Hay momentos en que el lenguaje se quiebra. En que las palabras, por más precisas o poéticas que intenten ser, no alcanzan. No hay palabras para describir el horror. Solo el silencio estremecido de quien contempla la destrucción de una vida inocente puede, tal vez, acercarse a la verdad.
Hoy, ese horror tiene un nombre y un lugar: la Franja de Gaza. Una tierra sitiada, bombardeada, arrasada. Hogar de millones que sobreviven bajo un cielo donde la muerte no pide permiso. Familias enteras sepultadas en escombros, niños sin hospitales, cuerpos sin nombre. Y ahora, sumado a todo eso, el hambre.
Las imágenes que vimos este fin de semana en los medios son ineludibles. No se trata solo de destrucción: es un castigo prolongado, inhumano. Niños con la piel pegada a los huesos, madres sin leche para alimentar a sus hijos, ancianos deshidratados que ya no esperan ayuda. Gaza se muere de hambre a plena luz del día. No por una sequía, ni por una plaga, sino por la decisión deliberada de cortar el acceso a alimentos, agua y atención médica. De dejar morir.
Desde la otra orilla, Israel mira —y no ve. O ve, pero no le importa. El desdén se convierte en crimen cuando el poder decide que algunas vidas valen menos que otras, o simplemente no valen nada. No hay justificación posible para bombardear panaderías o atacar convoyes de ayuda humanitaria. La crueldad, cuando se convierte en sistema, deja de ser defensa y pasa a ser barbarie.
Y lo más estremecedor es que esto no es nuevo. Lo hemos visto. Lo hemos vivido. Sabemos lo que significa el terror de Estado, la impunidad, la maquinaria de muerte amparada por el poder. Lo vimos en la Alemania Nazi, cuando millones fueron exterminados con eficiencia industrial. Lo vivimos en América Latina, en nuestras propias calles, cuando dictaduras militares torturaron, desaparecieron y asesinaron. En Chile, aún nos arden los nombres: Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana, quemados vivos. José Manuel Parada, Santiago Nattino y Manuel Guerrero, degollados en democracia suspendida.
Entonces, ¿cómo es posible mirar Gaza y no vernos? ¿Cómo puede el mundo guardar silencio mientras un pueblo entero es reducido al hambre, al miedo, a la nada?
Lo que ocurre en Gaza no es un conflicto. Es una masacre. Una limpieza por fuego, por hambre, por abandono. Y frente a eso, demasiados optan por mirar hacia otro lado. Líderes que se escudan en tecnicismos, medios que suavizan el horror con eufemismos, ciudadanos anestesiados por la repetición del sufrimiento ajeno. Como si la muerte ajena fuera menos muerte. Como si el hambre de un niño palestino no doliera como la de cualquiera de los nuestros.
Nos estamos deshumanizando. Y el horror, como en tantas épocas, comienza con la indiferencia. Lo supimos en Chile cuando el miedo era ley, cuando los cuerpos aparecían en las quebradas o flotando en el Mapocho. Lo sabemos ahora, cuando vemos que la historia vuelve a escribirse con sangre, con cuerpos rotos, con pueblos condenados al olvido.
Decimos que “nunca más”. Que hemos aprendido. Que la memoria importa. Pero Gaza nos pregunta: ¿de verdad?
No hay palabras para describir el horror. Pero sí hay una para enfrentarlo: dignidad. Esa que hoy exige gritar, denunciar, resistir. Porque cuando un pueblo es empujado al abismo del hambre, del exterminio, del abandono, nuestra única respuesta posible —humana, ética, histórica— es no callar.
Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano PUC; Politóloga PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, Universidad de Chile
