En el terreno de la política, solemos evaluar los acontecimientos de acuerdo con un criterio productivista: un movimiento social fracasa si no consigue satisfacer sus demandas; un partido, si obtiene magros resultados electorales; una convención constitucional, si no plasma una carta fundamental que rija al país. Es la razón instrumental, dirían Horkheimer y Adorno, cuando nuestra evaluación del mundo se agota en medios y fines.
A esta ecuación se suma el fenómeno del “presentismo”. De manera sutil, aunque progresiva, diarios y redes alteraron nuestra percepción del tiempo. A medida que el presente coloniza todo el espacio de la comprensión, en proporción inversa se cierran los horizontes de pasado y futuro. Quedamos atrapados en la caja del aquí-y-ahora, cada vez menos sensibles a las ondas largas de la historia; confinados en el instante y desconectados del flujo temporal que nos arrastra.
En esta política instrumental y presentista, se impuso una verdad unívoca: la Convención Constitucional del 22 fracasó. Lógico: su propuesta se rechazó con amplia mayoría en un plebiscito democrático.
Al no alcanzar el destino que le otorgara razón de ser, esta Convención se anuló a sí misma. Perdió su aura de sacralidad y descendió al mundo de lo profano; aún más abajo, al purgatorio de la historia, ahí donde se encierran las posibilidades que no fueron. A fines del año pasado, los convencionales abandonaron su faceta de protagonistas y héroes para convertirse en personajes secundarios, a estas alturas anónimos, acusados además de irresponsables y caprichosos, por no estar a la altura del desafío que se les encomendó.
Una interpretación que parece más natural que el aire, pero a mí me quedan dudas. ¿De verdad vamos a conformarnos con esta lectura? Si evaluamos la historia según criterios de medio-fin, se puede argumentar que hasta la Revolución Francesa fracasó. Pero nadie podrá negar que moldeó la visión contemporánea de la política y que aun siglos después siguió anotándose victorias. ¿No es acaso la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) una extensión del espíritu ya contenido en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789)?
Valga el ejemplo solo para ilustrar que una derrota puede convertirse en una victoria a destiempo, y también, que a veces los fracasos prácticos terminan por engendrar triunfos simbólicos. La historia de las sociedades, como ocurre con las biografías de las personas, rara vez acontece en una progresión del todo coherente. Abundan saltos violentos, movimientos zigzagueantes o pendulares que desafían los esquemas simples.
Se puede hurgar en la propia historia de Chile para encontrar ejemplos de cómo una derrota se recicla en energía política. Vámonos un poco atrás: los constituyentes de 1851 y 1859, que quisieron cambiar la constitución portaliana del 33, fueron derrotados por los conservadores —o pelucones—, perseguidos y exiliados. Sin embargo, sobre la base de la memoria de estas rebeliones abortadas, se consolidó en la siguiente generación una auténtica fuerza progresista. Los “liberales rojos”, como se les llamó en su época, alzaron las banderas rojas en alegoría por la sangre de los caídos. Así nació la primera izquierda en Chile.
Pues bien, hay motivos para considerar que la frustrada Convención del 22 puede convertirse en un ícono de la nueva izquierda de este siglo. No es cosa poca que nuestra generación tenga a mano esta experiencia, cuando hace décadas que desaparecieron casi las ideologías y programas claros.
Sería un error subestimar este proceso, pues ofrece un camino. Uno que no nace de esquemas teóricos de algunas mentes iluminadas —como en el caso del marxismo—, sino de un proceso vivo, que sintetizó demandas y anhelos bien enraizados en el humanismo chileno.
¿Vamos a permitir que un hito de esta envergadura se esfume sin más? ¿No valdrá la pena reivindicarlo, pese a conseguir un 38 % de votación ciudadana? ¿No existen acaso convicciones que escapan al cálculo electoral y que se resisten a morir, por mucho que se pierda un plebiscito?
¿Es razonable meter este programa en un baúl para que acumule polvo hasta que los historiadores del futuro vean qué hacer con él?
En vez de autocastigarse por la derrota, hay que reconocer que, a largo plazo, más relevante que ganar es metabolizar las frustraciones.
Y me da la impresión, viendo como se viene el panorama, que la imagen de derrota de la Convención del 22 irá cambiando con el tiempo. En caso de profundizarse la restauración conservadora en la que ya estamos, es probable que emerja en calidad de emblema de protesta. Ya hemos visto como en la historia los organismos muertos renacen con nuevos bríos.
Sobre todo, en caso de que la constitución que redacte el Consejo actual se apruebe: no hay que ser profeta para presagiar que en la política del futuro la tensión entre dos arquetipos constituyentes casi opuestos cumplirá una función central.
La derrota electoral de septiembre pasado inmovilizó a las fuerzas vivas de la nación, robó su aliento y autoestima. Yo le diría a los convencionales del 22 que ya no tienen de qué avergonzarse. A fin de cuentas, de ahí surgió a pulso el boceto más parecido de país en el que aun muchos nos reconocemos.
Se perdió una constitución, pero todavía puede ganarse un símbolo.
Camilo Domínguez Escobar
23 de julio de 2023.