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Más allá del cuerpo: un enfoque integral en el dolor crónico. Por Maritza Ramos Farías

El dolor, experiencia universal e inevitable, desafía a quien lo padece por su naturaleza desagradable. El dolor crónico, es definido por la OMS como aquel dolor que persiste más de tres meses, provocando sufrimiento físico, emocional y efectos en la vida social y laboral. La fibromialgia ejemplifica este tipo de dolor, sin causa establecida y con implicaciones psicológicas significativas. Un estudio de 2019 realizado por la Universidad de Chile y el Ministerio de Salud estimó que el 2,3% de la población adulta chilena padece fibromialgia, afectando principalmente a mujeres. Preocupantemente, se observa una tendencia creciente de diagnósticos en adultos jóvenes y adolescentes, con un aumento en personas entre 16 y 30 años.

Tradicionalmente, el enfoque médico del dolor crónico se centra en soluciones farmacológicas y terapias físicas, lo cual, en varios casos, conlleva un tratamiento analgésico y retiro social y/o laboral para la persona. Este abordaje a menudo no dimensiona las implicaciones psicológicas y existenciales del dolor constante e incapacitante. Aquí es donde la filosofía y otras humanidades pueden complementar el tratamiento actual.

La filosofía helenística, específicamente la filosofía estoica, invita a reconsiderar nuestra relación con el dolor y el sufrimiento. Epicteto enseñaba que las interpretaciones de eventos desagradables pueden intensificar el dolor. Aplicado al dolor crónico, esto sugiere que, si bien no se puede controlar el padecimiento, sí se puede trabajar en la respuesta mental y emocional. No obstante, esto no debe interpretarse como resignación pasiva, sino como un impulso hacia actitudes proactivas.

Más allá de la resiliencia individual, el dolor crónico presenta un desafío ético social. La ética del cuidado, propuesta por filósofas feministas como Carol Gilligan y Nel Noddings, enfatiza la importancia de las relaciones desde la responsabilidad mutua y la empatía. Aplicar esto al dolor crónico nos interpela a crear redes de apoyo que complementen el tratamiento médico y a formar comunidades donde las personas afectadas no se sientan aisladas de la sociedad.

Este enfoque también cuestiona a nuestras instituciones: ¿Están nuestros lugares de trabajo preparados para convivir con quienes padecen dolor crónico? ¿Ofrecen los sistemas de salud un apoyo integral que abarque aspectos físicos, emocionales y psicosociales? La ética del cuidado nos lleva a repensar nuestras políticas públicas y prácticas sociales para crear una sociedad más inclusiva y compasiva.

El dolor crónico no es solo un desafío médico, sino también filosófico, ético y social. Nos llama a combinar el pensamiento clásico con enfoques contemporáneos de cuidado y empatía. Como sociedad, debemos crear un entorno donde quienes conviven con el dolor no solo sobrevivan, sino que también participen plenamente en la vida cotidiana. Esto requiere un cambio de mentalidad, reconociendo las necesidades psicológicas y sociales además de las físicas.

Si bien el dolor es inevitable, el sufrimiento en soledad no debería serlo. Por ello, es necesario proponer y exigir una ética que reconozca la dignidad y el valor de cada persona, independientemente de su condición física. Solo así podremos visibilizar, comprender y tratar el dolor de manera integral, mejorando la calidad de vida de quienes viven con dolor crónico.

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