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Medios y racismo en Chile: el sentido común como espacio de letalidad. Por Ximena Póo Figueroa

Campaña “La humanidad somos todes”

Los medios de comunicación no son un espejo de la realidad, sino más bien son aparatos ideológicos (Althusser) que construyen realidades, constituyéndose en una especie de fábricas de sentidos de mundo a partir de las representaciones que producen, reproducen, articulan, niegan o combaten. En los medios se establecen los parámetros, los marcos de interpretación en los cuales la opinión pública construirá la polis. Y esa polis puede ser, como se ha visto, heterotópica (Foucault) en tanto espacio de acontecimientos donde pueden superponerse y coexistir mundos disímiles, opuestos, pero compartiendo imaginarios de deseos. Esa es la polis –esa que no solo es físicamente reconocible, material, sino aquella que también se mueve en la esfera digital- la que nos convoca hoy: la polis que muchas veces nada tiene que ver con la democracia que la crea y en la que se estructura; una polis cuya arquitectura dependerá de los medios de comunicación y el agenciamiento que estos mapeen junto a los poderes del Estado, los gobiernos de turno, las organizaciones sociales, los sindicatos, los partidos políticos, entre tantos otros actores que buscan disputarse el mundo de lo sensible para levantar o fisurar los pilares –frágiles, por cierto- en los que se encumbra esa “polis” en tiempo y espacio.

Los medios de comunicación –como parte de la industria cultural y sus dispositivos- dinamizan significados y portan los símbolos que nos permiten reconocer “realidad”, “verdad”, “sentido común”, y tienen efectos materiales y simbólicos en los procesos estructurales de sociedad y cultura, en un continuo de imaginarios en donde participan ideologías, materialidades, vidas cotidianas, afectos, emociones. También portan borramientos, blanqueamientos, silencios y un mundo espectral que se puede volver “lugar común”, donde el conocimiento y los saberes dan paso a un espacio de oscurantismo que contiene todos los miedos posibles, alimentándose de ellos y regurgitando sus indeseables y letales consecuencias.

Los medios en Chile –más aún hoy, en medio de rebelión social y pandemia/crisis- no escapan a todas estas posibilidades. Los hegemónicos (en dominancia al articular valores de una élite y sus estilos de vida) y dominantes (en la escena mediática elevan y llevan la voz del poder de permanente colonialidad) lo son en tanto propiedad y en tanto discurso, concentrados en pocas manos: Grupo de El Mercurio y grupo Copesa lideran esa concentración, correlato de la síntesis de “realidad” que promueven al ser de derechas (varias derechas, pero con una doctrina de orden portaliano muy similar entre ambos). Mucho se ha debatido sobre esta concentración mediática escrita y televisiva y de la contrahegemonía que medios más “independientes” persiguen con recursos escasos y alto valor periodístico (como Ciper, El Desconcierto, El Mostrador, Revista Sur, Le Monde Diplomatique, medios comunitarios, medios de universidades estatales, redes sociales asociadas a organizaciones que en sí misma se constituyen en medios, entre otros).

Los medios, como se ve, no son un espejo, sino que producen, hacen circular y promueven la participación y/o el consumo de aquello que portan día tras día en diversos soportes y lenguajes de los dispositivos que se procuran: eso que portan, “la realidad” reproducida/recreada/narrada. Los relatos que contienen forman tramas discursivas sobre lo que se dice y se debiera o no decir. Las rutinas de los medios portan formas de trabajo que hacen de ese diario vivir un vivir que se transforma –por lo general- en una sucesión de actos sin contexto, que nacen y mueren en el mismo día en que se producen, enuncian, constatan o pronostican. Esas rutinas –periodísticas o de entretención- suponen formas de trabajo –por lo general- precarizadas, sobreexplotadas, estandarizadas, y carentes de una reflexividad mayor impuesta por la inmediatez que desdibuja los procesos sociales-culturales-políticos involucrados en, precisamente, lo que “acontece”.

Es en esos espacios mediáticos y sus rutinas en los que surge el racismo como contenido, práctica y registro/naracción desde una perspectiva voluntaria, predeterminada, irreflexiva o racional agenciada –cognitiva y/o afectivamente- al poder al que se debe.

Siguiendo a Van Dijk, “el discurso en cuanto práctica social de racismo es al mismo tiempo la fuente principal de las creencias racistas de las personas. Así pues, el discurso puede estudiarse como la interfaz clave entre la dimensión social y la dimensión cognitiva del racismo. En efecto, «aprendemos» el racismo (o el antirracismo) en gran parte mediante texto y habla. Puesto que controlan el acceso y el control sobre la mayor parte del discurso público, las élites políticas, educativas, académicas y mediáticas tienen un papel y una responsabilidad específicos en esas formas de racismo discursivo (…). Mediante su control sobre el discurso público, recurso de poder de crucial importancia, las diversas élites son al mismo tiempo dominantes en su propio endogrupo (en cuyo interior pueden influir en las opiniones étnicas preponderantes) y sobre los grupos minoritarios, cuyas vidas cotidianas pueden ser controladas por esas élites mediante su discurso, sus políticas y sus decisiones desde las posiciones de poder”.

A menudo nadie reconoce ser “racista” y menos a nivel de medios, cuando se trata de sostener un discurso liberal y/o moralmente conservador; un discurso para “estar” en el mundo. Por lo mismo, cuando ocurren actos racistas en otras partes del mundo, la adhesión antiracista es inmediata y está en cada titular, matinal, portada (Black Lives Matter), y es necesaria, por cierto. Pero esos mismos medios (hegemónicos y dominantes) no dicen nada, relativizan, cuestionan y criminalizan cuando se trata de crímenes racistas, actos racistas y declaraciones racistas (institucionales, colectivas o individuales) registrados en Chile, como el asesinato de Joane Florvil tras ser detenida por Carabineros. Es ahí cuando el espacio espectral se apodera del relato y los hilos discursivos derivados de ese constante ir y venir de las palabras cotidianas que los medios hacen suyas.

El racismo mediático se escuda en la libertad de expresión para dar cabida y multiplicar los comentarios racistas que siguen a una noticia donde la inmigración es central; el racismo mediático no se reconoce a sí mismo y se protege en un “no saber”, en la falta de un manual de estilo, en la falta de imperativos éticos al interior de las redacciones o estudios radiales o televisivos; el racismo mediático no quiere ver que el lugar de enunciación es un lugar de poder que no se hace cargo de un racismo arraigado en la historia de este territorio “nacional”, en una colonialidad sin quiebres y acentuada en dictadura contra los pueblos originarios y a la afrodescendencia negada; el racismo mediático es un problema que llama “problema” a la migración y “extranjero/a” a quien migra desde un país desarrollado.

¿Qué sigue? Denunciar cualquier acto/redacción/imagen racista. Porque, como dice la campaña “La humanidad somos todes”, es imperativo construir en los medios una ética basada en el apego irrestricto a los derechos humanos. Asimismo, se requiere trizar la mirada eurocéntrica para cuestionar y quebrantar la reproducción de valores y estilos de vida estructurados desde el blanqueamiento de nuestra historia y desde una globalización homogénea que dibuja al “buen migrante” desde la perspectiva de quien es mano de obra barata, de quien “debe” progresar y ser “emprendedor” ojalá sin necesidad de un Estado garante ni de una sociedad solidaria -en solitario, silencioso-, y de quien no nos muestra lo latinoamericanos/as que somos.

¿Qué sigue? Si buscamos construir una legislación que garantice el derecho a la comunicación, si queremos una formación de periodistas y/o comunicadores/as anclada en la promoción de los derechos humanos y que afronte esa “construcción de la realidad” desde una perspectiva interseccional (antiracista, anticlasista, antisexista), si apelamos a una ciudadanía que levante a la interculturalidad y la plurinacionalidad (más aún en el momento constituyente que nos convoca) como un hecho y no solo un deseo, hace falta humanizar y democratizar los espacios, especialmente los mediáticos contrahegemónicos, y en los “dominantes” elevar las voces, mover las mesas de pauta, reflexionar más y mejor antes de publicar. Victimizar –desde la compasión y la caridad- y criminalizar (como la portada de La Segunda del 7 de abril de 2020 o el asedio de la prensa/matinales a un cité en plena pandemia) son formas de vulnerar esa humanidad que los movimientos sociales se empeñan en recobrar.

¿Qué sigue? Pluralidad y diversidad de fuentes entre actores políticos migrantes (Movimiento de Acción Migrante, Coordinadora Nacional de Inmigrantes, Red Nacional de Organizaciones Migrantes y Prograntes, Red de Periodistas y Comunicadores Migrantes, entre otras a lo largo de Chile); agenciamientos mediáticos/organizaciones/instituciones que terminen con la dualidad identitaria/bélica de un nosotros frente a un “otro” que este gobierno llama al “orden”. El Código de Ética del Colegio de Periodistas es claro al respecto: “El o la periodista están al servicio de la sociedad, los principios democráticos y los derechos humanos. En su quehacer profesional se regirá por la veracidad como principio entendida como la entrega de información responsable de los hechos. El ejercicio del periodismo no propicia ni da cabida a discriminaciones ideológicas, religiosas, de clase, raza, género, discapacidad en todas sus formas, ni de ningún otro tipo que lleven a la ofensa o menoscabo de persona alguna, o atenten contra la veracidad de los acontecimientos".

¿Qué sigue? Reconocer que el racismo es parte estructural de Chile y de sus medios hegemónicos, y desterrar toda condición que permita su posibilidad.

• Ximena Poo es periodista y Doctora en Estudios Latinoamericanos, académica de la Universidad de Chile e integrante de la Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas de la U. de Chile..

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