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Nicomedes Guzmán: El Sueño que Jamás será Ceniza. Por Rony Núñez

1.- La Aparición de Nicomedes en Ciudad de México.

La primera vez que supe de la existencia de Nicomedes Guzmán, fue en Ciudad de México, específicamente el día de sus fiestas patrias, cuando arribé a aquel país enorme, y a una ciudad mitificada gracias al trabajo de Roberto Bolaños, del cual acababa de devorar en pocos días su fantástica novela Detectives Salvajes, cuando Livia (una entrañable amiga mía) cita un pasaje del libro de poemas “La Ceniza y el Sueño”. Mi primera reacción fue la de la estupefacción, al saber que en México, según me aseguraba ella, se sabía de la existencia de Nicomedes Guzmán, al cual yo, como chileno, sin reconocer algo de vergüenza, había ignorado su existencia, razón por la cual, pago mi deuda pendiente con el poeta y escritor chileno en estas páginas, llenas de recuerdos.ç

Por el azar cuatro años más tarde, y cenando en casa de un gran amigo y emblema de la música y las luchas latinoamericanas, Max Berrú, fundador de Inti Illimani, me enseña un artículo publicado en el periódico El Siglo (publicación de fecha 23 de octubre de 2015, página 16 y 17) titulado “El Renacimiento de Nicomedes Guzmán”. En dicho artículo se da cuenta de una desgraciada obviedad de nuestro país: cómo deja rápidamente en el olvido a sus artistas e intelectuales, salvo un puñado de ellos, dado su celebridad obtenida fuera de nuestras fronteras. De hecho, y cuando leo que dicho texto de poemas (segunda edición publicada en 1960) fue prologado a la vez por Pablo Neruda, Ángel Cruchaga Santa María y Juvencio Valle, me percato que estamos ante un gran poeta, cuya vitalidad y vigencia ha sido capaz de renacer de las cenizas elocuentes de la amnesia colectiva, y devolverlo al sitial que sin duda merece: uno de los íconos de la generación de 1938.

2.- Prólogos a Tres Voces.

Neruda, sin ir más lejos, en el prólogo de “La Ceniza y el Sueño”, afirma: “Su susurrante dulzura pareciera no convivir con las cicatrices que nos imprimió La sangre y la esperanza, pero es signo de grandeza que el escritor que nos revelara el infierno de las calles de Chile tenga otro sello de errante desvarío, sueños y ceniza que le agregan la infinita dimensión de la poesía”.

A su vez, y sin quedarse atrás en este soliloquio de poetas, Cruchaga Santa María cataloga a los versos de Nicomedes como aquellos que “derraman su elegía sobre la fulgurante vestidura del día”.

Por último Juvencio Valle exhortando a la utopía del sueño que se alcanza con la punta de los dedos, sobre el éter serpenteante nos regala estos versos:
“Polvo final y sueño consumado,
Indivisible alianza, férreo lazo;
entremezclados van alba y ocaso
dentro de este correr precipitado”.

En el primero de los poemas arremete con vigor Nicomedes Guzmán cuando declama:
“Lo pierdo todo para recuperarlo todo:
la balanza donde pesé el oro de la amistad,
el viejo estante donde el barreno de la polilla
fue dibujando un mapa de la anchura estelar.
Todo.
Y quién sabe si más”.

Es una apuesta total, iniciática, (lo pierdo todo para recuperarlo todo) donde la literatura es a la vez pasión y despeñadero, en la marginalidad de las calles de la población El Polígono, en la comuna de Quinta Normal, donde vivió buena parte de su existencia. Ya bien decía Roberto Bolaño, quien como Nicomedes realizó diversos oficios para ganarse la vida, al meditar sobre los poetas adolescentes, sentenciando que aquellos por naturaleza son Rimbaud y Lautreamont. Aquellos, parafraseándolo a Bolaños, que si te acercas al menos un instante al fenómeno poético extremo sencillamente te quemas. Propenso quizás a la introspección Nicomedes nos abre su corazón y nos dice:
“Junto a las sombras del recuerdo me alarga
Su itinerario de emociones subjetivas.”.

O en otro de sus primeros poemas de esta obra, devela su interior de joven melancólico:
“Mi corazón es, también como los días,
un marinero ebrio:
tripulando el recuerdo por las tardes
se da a tocar en su acordeón de ausencias”.

3.- La Sangre y La Esperanza: Las voces anónimas de un Santiago que se resiste a morir. Sin embargo, la obra de Nicomedes Guzmán no se reduce solamente a poesía, sino que también nos deja un riquísimo testamento en prosa, donde se destaca su obra “La Sangre y la Esperanza”, donde de aboca en cuerpo y alma nos muestra el mundo de la clase trabajadora, aquello que, anónima como él en ese entonces, se presentaba en los conventillos del barrio Mapocho, con todas sus virtudes, pero también con la sordidez de sus escenarios y pobreza, presentada con elocuencia, pero con dignidad por su autor. De esta forma, en dicho texto, Nicomedes, aventurándonos por los barrios y poblaciones crecidas al alero del éxodo del campo a las afueras marginales de las grandes urbes como Santiago, nos dice: “El otoño estaba a las puertas de aquel día con su rostro de mendigo enjuto y lánguido. Sus harapos tenían el color indefinido de las brumas. Pero en sus manos callosas brillaban las cálidas monedas de un sol desbordando en fuegos cordiales. La tierra, a sus pies, alzaba a ras de su propio cuerpo un aliento blanco, vagoroso, que, al fondo de la calle, destacaba la negra estampa de las beatas ancianas, que endilgaban el paso al encuentro de la hostia, en la sagrada casa de Dios. Era, entonces, que el campanario parroquial ya se desgranaba el corazón, en informes gotas de metálica sangre, que bien podían ser también palomas o ánimas de desencajados ojos, animando el hábito de la fe”.

4.- Nicomedes le habla a Lemebel.

En ese sentido, el cronista Nicomedes se acerca mucho, casi emparenta a mi juicio, con las vibrante pluma del mejor cronista chileno del siglo XXI, Pedro Lemebel, aunque, claro, las temáticas abordadas entre ambos , en cuanto sobre todo a la construcción de sus personajes, encuentra, sin embargo, una coincidencia común: el retratar la marginalidad que les toco vivir en carne propia, el primero en “La Sangre y la Esperanza”, el segundo en una de sus obras mejor logradas “ Zanjón de la Aguada”. Sobre este libro Lemebel, en su estilo prodigioso y particular dice: “Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa? Menos a los que confunden ese nombre con el de una novela costumbrista. Más aún a los que no saben, ni sabrán nunca, qué fue ese pio jal de la pobreza chilena. Seguramente incomparable con cualquier toma de terrenos, campamento o población picante de los alrededores del actual Gran Santiago. Pero el Zanjón, más que ser un mito de la sociología poblacional, fue un callejón aledaño al fatídico canal que lleva el mismo nombre. Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria. Sin duda, cuando voy llegando nuevamente al centro de Santiago mi mirada se adentra en la Alameda de las Delicias, en dirección a Estación Central, suspiro con satisfacción por haberle cumplido una deuda a alguien como Nicomedes Guzmán, el cual nunca tuve el gusto de conocer, pero sé que, la próxima vez que vaya a comer a alguna “picada”, por el barrio Mapocho o El Tirso de Molina, o hacia La Vega, me será imposible no recordar que, por aquellas callejuelas, dio sus primeros pasos Óscar Nicomedes Vásquez.

Rony Núñez Mesquida.

Analista y Observador Internacional.

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