Intentaremos darle una vuelta, breve, a la memoria no desde su tradicional referencia al pasado, tampoco como un puro presente asediado por slogans políticos, ni bien como un forzoso despunte hacia el futuro, sino que como acontecimiento. Es decir, como aquello que no puede ser calculado, referido, ponderado, monitoreado, en fin; y cuya temporalidad es equívoca, o bien, no tiene arraigo ni se traduce en forma alguna, operando como una fuerza desestructurante, vaciada –en principio– de sentido y de discurso, activándose como una suerte de torrente disruptivo pariente de la subversión de los relatos que se pretendan construir.
Preguntamos en esta línea: ¿quién firma la memoria? ¿quién tiene el poder de gestionarla, precisarla, ajustarla? Porque todo aquel que quiera, como sea, rotular la memoria, timbrarla y transformarla en un proceso pasteurizado, desgrasado, in-disidente o subordinado, no estaría sino ejerciendo una violencia contra la memoria misma, arrinconándola en el plano de los protocolos y las membresías políticas y restándole la potencia que le es propia, y que tendría que ver sobre todo con la irrupción memorística (R. Cassigoli), es decir con lo que se aleja de la memoria como relato o desencadenamiento de un guion cuya trama viene redactada por una oficialidad que, situada en el centro de una dinámica “conmemorativa” (del latín commemorāre: "acción y efecto meter en la mente completamente”, RAE, 2014), debe irradiar un léxico, un texto y un contexto que permita consignar un momento, un tiempo… 50 años.
Cuando la memoria se vuelve autorreflexiva, entonces pierde su condición disruptiva, transformándose en antecedente –o dato– dispuesto a la gestión de un presente político con pretensiones de oficialidad. Oponemos a esta memoria autorreflexiva la memoria insumisa, aquella que polemiza consigo misma y que se anuncia como significante vacío sin por esto, nunca, repito, nunca, perder su tensión de cara a una cierta justicia.
Y hacemos la diferencia, tal como lo señalaba Jaques Derrida en Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad (1994), entre la justicia y el derecho. Porque la memoria no puede ser filtrada a través de lo puramente jurídico, de las leyes, de lo formalizable. Esto es dinamitarla y hacerla jugar en el tinglado oportunista que ofrecen quienes han visto en el escarceo de la memoria una posibilidad, por ejemplo, para la fronda transicional.
La justicia es imposible y este es, justo, el lugar de la memoria: su propia historicidad.
Toda vez que decimos “esto es la memoria” o “esto es lo que se debe recordar”, la memoria pasa a tener forma de archivo, esto es de aquello que se transforma en incuestionable o cuya variabilidad no está permitida. El archivo, siguiendo nuevamente a Derrida, es una máquina de reproducción de lo que se entiende como originario (Mal de archivo, 1995). El origen, que no es tal, que no existe y que siempre responderá a una arbitrariedad y a una violencia, se articula en esta perspectiva como una supra-verdad que va más allá de todo relato que se le resista. Y preguntamos ¿cómo resistir a la fuerza fundadora de una memoria establecida como archivo-amo? ¿de qué manera nos sacudimos la formalidad de una historia que ha definido “una” memoria que, siempre y en tanto operación política, no será otra cosa que la buena conciencia de una amnesia?
Esto no se trata de pasar por alto los 50 años de una tragedia. Menos de no traer al presente el recuerdo de los muertos, de los desaparecidos, de los duelos inconclusos y de las innumerables formas de horror que tuvieron lugar en el Chile de Pinochet y de su círculo cívico-empresarial proclive; ahí donde se dieron cita las inmundas orgías del odio, como escribiera el poeta Paul Claudel. Tampoco de negarle a ningún familiar de DD.DD o sobreviviente de la enajenación criminal, su derecho a volver a insistir, a “arder en preguntas” como lo decía Artaud y nunca renunciar a la insistencia del “¿dónde están?”, No. Todas y todos podemos –y hasta debemos– llorar y asistir al encuentro con nuestros fantasmas que desde una triste penumbra siguen querellándose de cara a la ausencia de justicia; indicando espectralmente que aún hay información sobre paraderos que no se ha entregado y que se desintegra en las bóvedas militares y también civiles; fantasmas que nos habilitan a persistir en la búsqueda y a no renunciar.
Claro que se trata de volver a mirar de frente, una y otra vez, al dolor y a la textura que se refleja en el rostro desconsolado de una madre, un padre, una hija, un hijo, una hermana, en fin.
Todo esto es justo y necesario. Lo que proponemos, en otra línea, es hacer de la memoria un espacio para la insurrección en el sentido simbólico y político del término. No se trataría únicamente de respetarnos en el sufrimiento y recuerdo de nuestros seres queridos que ya no están, sino de hacer de esa misma pérdida una memoria que detone en el centro de una disputa por aquella justicia imposible que, no obstante, es la única alternativa para cualquier justicia posible. Nunca será suficiente, siempre habrá que re-volver, siempre habrá que inventarse nuevas parábolas para resistir a la captura y plagio de la memoria. Porque la memoria no es una, no es de archivo ni se imprime en informes; lo que hay son múltiples formas de recuerdo que se unen y reúnen en el espacio siempre infinito de la espera pero que, no por esto, sin mundo, sin radicalidad, sin una sub-versión.
En un momento en que Chile se ve acechado por una derecha del terror y en el que, correlativamente, el paradigma de la seguridad ha triunfado y no tendremos más que un artefacto jurídico llamado Constitución, y que se alimentará de utopías ultraconservadoras, bien vale, se piensa, recuperar una memoria para siempre inconclusa, indeterminada y sin bordes pero que, al mismo tiempo, implosione en el corazón de un país que se prepara a consumar, nuevamente, su subordinación típica.
A 50 años del Golpe de Estado, es lo que imagino, es imperativo, justo, urgente y decisivo que emerja una contramemoria; una que se insubordine más allá de lo que se nos pretende heredar como historia e inocular como presente.
Javier Agüero Águila
Académico Departamento de Filosofía
Universidad Católica del Maule