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Miedo. Por Nicolás Panotto

Mucho se habla de la “campaña del miedo” o la instrumentalización del “pánico moral”. Esto recae, principalmente, sobre todo el fenómeno de las “fake news”. Como insisto hace tiempo, aunque no dudo de la existencia de estos mecanismos, creo que persiste una lectura superficial sobre su funcionamiento. Los discursos que apelan al miedo no pueden ser entendidos desde una dinámica unidireccional, es decir, desde la lógica causa-efecto, como si la simple enunciación de esas narrativas provocara una deducción inusitada en sujetos pasivos que lo reciben en un contexto de abstracción, siendo engañados por los emisores, como si fueran los únicos que controlan los procesos comunicativos. Esta mirada asume un enfoque monolítico de la realidad (como si no existieran rupturas, resistencias, movimientos y reapropiaciones), una estructura jerárquica de poder (como si éste fuera un objeto en manos de unos pocos, sin circulación posible) y una mirada pasiva de los sujetos (como si éstos no tuvieran posibilidad de decidir)

Los discursos de miedo deambulan en un contexto que los facilita y legitima. Se mueven en un espacio que habilita su desplazamiento a partir de factores que no tienen tanto que ver con inconsistencias afectivas personales que son instrumentalizadas sino con síntomas estructurales -que van desde la injusticia económica hasta la desconfianza sobre los referentes políticos en juego-, lo que induce a la necesidad de marcos que respondan a las demandas que nacen. Las narrativas del miedo son también marcos discursivos que se acogen como significantes que dan sentido existencial.

Por otro lado, se asumen los discursos de miedo porque hay más confianza en sus referentes. Estas narrativas no funcionan por sí solas: son marcos de sentido dables a una reapropiación y también emitidos desde referencias que logran mayor empatía. Por ello, cuando nos preguntemos sobre su éxito, también debemos preguntarnos porqué sus referentes tienen más relevancia que otros (¡y porqué nosotros/as no logramos tal llegada!). Claramente, las narrativas que disputan esos discursos no logran responder a necesidades, anhelos y preguntas relevantes, así como sus referentes no han alcanzado confianza suficiente por parte del público. En otras palabras, el miedo no sólo se impone sino se apropia activamente para responder demandas que no son abordadas por otro tipo de propuestas.

Los discursos del miedo cobran poder porque operan desde una dimensión que mucho de la propuesta progresista olvida, como son los afectos. Incluso parte del discurso sobre las corporalidades, que inunda las miradas críticas, están a veces desposeídas de afecto. Hablamos del cuerpo, pero le otorgamos un estatus ontológico normativo y estático, que deja de lado el fluir ambivalente de lo afectivo en su dimensión tal real y palpable de incertidumbre, temor y contradicción.

No podemos seguir hablando de la dimensión afectiva de la política como un medio o estrategia (de la derecha o el conservadurismo), contraponiendo un discurso “racional” militante que puede “sacarnos” de las situaciones que nos apremian. La carencia de ese elemento es uno de los aspectos que da cuenta del abismo de algunas lecturas sobre la realidad vital de nuestras complejas y oscilantes sociedades.

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