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Marcos García de la Huerta recibe Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades. ARCHIVO entrevista de Alex Ibarra a Marcos García de la Huerta en LMD

Marcos García de la Huerta es licenciado en Filosofía, Ciencias Económicas y Sociales, e Ingeniero Comercial de la U. de Chile y se ha dedicado por más de media década a la docencia en la Facultad de Filosofía y Humanidades donde ha formado a diversas generaciones. Con una vasta obra, ha sido especialmente reconocido como referente en el campo de la investigación de la relación entre la filosofía y la tecnología.

Entrevista realizada al filósofo chileno Marcos García de la Huerta el 18 de diciembre 2014 por Alex Ibarra Peña en www.lemondediplomatique.cl

Alex Ibarra (AI): Estimado profesor, lo primero que quiero preguntarle es lo siguiente. ¿Qué lo llevó a dedicarse a la filosofía por tiempo completo y dejar la profesión de ingeniero? Asumo que por su gran producción escrita esto fue así. Pero, además también que nos cuente su primera experiencia radical con la filosofía.

Marcos García de la Huerta (MG): Por lo que recuerdo, no hubo una sola decisión: fue más bien gradual. Me sentí primero atraído por algunos autores, no más de dos o tres, los leí por placer y porque encontré en ellos una guía, también un cierto acuerdo en cuestiones que me acuciaban. Luego de eso, vino la idea de seguir estudios sistemáticos, pero eso implicaba abandonar los estudios de economía. No lo hice y terminé, en gran parte porque el lío que me habría ganado con mi familia en caso de desertar, habría sido mayúsculo, cosa que ya se esbozaba con solo mencionar la idea. Tenían razón; para mí también habría sido muy angustioso abandonar a medio camino, sobre todo considerando que entonces era una exigencia el haber aprobado dos años de otra carrera, para ingresar a filosofía. Aunque ya tenía tomada la decisión de dedicarme a la filosofía, no podía andar en zigzagueos y durante un par de años me quemé las pestañas estudiando ambas carreras. Debo aclarar, que los estudios de economía no fueron para mí en absoluto un trámite: dejaron una huella y quizá más de una. Más adelante podemos hablar de eso. Poco antes de concluir, me contrataron en la Universidad Católica de Valparaíso, donde empecé a dictar un ramo de Epistemología de las Ciencias Sociales y más tarde uno de Economía. Al año siguiente, obtuve una beca en Francia (Paris) y otra en Alemania, en Munich, y permanecí en Europa cuatro años. Eso significó volver a Chile con mayores posibilidades de continuar en la Universidad de Chile, donde tenía un cargo de ayudantía en el Departamento de Filosofía.

Todo esto suena muy institucional y burocrático, pero lo menciono porque seguramente mi inclinación por la filosofía se habría ido al tacho, si no hubiera contado con esos soportes.

¿Cómo surgió en mí el interés por la filosofía? Sin duda, en eso influyeron mis profesores en el Colegio San Ignacio: eran excelentes y nos planteaban problemas que a ellos mismos los acuciaban, al parecer, porque varios de ellos terminaron colgando la sotana. Las dudas en materia de religión me provocaron eso que se llama una crisis de fe. Hegel, como se sabe, sostiene que el cuestionamiento de las creencias ancestrales es el origen histórico de la filosofía; por lo menos fue uno de los “delitos” de Sócrates. La mayor condena que recibí fue la de mi profesor de matemáticas, que jamás me perdonó el no haber seguido una de las carreras que él apreciaba, asociadas, naturalmente, a su asignatura. ¡Qué le vamos a hacer! Las aptitudes no siempre van aparejadas con los gustos e inclinaciones

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AI: Si es que vamos a su producción escrita considerando la publicación de libros, podríamos decir que hay una parte importante de su vocación filosófica dedicada a la preocupación por la filosofía de la técnica. Uno podría inferir que esto viene dado de la mano de sus estudios sobre la obra de Heidegger. Para alguien como yo que no conoce esta parte de su obra, la pregunta que me surge es qué vino primero la preocupación por el pensamiento de Heidegger o la pregunta por el problema de la técnica. A mi modo de ver ambas cuestiones eran temáticas presentes en el contexto de la filosofía chilena hace algunas décadas atrás.

MG: Estudié a Heidegger, en gran parte estimulado por mi profesor y amigo Francisco Soler; yo leía sobre todo a Ortega y a Sartre; Heidegger era como su continuación: al revés del orden en que se produjo la influencia entre ellos, por lo menos en el caso de Sartre. Pero esto no es nada raro: uno puede interesarse por los griegos a partir de algún contemporáneo. Bueno, en Paris seguí cursos con Ricoeur y Jean Wahl. Después, en Alemania, seguí varios cursos y seminarios con Max Müller sobre Heidegger y sobre Nietzsche. Pero el existencialismo y las filosofías de la interioridad, no llenaban todas mis expectativas. Aun reconociendo la singular profundidad de La pregunta por la técnica, esa cuestión no surgió en mí de la lectura de Heidegger sino de una necesidad de interrogar la economía misma. ¿Qué tiene que ver la economía con Heidegger? Pues sí que tiene; su afirmación: “la cuestión de la técnica no es un problema técnico” o que hayan de resolver los técnicos, es el punto de partida de su interrogación. Parafraseándolo, podríamos afirmar, que la cuestión de la economía no es un problema económico o que tengan que resolver los economistas. Sin embargo, paradojalmente, la cuestión de la técnica fue para mí una forma de “curarme” de Heidegger. Una de las claves para entender sus ideas “políticas” es, precisamente, su idea de la técnica. Su adhesión al nazismo, y sobre todo su justificación ulterior de esa adhesión, encuentran un punto de apoyo fundamental en su concepción de la técnica y del significado historial atribuido al nacional-socialismo. Esto sonará extraño a quien crea que su pensamiento no es político. No lo es en el sentido habitual de la palabra, pero la técnica es política para Heidegger en un sentido esencial. El nacional-socialismo, según él, es una expresión del “imperio de la técnica”, como tantas otras manifestaciones del poder de ‘lo maquinal’, incluidas las “máquinas” burocrático-administrativas y, desde luego, el “Estado total”, “la agricultura mecanizada”, “el bloqueo” y los campos de concentración. El nazismo y en general las dictaduras, en mi opinión, son anti-políticas. Y si no se trazan líneas demarcadoras entre las distintas formas y expresiones del poder, no hay manera de establecer distingos entre ellas y matices: en la noche, todos los gatos son negros. En otras palabras: la interpretación del “imperio de la técnica” como culminación y manifestación postrera de la metafísica de la voluntad de poder, sirve como una estrategia de justificación historial del nazismo, es decir, para procurar a éste un rango metafísico. Por eso él sostiene que “La verdad y grandeza interna del nacional-socialismo [consiste] en el encuentro de la técnica planetaria con el hombre moderno” (en Introducción a la metafísica)

Heidegger y la técnica ¿“eran temas presentes en el contexto de la filosofía chilena hace algunas décadas”, como afirmas? Heidegger estaba muy presente, pero no estoy tan seguro que la cuestión de la técnica lo estuviera. Desde el humanismo, claro está, han surgido críticas de la técnica desde comienzos de la era industrial, pero eso no hace más que confirmar la inanidad del humanismo, que sirve, por lo visto, para cualquier cosa, desde encarecer el compromiso existencialista hasta para cantar odas a Stalin. Los temas de Ser y tiempo y asociados, me parece que estaban más presentes. Jorge Acevedo ha publicado bastante sobre la técnica en Heidegger. En la Universidad de Valparaíso, existe un Centro de Ciencia, Tecnología y Sociedad, dirigido por Carlos Verdugo. Grosso modo, diría que tiene la impronta ético-filosófica que le imprime Carlos, pero de Heidegger no tiene nada. Menciono esto, porque la existencia de ese Centro indica que el tema sigue de algún modo presente, aunque de otra forma. Otro ejemplo: en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, hay un Centro de Ética Aplicada, dirigido por Raúl Villarroel, donde la temática de la técnica está presente, aunque asociada a cuestiones ambientales y a la economía.

La influencia de Heidegger no se limita, sin embargo, a su interrogación de la técnica. A eso habría que agregar, que él ha “actualizado”, por así decir, a los griegos; su idea de la verdad como des-encubrimiento o desvelamiento, permite curarse del neokantismo y de las filosofías del conocimiento; la “analítica de la existencia” abre el camino a una superación de la moderna filosofía del sujeto; en fin, su retorno y recuperación de los griegos, se inscribe en una crítica de la modernidad y de la idea de representación. AI: Por cierto, en otras partes de su obra se puede ver con claridad una preocupación a veces invisibilizada en los filósofos chilenos, pero que por suerte no es tan poco común, con esto me refiero a cierta presencia de América Latina en sus reflexiones. ¿Podría identificar algún hito biográfico de cómo se instala en usted esta preocupación geopolítica y cultural? ¿Comparte usted este juicio de que la imagen de América Latina no es tan escasa en los autores nacionales? ¿Tiene usted admiración por algunos autores del canon de la filosofía latinoamericana? Esto último lo digo debido a que usted es un filósofo que tiene cierto grado de reconocimiento entre sus pares de países vecinos. MG: Son varias las cuestiones implicadas en esta pregunta y varios los “hitos” que instalan esa preocupación; ante todo, los acontecimientos mismos cuentan como los principales “hitos”. El más reciente y decisivo, sin duda, es la experiencia del Golpe y la Dictadura: perder la libertad es traumático: uno siempre cuenta con ella como con el aire que respira. Pero, antes de la pérdida de la libertad, el tensionamiento político al que había llegado la sociedad, permeó todas las instituciones y desde luego a la Universidad. La extrema ideologización, provocada, en parte, porque Chile se convirtió en una pieza de cierta importancia en el ajedrez de la Guerra Fría, tuvo un efecto de magnificación sobre la filosofía: parecía que la historia se había vuelto de pronto filosófica para nosotros. La Dictadura liquidó la política, temporalmente, pero al mismo tiempo, con la post-dictadura vino un renacimiento de lo político que trascendía la política del día a día. Creo que eso tuvo algo que ver con la “cura” de la insularidad chilena y la apertura a lo latinoamericano: la destrucción de las instituciones y la pérdida de ciudadanía fueron experiencias compartidas por varios de nuestros vecinos, que sirvieron también de conejillos en la aplicación de las políticas de Seguridad Nacional.

No sé si ha habido en la sociedad chilena una experiencia semejante de tensionamiento. Tal vez se pueda encontrar algo similar en los tiempos de Balmaceda y la Guerra Civil del 91; las heridas que dejó esa Guerra eran todavía perceptibles en la generación de mis abuelos, aunque no parecían manifestarse en la superficie. Todo era aparentemente normal en la política, todo transcurría por cauces institucionales: algo similar a lo que ocurre ahora. A pesar de que han transcurrido más de cuarenta años desde el término de la Dictadura, cada vez que surge algo que remueve el caparazón del olvido, renacen las pasiones y las yagas del recuerdo reaparecen al vivo. Parece que vivir en este país y desentenderse de la política fueran dos cosas incompatibles.

En otro orden de magnitud, pero no menos impresionantes, fueron los efectos de la Guerra Mundial. En Chile había muchos partidarios del Eje, y la invasión de Polonia o de Checoslovaquia, no les pareció nada inquietante. No eran solo descendientes de alemanes, también algunos sectores radicales de derecha, veían con buenos ojos la expansión del Reich. La pasión con la que gente habitualmente mansa y pacífica, discutía y seguía en el mapa, marcando los avances de los ejércitos -del alemán primero y más tarde el de los aliados-, dejaba muy en claro que, mientras más importantes las cosas que se juegan, más encarnizadas se tornan las luchas que las dirimen.

Aparte de esos “hitos” o acontecimientos políticos, la preocupación por lo nacional y lo latinoamericano, me parece que surge también desde la formación escolar. Si había una cuestión que se enfatizaba en la Escuela de Economía, era la del interés nacional; teníamos excelentes profesores, algunos bastante comprometidos en la política. Entre ellos, Flavián Levine, Sergio Molina, Luis Escobar y Anibal Pinto, autor este último, de Chile un caso de desarrollo frustrado. Pero varias de las materias mismas que se enseñaban, tenían algún sesgo o impronta “nacional”. Por ejemplo, teníamos ramos de Política Fiscal, Cuentas Nacionales, Comercio Internacional, Historia Económica y Social, Teorías del Desarrollo, en fin, Historia de las Doctrinas Económicas. No había forma de desentenderse de los problemas nuestros, y desarrollamos una preocupación genuina por este país. No tanto por Latinoamérica, diría, porque nuestra formación padecía de la misma insularidad que predomina en otros campos. No había, por ejemplo, un curso de pensamiento económico: eso ahorra muchos comentarios. Más tarde, uno empieza a comprender que la integración se va haciendo cada vez más una necesidad, y que pertenecemos, querámoslo o no, a un formidable conglomerado, que no ha sido capaz de despertar todas sus potencialidades. Pero entonces, solo barruntábamos que los problemas de Chile son similares a los de otros países de América Latina. Sin duda, esto marca un contraste con la formación universalista –o predominantemente universalista- que uno recibe en Filosofía. No tenemos ningún ramo de pensamiento latinoamericano. ¿Por qué? Quizá más importante que eso: no disponemos, que yo sepa, de una historia del pensamiento en Latinoamérica articulada con la historia de la filosofía europea (iba a decir “universal”).

El paso por la Escuela de Economía tuvo otras aristas: fue el encuentro con compañeros de distintos credos, ideas políticas y origen social; eso era algo nuevo, y discutir con ellos nos educaba de otra manera. En la Universidad de Chile, continúa dándose esa pluralidad. Otro rasgo a destacar: estudiábamos casi gratis, pero, curiosamente, nunca se hablaba de que educarse fuera un derecho. Nos formaron en la idea de que la enseñanza recibida nos creaba una deuda y nos obligaba a devolver de algún modo lo recibido. ¿Estaba implícito en eso la cuestión de quién financia la gratuidad? Tal vez, porque la permanencia en la Universidad, -o el regreso a ella en caso de ausentarse-, se daba por descontado: era una regla no escrita. ¿Era una “devolución”, un modo de saldar la deuda? Diría que constituía un intangible, un bien cultural, que quizá estuvo presente incluso en la dictación de las leyes que prohibieron el lucro ¿Cómo explicar si no, esa prohibición instaurada junto con la privatización? Se permitió el lucro y por eso mismo se lo prohibió.

Sobre el otro aspecto de la pregunta -la relación con el pensamiento latinoamericano- diría que a varios autores los leo con pasión; debo mucho a mis profesores del viejo Pedagógico: a Millas, a Soler, Schwartzmann y Gómez Lasa, entre otros. Si tuviera que destacar a un extranjero, me permitiría mencionar a Roig; me parece un pensador sugerente, riguroso y muy bien informado. No puedo ocultar tampoco mi afinidad con las temáticas que aborda Zea o Cerutti o Biagini. A Dussel lo he leído menos: a veces, me parece excesivamente complejo. Entre los ensayistas, destacaría a Octavio Paz. En el trabajo epistemológico-crítico que hago sobre las narrativas, mencionaría a Mario Góngora. Tiene formación filosófica y aborda temas que rebasan la narrativa histórica: su discurso aspira a constituirse en un relato de la nación chilena. Podrá uno discrepar con él, pero es un historiador de fuste: no es, por lo demás, ninguna novedad.

AI: Otra línea que puedo identificar en su obra es la preocupación por la filosofía política, a veces en torno al republicanismo, otras con ciertas visiones hacia el liberalismo y en alguna hasta con cierto optimismo por la democracia. ¿Estas cuestiones se relacionan más con sus propias concepciones políticas o por cierta concepción de su función como académico de una universidad pública?

MG: Comencemos por la última cuestión. La Universidad de Chile ha sido el principal blanco de la política privatizadora de la Dictadura: primero le amputaron las pedagogías y las sedes de provincia; a cambio, le dejaron las deudas y le impusieron el autofinanciamiento: era una verdadera sentencia de muerte. Resultó fallida, pero a un costo enorme, que se continúa pagando. Quienes amamos esta institución y luchamos contra su destrucción, vivimos el retorno a la democracia como una bendición; era como volver a respirar después de mucho estar sumergido. Ese “optimismo” frente a la democracia, en efecto, se trasluce en mis trabajos de esa época, pero de ese pecado ya estoy redimido: lamentablemente, no podemos confiar como entonces. La institucionalidad democrática es indispensable, pero ¿Qué se hace con la democracia reconquistada? En eso creo que estamos en deuda.

AI: En Santiago de Chile en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano Cecilia Sánchez y Marcos Aguirre, llevaron a cabo un coloquio homenaje en torno a su producción filosófica, dicho coloquio entiendo que terminará en un libro que reúne algunas de las exposiciones que ahí se realizaron. Aquellos que participaron insistían en cierto rigor en sus métodos de investigación y en la calidad de su escritura. ¿Adhiere usted a alguna metodología que corresponda a una concepción de la filosofía, por nombrar algunas como ejemplo, hermenéutica, existencialista, fenomenológica, analítica, historicista, otras? Y en relación a su escritura ¿se siente más cómodo dentro de un género, por decirlo de algún modo intrafilosófico con esto me refiero a lo estrictamente disciplinario o se siente más cerca de una escritura ensayística? ¿En esto hay una práctica meditada? ¿De ser así cuál es el fundamento?

MG: Nuevamente aquí comenzaré por el final. No hay tal “práctica premeditada”: intento responder a las cuestiones que me asaltan lo mejor que puedo. El ensayo es lo que ‘me sale’ más naturalmente, pero no tengo ninguna teoría al respecto ¿Qué es, por demás, un ensayo? ¿Qué hace a una escritura ser ensayística? Los ensayos de Locke o de Hume no tienen nada que ver con los de Montaigne; tampoco con nuestros ensayistas latinoamericanos. Lo que puedo señalar al respecto es lo que no son mis trabajos; por ejemplo, no son tratados, nunca he escrito un libro sobre un gran filósofo. Intento más bien asimilar a los autores, más que hacer la exégesis de su obra, trato de adoptar su instrumental analítico, un poco al modo de la “caja de herramientas” de Foucault. Él confiesa: “yo a las gentes que amo las incorporo. La única marca de reconocimiento que se puede testimoniar a un pensamiento…es precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo chirriar”. Es preciso, para mirar lejos, subirse a las espaldas de los grandes, pero no para reiterar lo que ellos dijeron – que casi siempre lo dirán mejor- sino para mirar a través de ellos, con su ayuda, lo que uno mismo quiere comprender.

Respecto a la pregunta sobre con qué tendencia filosófica me siento identificado, diría que “identificado” cabalmente, no estoy con ninguna. He absorbido del llamado existencialismo un cierto distanciamiento respecto de la teoría pura y una tendencia a validar la propia experiencia y el acontecimiento: esa es mi deuda, creo, con la fenomenología; al marxismo y, en particular a Polanyi, le debo el haber entendido, hasta cierto punto, el funcionamiento del capitalismo y un concepto de la historia. En cierto momento, creí tener una filosofía de la historia, pero ahora no tengo ninguna: no creo que la historia siga ningún curso predeterminado; al revés, creo que no hay una necesidad histórica. La humanidad puede tolerar mucho más absurdo y “contradicción” de lo que se supone. Es cierto que ningún sistema económico-social es eterno, pero el final del capitalismo puede estar igual de cerca que el fin del mundo.

Este somero recorrido no estaría completo sin agregar el estudio de Hegel, especialmente de la Fenomenología del espíritu (en el Centro de Estudios Humanísticos), de la Filosofía de la historia y de la Lógica. En Alemania, también seguí un seminario sobre Marx y comencé a leer El capital. Algunos sostienen que el marxismo no es una filosofía, pero eso me parece un tanto pedante. Indica cierta ignorancia: no solo las Tesis sobre Feuerbach, también la teoría de la mercancía anticipan los aportes contemporáneos. Foucault reconoce expresamente que la presencia invisible del poder, que él detecta en las relaciones sociales en general, toma por modelo la forma de presencia encubierta del poder en las relaciones de producción.

El hegelianismo me permitió, por otra parte, establecer un puente entre mi formación económica y la filosofía; y superar esa especie de esquizofrenia, de escisión, entre ambas disciplinas y su relación con la política y la historia. Esa doble conexión es, por lo demás, un estímulo y una fuente creativa, porque de ese “entre” de lo inter-disciplinario, surgen temáticas novedosas o insuficientemente exploradas. La cuestión de la técnica es una de ellas: la economía es tecnocrática y, a su vez, la tecnocracia es econo-céntrica. Se suele enfatizar mucho que la economía no es una técnica, pero eso suena un tanto retórico, me parece, mientras no se planteen las preguntas acerca del significado y de cómo llegó a imponerse el discurso económico como saber predominante en las “ciencias” de la administración. En los años setenta y ochenta, esa temática no era común, diría, que era casi por completo desconocida, al menos con el sentido y proyección que adquirió a raíz del predominio del neoliberalismo y la hegemonía de la economía. Como era de esperar, esta hegemonía se ha hecho sentir en distintas formas en el pensamiento latinoamericano y en el chileno más reciente; por lo general, de modo más bien crítico. La apertura a estas nuevas temáticas adolece de cierta inconsistencia, me parece, si no se accede a ellas pasando por el hegelianismo. Se ha dicho, con algo de razón, que el neoliberalismo es el marxismo de la patronal. El hegelianismo procura también un sentimiento de seguridad muy especial, pero peligroso; con Hegel o con Marx, uno cree estar en el secreto de la historia y conocer el futuro de la humanidad: la “ley de desarrollo de la sociedad moderna”, decía Marx. Esa seguridad -la idea de que lo que merecía saberse ya se sabe y que solo resta la realización del “saber absoluto”- es nociva: suele llevar a la convicción de que la historia trabaja para lo que uno quiere. Mientras más poder tiene el que cree en esa idea, más perniciosa se hace. Un Hitler o un Stalin, pongamos por caso, estaban en la convicción de que ellos encarnaban ese devenir de la historia, que ellos solo cumplían su secreta necesidad interna.

Respecto al libro compilado por Cecilia Sánchez y Marcos Aguirre, afortunadamente no es un “homenaje”, en los que suele haber mucho adjetivo y poco de sustantivo. Esos trabajos, son analíticos, algunos de ellos, son críticos; uno en particular, muy crítico. Lo respondí sin el encono de su autor, pero lo rebatí punto por punto, a mi juicio, de modo bastante contundente. No era difícil: su argumentación era muy débil y la escritura, deplorable, extraordinariamente descuidada. Los compiladores resolvieron eliminarlo, muy a pesar mío. Ocurre que el autor quiso rehacerlo y alterar lo que había expresado en el Coloquio. Me pareció inadecuado, ya que la exposición pública era una forma de publicarlo, valga la redundancia, y merecía una réplica. Menciono esto como una excepción, pues el resultado general fue bueno: se esboza un principio de diálogo con los distintos autores; comento cada uno de los trabajos e intento responder sus observaciones y críticas. No es frecuente que hagamos este tipo de ejercicios, de intercambios entre colegas. Reitero, pues, aquí mi reconocimiento a Cecilia Sánchez y Marcos Aguirre por su iniciativa y el trabajo que se tomaron.

AI: Hace varios años usted se encuentra siendo parte de la Universidad de Chile y hace algunos pocos siendo parte del departamento de filosofía de esta universidad. Esta posición institucional le ha permitido ser un agente activo en el quehacer filosófico chileno. ¿Nos puede dar una opinión, para ser optimista, de los principales aciertos del ejercicio filosófico nacional? O siendo pesimistas, ¿qué considera que ha faltado hacer en el gremio de los filósofos nuestros? Ojalá la pregunta no le coloque en aprietos, ya que su diagnóstico sin duda es relevante.

MG: En efecto, es un tema delicado sobre el cual no evitaré pronunciarme, pero advirtiendo, al mismo tiempo, que mi opinión tiene mucho de testimonial y no pretendo sentar ninguna verdad ni principio inamovible. Además, solo puedo hablar de lo que conozco más de cerca. Algunos déficits de nuestra formación han quedado de algún modo esbozados a lo largo de nuestra conversación. Por ejemplo, la invisibilidad de lo pensado en otras latitudes de nuestro continente, asociado a una tendencia a pensar desde el ninguna parte, desde la philosophia perennis o desde la ciencia, como si el pensamiento no surgiera en un tiempo y espacio histórico determinados, como si fuese posible pensar o ver algo sin adoptar un punto de vista. Creo, en suma, que hemos perpetuado más allá de lo recomendable, un “universalismo” del desarraigo, herencia, me parece, de la escolástica tomista dominante en las universidades americanas del siglo XVIII.

Continuando con lo que conozco más de cerca, creo que Carlos Ruiz ha hecho una labor encomiable, silenciosa, pero muy eficaz en la Dirección del Departamento de Filosofía que mencionas. Por ejemplo, bajo su dirección se ha creado un Magister en Filosofía Política y Educación; también se creó un Diplomado en Filosofía Política que ha funcionado varios años. Por primera vez, entiendo, se han dictado cursos y seminarios sobre autores latinoamericanos, por ejemplo, los de Carlos Ossandón. Con profesores de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano varios profesores del Departamento publicamos un libro sobre Andrés Bello, editado por Fondo de Cultura. Lo presentamos en Santiago y en Buenos Aires. También fue distribuido en México y entiendo que en España. Tú sabes de esto tanto o más que yo: estabas también en Buenos Aires cuando presentamos ese libro sobre Bello. En el lanzamiento en Santiago, tuve la grata sorpresa de advertir el interés que despertaba aun la figura de Bello y la importancia que los presentadores –José Santos, en particular- daban a lo que se hace en Chile. Éste es un fenómeno nuevo y auspicioso. No puedo dejar de mencionar en este recuento, la labor que han hecho en la Universidad Diego Portales, desde luego, en materia de publicaciones, no solo en filosofía, es cierto, pero que yo sepa, nadie ha hecho algo equivalente en filosofía. Han organizado coloquios internacionales y nacionales, e invitado a varias figuras destacadas. También conozco algo de la labor que realizan en el departamento de filosofía de la Universidad Academia, donde trabajan varios colegas y amigos: también ellos son muy activos y han organizado seminarios y congresos sobre pensamiento en Chile y América latina. La Universidad de Santiago, la Alberto Hurtado y la de Valparaíso también desarrollan una importante labor en el área de las humanidades y las ciencias sociales.

AI: Siguiendo en esto del quehacer filosófico nacional, siendo usted un filósofo que no deja de lado cierta visión contextualizada, ¿le parece que haya en la actualidad más conciencia de la producción escrita dentro de lo que con restricciones he venido llamando “filosofía chilena”?

MG: Me parece que los estudios, por ejemplo, de Carlos Ossandón, Cecilia Sánchez, Marcos Aguirre, Carlos Ruiz, Renato Cristi, Ricardo Salas, Jorge Vergara, José Santos, entre otros, empiezan ahora a ser mucho más frecuentes, en el sentido que ha habido una reacción contra el exceso de epigonismo. Pero la llamada globalización, experimentada a través de la hegemonía neoliberal, también ha contribuido a eso. El interés por el pensamiento de acá, es prometedor, pero no puede constituirse en un pretexto para dar la espalda a la tradición europea. A fin de cuentas, somos algo así como el extremo Occidente. Por lo demás, el interés por lo latinoamericano no siempre ha de traducirse en su tematización expresa; a veces ocurre que esa presencia es invisible o está implícita y no por eso es menos poderosa.

AI: Desde su función de director de la que debería ser la principal revista de filosofía en nuestro país, ¿podría darnos un diagnóstico de las principales preocupaciones que se pueden observar en esta producción escrita que circula en esas páginas?

MG: Son muchas nuestras limitaciones. Por ejemplo, disponemos de un presupuesto restringido y solo publicamos un número al año. En 2015 esperamos hacer un número dedicado a nuestro colega y amigo Humberto Giannini. Pero, como digo, funcionamos un poco artesanalmente: estamos sujetos a los tiempos que se fijan los evaluadores, recibimos una enorme cantidad de trabajos de América Latina y de España, la correspondencia la llevo solo. A pesar de eso, estamos a punto de obtener una segunda indexación: además de Scielo, la Revista será pronto, espero, también Scopus, es decir, similar a Isi para todos los efectos. No sé si la multiplicidad temática y la orientación plural de la Revista pueda contarse entre sus limitaciones. Esa pluralidad es un reflejo de la fragmentación que impera en nuestro medio; y quizá no solo en el nuestro: el mundo se está babelizando cada vez más. Si se intentara darle a la Revista una orientación que restringiera las temáticas o intentara darle una sola orientación filosófica, estoy seguro que se levantarían voces en contra, y con razón: una Revista de la Universidad de Chile, que se apartara de la orientación plural que ésta ha mantenido, sería rechazada. Puede ser deseable que haya publicaciones con otro carácter, pero no es el caso de nuestra Revista. AI: Finalmente, una opinión más cercana a la política, ya que ésta ha sido uno de sus temas de interés filosófico, incluso no sólo como reflexión de las grandes categorías sino que también como observador de los cambios políticos y sociales en nuestro país ¿Considera usted que hemos ganado en democracia en los últimos años? ¿Cuáles serían los asuntos inesquivables para una democracia más plena?

MG: Algunas de estas cuestiones las abordamos antes, pero veamos: ganamos la democracia, sí, pero una remendada, que mejoró la “democracia protegida” inicial, sin duda. Pero el mismo rechazo al sistema político que muestran las encuestas ¿no es un corolario de ese remiendo? Un estudio del PNUD arrojó, no hace mucho, un resultado desolador sobre el grado de adhesión al sistema democrático en casi toda América Latina. Eso ha evolucionado en el último tiempo, pero hacia la extensión del rechazo hacia la política y los políticos. Una encuesta mundial Gallup sobre la confianza de la ciudadanía en sus gobiernos entre 2006 y 2013, confirma ese descrédito. Y no hay que ser muy imaginativo para suponer que esa misma recusación se extiende a los jueces y magistrados, a las autoridades eclesiásticas y militares. Los partidos también cuentan con escasa aprobación y se han deslegitimado. Eso hace gravitar la política sobre “figuras”, entre las que no hay tanto donde elegir. ¿Qué hacer ante eso? No es fácil la respuesta; no hay recetas mágicas. Una salida podría ser una nueva Constitución. Pero si la dictan las mismas autoridades desacreditadas, puede nacer tan deslegitimada como nació la actual.

Tampoco se puede confiar ciegamente en los movimientos sociales, que sirven para visibilizar los problemas ignorados u omitidos e instalar otros nuevos. Pero las demandas; como los deseos, requieren encauzarse para realizarse. Eso exige claridad y capacidad de conducción. El descrédito de las instituciones es grave y el gremio de los políticos hace un poco cada día para agravarlo. A la gente le choca, por ejemplo, que el cambio del sistema binominal lo cocinen partidos que no cuentan con su respaldo, y que la modificación se constituya en otra forma de reparto de escaños en el Congreso. Tampoco es un buen signo que se haya reparado en el problema de la educación recién cuando cientos de miles de estudiantes protestaban en la calle. ¿Es que no leen las situaciones y solo entienden a gritos?

No tenemos política exterior; tampoco política económica: solo administración. Se habla mucho de la “era postindustrial”, a veces se supone que la postmodernidad significa solo eso: superar la fase moderno-industrial. No conozco ningún país del llamado primer mundo que no haya desarrollado su industria. Entre nosotros, ya no se habla, por ejemplo, de “segunda fase exportadora”; seguimos viviendo de las materias primas, la principal de ellas, no renovable. A pesar de ser uno de los principales productores mundiales, importamos alambre y hasta tornillos de cobre. Vale la pena recordar, que a fines del siglo XIX, se fabricaban acá locomotoras y estábamos en mejor situación relativa respecto a los países medianos de Europa. Suecia servía al autor de Chile, un caso de desarrollo frustrado, como término de comparación; hoy, si en algo superamos a Suecia, es en los sueldos y beneficios de que gozan los parlamentarios. No es presentable y no contribuye a la recuperación de la autoridad y el prestigio, un sistema en el que los congresistas se fijan ellos mismos sus remuneraciones, sobre todo si éstas superan a las de los parlamentarios de Estados Unidos y son superiores a las de todos los demás países de la OCDE. En los demás indicadores, estamos al fondo de la tabla en esa organización y en esto, la encabezamos. Aducir que la proporción del gasto público que eso representa no es abultada, forma parte del problema.

Para redondear: es una cuestión de sentido común, que un país no puede sustentarse con solo vender sus recursos básicos: es como mantener una casa vendiendo los muebles o sostenerse en vida vendiendo la sangre.

AI: Muchas gracias profesor García de la Huerta por habernos otorgado tiempo para esta entrevista entre medio del quehacer de final de año. Lo importante para nosotros es, como usted lo mencionó, el testimonio que representan sus opiniones y comentarios en su condición de ser un referente en el quehacer filosófico nacional y latinoamericano.

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