Muchos de los lectores van a recordar de inmediato tan armoniosa oda recitada a viva voz cuando la oscuridad y el frío reinaban en las calles de cualquier pueblo o ciudad del sector centro - sur de Chile. Otras generaciones, las más recientes, quizás nunca habrán oído y menos visto a este popular personaje que marchaba con una gruesa manta de castilla, polainas, un canasto de mimbre tapado con paños y en su otra mano con firmeza cargaba el funcional farol que antiguamente se encendía con velas de cebo. Todo esto para ofrecer animosamente a todos los vientos este rico mote de maíz recién preparado que era esperado con ansias por los ávidos paladares de los criollos del pueblo que al sentir los pasos del motero salían raudos de sus casas. Este ancestral hombre de oficio fundamental tiene su origen en los tiempos coloniales. Hoy será el protagonista de esta columna que buscará rescatar el legado cultural e histórico con el fin de perpetuar su memoria.
El mote puede ser de trigo o de maíz, sin embargo, nos vamos a referir especialmente al mote de maíz “motemei” que era pronunciado sin separaciones desde los tiempos coloniales (maíz-mai). Así quedó con toda la modulación criolla de antaño, esto le otorga un valor agregado al lenguaje porque justamente esta pronunciación “Calentito el motemei” arrastra más de dos siglos. Con todo, el maíz era un vocablo quechua “mot’e” introducido en nuestras tierras con la invasión incaica de Huayna Capac – en el periodo prehispánico – o quizás fue un concepto de aculturación en los momentos de contacto entre incas y aimaras en el altiplano. Finalmente, el vocablo también puede tener su origen con el asentamiento de los mitimaes en las tierras donde vivían los atacameños. Los Mapuches, quienes lo sembraban cotidianamente, lo conocían como (muti –muthi) y solían acompañarlo con piñones.
Según investigaciones de paleontólogos, genetistas y arqueólogos, el maíz es originario de México, Ecuador y del sur de EE. UU. No obstante, los granos de este cereal en tiempos precolombinos estuvieron presentes en el suelo chileno con más de veinte variedades. El maíz fue tan popular como necesario en Mesoamérica y tuvo divinidades asociadas entre los Olmecas, Mayas y Aztecas. También encontramos un juego Azteca relacionado con la chicha de maíz, “El pulque de a cinco” que representaba el trabajo en el calendario, pues entre 260 hombres que bebían el jugo fermentado de los dioses sólo cinco podían finalmente consumir la chicha y al hacerlo conmemoran de forma simbólica un siglo.
Los Mapuches en sus campos poseían un espacio amplio para el cultivo del maíz, esto llamó la atención de los conquistadores quienes se asombraron acerca de la extensión que tenían los huertos araucanos y los denominaron “el trigo de las indias”. Por lo demás, el mismísimo fundador de Santiago, Pedro de Valdivia, en una carta al Rey Carlos V de España le comentaba que las cantidades de cereales que cosechaban los mapuches eran asombrosas. Alonso de Ovalle, cronista y autor de “Histórica relación del reyno(reino) de Chile” señala al respecto: «Este maíz ha sido siempre y es el sustento más universal de los indios, porque no sólo les sirve de comida, sino también de bebida, la cual hacen de harina tostada o desatada simplemente en agua, o cociéndola y haciéndola chicha, que es su vino ordinario». (Ovalle, 1646).
Con el fin de la encomienda, el avance del mestizaje y la consolidación del sincretismo cultural, la unidad territorial por excelencia en los diversos parajes de Chile será la hacienda. Es ahí donde surgirán oficios itinerantes siguiendo el patrón de movilidad de los peones e inquilinos y comenzarán a cimentarse estas ocupaciones elementales que llegaron a ser muy comunes hasta bien avanzada la era republicana, en algunos casos durante el siglo XX y con algunos ecos hasta la actualidad. Estos personajes darán vida al cuadro nacional de la actividad cotidiana, tales como: el heladero, el herrero, el aguatero (muy importante al no existir agua potable), el brevero, el lechero, el barbero, el vendedor de velas de cebo al no existir energía eléctrica y por supuesto el "motero" de motemei.
El motero no solamente vendía, tenía todo un universo de acción para la elaboración de su producto. Antes que nada, se dedicaba a recolectar de los fogones ceniza fina y mezclarla con agua haciendo una lejía que será esencial para poder pelar la dureza del grano y lograr la ternura exacta. Los granos con agua de lejía, se ponía a calentar en un fogón con una cantidad abundante de leña. Carlos Martínez, con una experiencia de 45 años vendiendo mote, comentaba que no se puede usar cualquier tipo de leña. Además, Martínez, hijo de tres generaciones de moteros, advierte que la cocción del mote dura un poco más de 6 horas y debe lavarse varias veces y, aun así, seguir remojado en agua caliente, como vemos, no es llegar y pelar el grano. En definitiva, es un trabajo de largo aliento, como el tejido de Penélope cuando una y otra vez daba una puntada esperando a Odiseo.
En ocasiones, aprovechando el calor, el vendedor de mote agregaba castañas y piñones, ya que al final todos esperan el plato que calentaba la noche y reponía el alma. Uno de los más tradicionales lugares donde podemos encontrar al motero es en la localidad sureña de Molina. Esta ciudad no solo es antigua, fue además el punto estratégico y preferido por Bernardo O’Higgins, tanto es así, que muchas veces el padre de la patria estuvo a punto de usar la hacienda de lo que hoy es Molina como un centro militar para congregar a su ejército en la lucha por la independencia nacional. El motero de esta ciudad tiene todos los elementos típicos que nos transportan a la era colonial. Si alguna vez logran verlo en acción, estarán frente a un puente temporal de siglos. A su haber, su vestimenta más compacta es la manta de castilla gruesa para el frío nocturno, las polainas para que las bajas temperaturas no interrumpan su caminar, el legendario sombrero característico de los inquilinos y peones, la canasta de mimbre donde guarda el preciado mote y por cierto no puede faltar el farolito que ilumina su alegre andar mientras entona “moteee mei peladitooo el moteee calentitoooo”
La manta de castilla tiene su origen en España y fue adaptada paulatinamente a la realidad criolla durante la colonia debido a que la tela original era de elevado precio, por lo tanto, fue reemplazada por lana española, aunque muy pronto con materias primas de ovejas chilenas. Al principio usar esta prenda era un símbolo de uso exclusivo para los patrones, pero con el tiempo pasó a ser una vestimenta típica del campesino nacional con su cuello alargado que buscaba a toda costa proteger al inquilino del frío invernal. Otra alternativa más económica y popular fue el poncho que nos remonta a la leyenda de Manuel Rodríguez y su armadura de jinete errante cuando cabalgaba con la manta al viento, ya arrancando, atacando o cruzando hacia Mendoza. Cuando se comenzó a medir por primera vez el IPC en Chile, la canasta básica incluyó en 1928 esta preciada prenda. Hoy sus precios pueden fluctuar, pero esta tradicional indumentaria puede llegar a costar varios millones.
Fundamental es la cocinería de norte a sur en torno al mote, que fue el acompañante ideal de decenas de platos que han ido sintetizando la labor del campo y el esfuerzo de los trabajadores con la producción de sus chacras. Por ejemplo, hay una gran cantidad de ensaladas tanto frías como calientes. Sus agregados culinarios varían desde la humilde pero sabrosa cebolla hasta el infaltable merquén, hoy tan de moda. Las papas con mote representan un plato americano por excelencia y si le agregamos al lado un buen trozo de carne es la unión perfecta del encuentro de dos mundos. Los porotos con mote no se pueden pasar por alto, si de postres se trata bastaría simplemente agregar un puñado de azúcar y una cucharada de miel, con esos ingredientes este manjar es un serio competidor al mote de trigo con huesillos.
Para los amantes de la buena mesa, sería un sacrilegio si este ancestral mote caliente no lo acompañáramos con un exquisito vino, siendo Chile un país generoso en parras y brebajes. Sin embargo, nuestro eximio catador nacional – el mejor de su generación – (Instagram @catadorchileno) reflexionando frente al dilema de que vino elegir, nos corrige e invita a ir a la raíz más profunda de nuestra tierra, “este plato debe ser regado con lo más antiguo y milenario, un pipeño nacional nacido de la tierra campesina”. Con todo, el pipeño – comenta Javier Rivera, otro gran catador y comensal de la mesa criolla– no solamente es el mejor acompañante para este centenario plato. El pipeño representa el esfuerzo de una bebida alimenticia de origen puro, artesanal, sin procesos químicos, que conjuga el esfuerzo local por tener un vino de mesa genuino con parras blancas o negras, pero en definitiva con una elaboración a conciencia, por ende, al igual que el mote, ambos tienen una trayectoria popular e histórica incuestionable.
El vendedor de mote cuando da su grito de alerta conjuga varias cosas, por ejemplo, las estaciones que marcan el curso del año, pues el motemei es más codiciado en invierno que en verano y por lo mismo le agrega unas ricas castañas recién cocidas. Además, las personas que suelen comprar su producto, se congregan en torno al calor humano de este ente histórico. Este ambulante es el personaje más simpático que puede existir y conoce hasta los pasajes más recónditos de los pueblos y calles por donde transita, sortea el suburbio si es necesario, conoce los baches de los pueblos siendo una pieza fundamental de este puzle humano llamado Chile.
A modo de epílogo, si tienen la fortuna de oír el moteeeemeii, déjense llevar por la melodía y salgan a ver y aprender, pues la adquisición de este regalo no será algo material, ya que en definitiva constituirá un encuentro cultural con el pasado centenario de tantas manos esforzadas que revolvían un tambor ardiente de lejía con mote, será la unión atemporal con almas humildes y esforzadas que sustentaron sus vidas llevando los frutos de la tierra campesina de chile colonial a las mesas nacionales del presente.
En este viaje al pasado y a la sobremesa con nuestras sabias abuelas como el roble, es el lugar donde el sabor familiar que nos da un sentido de pertenencia y si la diosa fortuna les regala el honor de escucharlo por primera vez a los nuevos jóvenes, no duden en abrirle la puerta a ese viejo de poncho oscuro con su canastito lleno de vapor y canten juntos con él la rima ancestral: Mooootee meiii… y no lo olviden, descorchen un pipeño artesanal. Salud por la historia.
Álvaro Vogel Vallespir. Historiador.