“Nuestra confianza en nosotros” es todo lo que No nos han dejado tener (o ejercer), como los pueblos de Chile que somos, durante la historia de este país. Esta parece ser la amarga afirmación que atraviesa el libro de Rodrigo Karmy. “Nuestra confianza en nosotros” es la frase y el deseo de Salvador Allende que plasmada en uno de sus discursos, nombra ahora este nuevo libro de Karmy. Quizás porque ella explicita una parte del programa de la Unidad Popular (UP) que buscaba otorgar al pueblo de Chile, la posibilidad de ejercer el poder político real, la soberanía buscada y, más allá incluso, la posibilidad de ser sujetos. La UP es el contexto en que se podría dar esa oportunidad de decir/incidir/decidir desde la alegría de sus cuerpos en el concierto de las naciones. Tanto es así, que los “pueblos de Chile”, como señala el autor, habrían logrado en alguna medida esa liberación. Sin embargo, nos advierte, esa fuerza transformadora se agota en la Unidad Popular tratando de conciliar la pulsión de los pueblos con la necesidad del orden devenido del peso del fantasma portaliano que se cuela por cualquier intersticio posible para evitar la alegría/desborde popular.
Así, el libro que se inicia con un título esperanzador nos devuelve rápidamente, en sus asedios filosóficos, a los fundamentos ideológicos de la historia de un país oprimido desde sus orígenes. A través de un análisis casi quirúrgico (también por lo doloroso) expone esa conciencia colectiva que lleva un fantasma a cuestas. Hasta los progresistas, nos dice, hasta Allende reaccionó como todos han reaccionado cuando se trata de mantener -o vulnerar, de algún modo- el orden. Así de duro es el golpe que recibimos tanto en la mirada histórica que conocemos, como en este libro Comentario de Karmy.
Desde una rigurosa mirada filosófica, el autor, en la primera parte de su libro va desentramando esa red de ideas/acciones que han conformado el sometimiento “de los cuerpos” de los pueblos a lo largo de su historia. Sometimiento que se afinca en esa presencia permanente e invasiva del Fantasma Portaliano, tal como se vio en su libro homónimo anterior. Este sometimiento permanente es visto como la tragedia. La imposibilidad de expresar su potencia, de hacerse cargo del destino colectivo, empujados siempre por esta sombra/peso/fuerza que les impide reconocerse como seres con cuerpos gozosos y libres. Más aún, señala el autor, con ayuda de la mirada religiosa, se les empuja a sentirse culpables de los cuerpos, sus pulsiones, su potencia asumiéndolos como sujetos pecadores. Claramente hay un reduccionismo utilitarista en esta forma portaliana de ver al pueblo; pero lamentablemente ha funcionado, penetrando los sentidos en los que se mueve una buena parte de la población actual, como hemos visto con desencanto.
En contraposición a esta “tragedia”, el cuasi logro de liberación en el período de la Unidad Popular es entendido por Karmy como “comedia”, lo que se explica desde sus referentes teóricos. Se trata de aquello que transgrede esa tragedia, otorgándole voz y agencia a aquellos que tradicionalmente no la tenían. Confieso que, en mi eclecticismo propio, aquí preferiría el término carnaval en el sentido Bajtiniano, en lugar de comedia. El carnaval en cuanto expresión popular que se opone a los ritos a través de sus propias formas, invitando a la risa y la celebración, aunque esta termine por degradarse. Pero obviamente esa es otra perspectiva teórica, otra forma de entenderlo y no he estudiado tanto ese momento como para afirmarlo ahora.
Si los pueblos de Chile hemos intentado, o no, la liberación a lo largo de la historia no es algo de lo que se ocupe este texto, porque como deja claro el autor desde el inicio esto no es un libro de historiografía, sino de pensamiento crítico a modo del Comentario. El texto ahonda en las bases ideológicas y epistémicas, tanto del fantasma portaliano como de “nuestra confianza en nosotros” en tanto metáfora de la posibilidad de ser y estar en el mundo haciéndonos cargo colectivamente de esto. Esta confianza en nosotros, como este hacernos cargo es lo que permitiría tener acceso a la felicidad… o al menos a una alegría plena.
Más allá de la división conceptual en capítulos y apartados que nos regala Karmy, a través de un lenguaje metafórico, podemos encontrar aquí dos momentos clave para el análisis: 1) la instalación del fantasma portaliano con toda la opresión que implica desde la oligarquía hacia las clases populares y 2) la liberación de los cuerpos en la Unidad Popular. Aunque el texto parece considerar más de un siglo de pensamiento y proyectos políticos, entre la primera mitad de siglo XIX y hasta 1973, se sitúa más bien en los dos extremos. Sin embargo, como el mismo autor señala, gravita también en el libro el momento histórico actual con una mirada puesta en las interrogantes que nos ha dejado el estallido social y el rechazo de la propuesta de Nueva Constitución, elaborada en un proceso constituyente participativo y amplio que terminó frustrado.
Así, la mirada filosófica de Karmy nos lleva a transitar, en su análisis, por distintas formas de pensamiento para explicar y explicarnos, cómo y por qué se produce tal sometimiento de los cuerpos en distintos momentos de la historia de este país. Estos cuerpos comprendidos y utilizados como engranajes de producción desde el surgimiento de la voz de Portales que, moviendo los hilos desde las sombras logra instalar una comprensión de los sujetos chilenos (la masa) como entes sin voz, sin palabra, sin un deseo propio; y en cuanto tales (o necesarios como tales), útiles para poner en marcha una maquinaria de producción nacional que permitiría el desarrollo de un bullente comercio. En esa comprensión del pueblo se instala la tragedia de estar y no ser. La tragedia de no poder decir y decirse; la tragedia de no tener incidencia alguna en el mundo. Desde una perspectiva mapuche (que no puedo evitar) el pueblo devendría witranalhues o el anchimallenes. Muertos revividos por un/a Kalku, cuya única función en este mundo es la capacidad de cuidar la propiedad de alguien por las noches.
La Unidad Popular, en cambio, y más aún el Estallido social de 2019 -afirma el autor- son el epítome del poder ser, de tener voluntad propia y de incidir en las cuestiones políticas como comunidad que toma y ejerce su dignidad. Esto que es visto por el autor como acto de liberación de los cuerpos; como comedia (en contraposición a la tragedia). Desde mi punto de vista no llega a concretarse en este país (por cierto, tengo una mirada más pesimista y descreída. El gozo, la alegría, el agenciamiento de los pueblos han sido momentáneos, demasiado breves para incidir realmente. La revuelta y el momento constituyente han sucumbido o han sido aplastados de distintos modos por el poder político establecido, o por golpes de Estado, donde los pueblos de Chile han tenido poco o nada que decir.
Quiero destacar que el libro de Karmy es un libro para ponerse a pensar, pero no desde la divagación, sino de manera activa. Hay elementos para discutir aquí, para ahondar, para problematizar; es una invitación al diálogo, al debate, que debemos tener. Desde este punto de vista me gustaría poner sobre la mesa algunos elementos -post lectura- para la discusión. Como ávida lectora de siglo XIX, bilbaísta en las angustias por querer saber/entender, y mapuche-pewenche buscando permanentemente las venas del origen, me permito plantear dos cuestiones en las que me gustaría ahondar un poco más: a) El orden y la paz como voluntad de ser y estar en Chile; y b) El problema del indio, el territorio y la unidad nacional.
En primer lugar, el orden. Esta palabra que se utiliza bastante en el texto de Karmy y que ya se ha usado mucho en otros ensayos historiográficos sobre siglos XIX (muy conocido es el libro La seducción del Orden A.M. Stuven), está en la base de los imaginarios de la república de Chile. Está antes del genio de Portales y después de su fantasma, porque como se establece en el Acta de Instalación de la Junta de Santiago (Septiembre 1810), el pueblo necesita que se reestablezca el “orden, quietud y tranquilidad pública”. Y en esa misma acta se alaba a Mateo de Toro y Zambrano, señalando que bajo su dirección se espera encontrar “el gobierno más feliz, la paz inalterable y la seguridad permanente del reino”. Pero este deseo de orden parece anteceder a la República, tal como la imagen de pueblo moderado y pasivo. Hacia 1807 Juan Egaña, sostenía que: “La convulsión general de la tierra ha tocado hasta sus extremidades, y esta bella porción del globo, que era la mansión de la paz y del sosiego, se ve igualmente agitada con las turbaciones de Europa”. Más adelante, el mismo Egaña en sus Cartas Pehuenches (1819-1820) habla –en la voz de Melillanca o don Andrés- de un pueblo dócil, generoso, y honrado, para referirse a los chilenos; y en otro texto, afirma que Chile se presta para republicano, pues “su carácter tranquilo y moderado lo preservará de las pasiones fuertes y movibles que inspiran la revolución, el espíritu de dominar y el de agresión”. Por eso la imagina como la “Suiza de América” que jamás debe tomar parte de las “disensiones” de otros pueblos.
Pero esta idea de un pueblo ordenado y tranquilo se lee incluso en los imaginarios independentistas de otros latinoamericanos como Simón Bolívar, quien sostiene: El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos de Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre. (Carta de Jamaica 1815)
Y a partir, de esta intervención de Bolívar, introducimos el elemento más complejo en la configuración de este país (aunque no lo quieran ver): el problema del indio, como se decía antiguamente. En esta Carta de Jamaica, Bolívar destaca las costumbres inocentes y virtuosas de los chilenos en complementación con la fiereza de los araucanos. ¿Cómo podría defenderse si no, en esas circunstancias de guerra independentista, un país con semejantes moradores? Podría fácilmente vérselos como temerosos o demasiado débiles. Por eso se acude al ejemplo de sus vecinos araucanos que han permitido que allí no se extinga “el espíritu de libertad”. O’ Higgins también vislumbra esta imagen de mesura, de país que puede parecer un poco timorato para la guerra y agrega el elemento que completará su carácter: “nuestros corazones tranquilos recogen todos sus espíritus, y se enardecen con el electricismo del amor patrio cuando amaga el peligro o se interesa el honor” (Manifiesto 4) Esta tranquilidad entonces, ante el peligro o la afrenta, se transforma en “acciones heroicas” de hombres “bravos” y “valientes”. Pero esta bravura, necesariamente debe ser canalizada hacia un orden: por eso se la sitúa rápidamente en la defensa de la patria, la milicia. En concordancia O’Higgins estableció la primera Academia militar y creó la Escuadra y la Academia Naval, otorgándole al país en ese gesto, la seguridad que necesitaba sentir respecto de esa “tranquilidad” deseada, dentro de un orden establecido. Se fijó entonces en su fundación la imagen de un país moderado, donde la tranquilidad era vista como sinónimo de felicidad.
En siglo XIX se llegó a observar el carácter chileno en base a dualidades como pacífico/valiente, obediente/libre, sensato/heroico, que no se oponen, sino que se complementan para forjar una sensación de equilibrio necesario. Sin embargo, estas no son dualidades en que sus componentes tengan igualdad de peso, sino que los primeros se supeditan a los segundos lo que, en la práctica, permitiría la imagen de moderación de los sujetos. Esta situación de equilibrio imaginada variará más adelante cuando las dualidades se transformen en oposiciones binarias a partir de la consabida civilización o barbarie que además terminará por defenestrar la figura del indio en las discusiones políticas parlamentarias chilenas.
Así, desde una mirada sociohistórica y como indígena que soy, veo en el mapa decimonónico una clara escisión, donde los demás una Frontera. Aunque yo sé que el autor, lo sabe y lo respeta, debo decir que no podemos abordar a los indios sólo como una imagen o una metáfora de algo o un símbolo en un antiguo escudo de la patria; los indios/las indias cargamos con una larga historia que se niega, se oculta, y se borra continuamente. En Chile necesitamos hablar de la colonización del país de los araucanos/mapuche. Necesitamos nombrar el genocidio, el etnocidio, el culturicidio y el ecocidio que ocurrió a partir de la guerra de conquista de la década de 1880 y del colonialismo que vivimos los mapuche desde entonces.
Cómo anécdota quiero señalar aquí que los españoles -que si nos reconocieron como nación, como país- a inicios de siglo XX (esto es, hasta un siglo después de haber abandonado el gobierno de este territorio) seguían hablando del país de los araucanos (véase Diccionario RAE 1925).
Entonces, más allá de los valientes araucanos, que funciona bastante bien en el mito fundacional de la nacionalidad chilena, lo que hubo a mediados de siglo XIX cuando ya el fantasma portaliano hacía de las suyas, fue una Colonización, una empresa civilizatoria que bajo la promesa del bienestar y la paz común, llevaba un proyecto que buscaba (y aún busca) hacer desaparecer la cultura mapuche. En rigor, si sobrevivíamos estábamos obligados a no ser lo que somos. En la práctica, como dije antes, ocurrió un genocidio que buscó borrar/eliminar los cuerpos y un culturicidio que buscó eliminar una lengua y una estética propia como forma visible del ser mapuche.
Podría decir más, como imaginan, sobre este punto, pero sólo agregaré que la campaña contra la propuesta de Nueva Constitución estuvo llena del desprecio hacia los pueblos indígenas y sobre todo hacia los mapuche, teniendo que volver a escuchar que los indios son flojos, feos, hediondos y ladrones, y ahora además terroristas y delincuentes. Pero sobre todo dolió (fue un golpe duro) sentir que este país no nos quiere ni respeta, a pesar de que habla de “nuestros pueblos indígenas”. Sólo sobre este punto hay tanto discurso que analizar de dicha campaña y período, como del carnaval que fue el estallido social, donde la bandera mapuche flameó de manera épica en las protestas.
Eso que se materializó en ese instante fue la posibilidad real de decir nuestra palabra participando, teniendo la posibilidad de incidir en el poder político. Pero el poder económico que aún es de unos pocos mercaderes y extractivistas de este país (como en siglo XIX), no lo permitió, como sabemos, usando toda su maquinaria comunicacional.
Creo que a partir de la lectura de este libro de Rodrigo Karmy, debemos seguir visitando y reescribiendo las antiguas polémicas decimonónicas que crean (piensan, diseñan, proyectan, gestionan) la república de Chile en todos sus aspectos; debemos también visitar el período de la Unidad Popular con otras miradas distintas para buscar allí aprendizajes de lo que somos. Y en todos los períodos pensemos con mayor profundidad a los indios que hemos sido considerados tanto vecinos, como parte de este país; y sobre todo pensémoslos porque aún estamos vivos, aún somos mapuche. Como decimos en mapudungun Petu mongenleiñ, petu mapuchegneiñ. Amulepe atiñ weichan. Chaltu may.