Tal como diría cualquier chileno o chilena en el lenguaje cotidiano: los delincuentes “salen más malos” y el sistema parece una puerta giratoria.

No somos El Salvador para aplicar el poder de manera punitiva, ni debemos aspirar a serlo. Considero que estamos —o deberíamos estar— en un camino distinto, en el que cada persona que comete un error tenga un espacio saludable para buscar su reinserción. Pero, ¿qué ofrecemos realmente? Si dentro de las cárceles reina la inmoralidad, y la religión se vuelve casi la única forma de rehabilitación: o lavas, o rezas. Con una ocupación carcelaria cercana al 120%, y con la prisión preventiva tratada con lentitud y sospecha.

Creo firmemente que el juego está mal planteado. Llevamos más de 200 años de equivocaciones. La reinserción social debe convertirse en una prioridad dentro de las políticas de seguridad pública, ya que representa una garantía tanto social como moral para transformar a quienes han caído en conductas delictivas. Para lograrlo, necesitamos que las instituciones encargadas del orden penitenciario cambien el enfoque, y que pasemos de una política de reinserción basada en la represión, a una centrada en la seguridad humana.

No es que la política de reinserción no tenga sustento. El problema es la estructura en la cual se inserta el modelo social chileno, que no está en sintonía con lo que propone esa política. Es, como suele decirse, la teoría de la zanahoria y el garrote.

Vivimos bajo un sistema neoliberal. Somos personas individualistas que juzgamos de manera fría a quienes cometen delitos. Claro que hay matices, como ocurrió con el incendio en la cárcel de Santiago donde murió un joven que vendía CDs piratas en una feria de barrio popular. Pero necesitamos cambiar el modelo económico y social si de verdad queremos ofrecer algo más para la reinserción.

Tal como lo mencionaba Recabarren al referirse a la “última clase”, creo que las personas que cometen actos ilícitos deben tener garantías sociales que les permitan aumentar su moralidad. Pero también necesitamos que las condenas sean efectivas. Ricos y pobres deben ser juzgados con el mismo rigor, sin el “amigo en el bolsillo”.


Ricardo Quintanilla Osses

Cientista Político experto en seguridad pública y ordenamiento territorial.

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