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Pandemia y plaga en la hipermodernidad. Por Mg. Felipe Quiroz Arriagada.

Los ríos, así como las ciudades, se descontaminan. Los animales en peligro de extinción vuelven a habitar el mundo, sin temor a ser aniquilados. La capa de ozono, lentamente, se recupera. Sin duda alguna, ni el más optimista de los ecologistas hubiese pensado que hoy, en los comienzos del año 2020, pudiera ser posible tal milagro, en plena crisis ambiental, desatada de una forma que creíamos irreversible en el ecosistema.

Sin embargo, tal escenario inimaginable hasta hace unos meses, se torna, ante nuestra sorpresa, en innegablemente fáctico, para cada ser humano del mundo, debido a una pandemia de carácter global que nos toca enfrentar como no había ocurrido en el ultimo siglo de historia.

Ante ello, nos vemos obligados a despertar de nuestra supuesta comodidad hipermoderna, y volver al arte perdido de realizarnos preguntas fundamentales, sobre nuestro rol en la naturaleza de la que, aun cuando lo olvidemos, seguimos formando parte, así como respecto de la naturaleza de nuestra condición humana.

En lo relativo a ambos cuestionamientos, si fuéramos reduccionistas y literales en la lectura de los hechos señalados tendríamos que asumir que somos, en realidad, una plaga y, además, la más peligrosa. En efecto, si considerásemos a nuestra forma de cohabitar con el ambiente desde los mismos criterios con los cuales consideramos a los otros seres vivos, sin duda alguna, esta tendría que ser la conclusión inevitable.

Sin embargo, la forma de vida hipermoderna, que lo explota y consume todo, desde el entorno natural hasta la interacción humana, y a la misma constitución psíquica del individuo, trasformando a la persona en consumidor/producto, y obligando a la misma a una existencia en extremo individualista, narcisista y hedonista, no es la única manera posible de existencia humana. En efecto, no solo la antigüedad clásica utilizó y comprendió a la técnica de una manera completamente opuesta a como se utiliza y comprende desde la modernidad en adelante, tal y como lo señalara Martin Heidegger, sino que prácticamente todas las culturas que no se han fundamentado desde la explotación, ya sea del hábitat como de los otros, o sea, cualquiera que no fuera moderna, pudo mantener un equilibrio entre el desarrollo de su tecnología y la mantención del ecosistema. Heidegger ejemplifica ello con el molino de viento: este beneficia al ser humano, pero sin violentar con su funcionamiento al hábitat. Por el contrario, la tecnología moderna se fundamenta, secretamente, en lo que Zygmunt Bauman denominara como inextinguible sed de creación destructiva, o, como lo señalara Heidegger; violencia contra el origen.

En este sentido, es tan violento como paradójico que el discurso moderno haya considerado incivilizadas o atrasadas a las culturas que cultivaron, defendieron y defienden, aún hoy, la preservación de la naturaleza, o sea, al verdadero origen de la vida. Y defienden a este origen, precisamente, de la intervención violenta ejercida por la forma de civilización moderna y su progreso. A este resguardo llaman esas culturas, no alienadas de lo natural, tradición. No es de extrañar, entonces, que la modernidad sea en realidad, nuevamente en palabras de Heidegger, violencia contra la tradición. El progreso moderno es, entonces, destrucción de la tradición, es decir, de la conservación del origen. En su etapa de paroxismo, entiéndase, en nuestra hipermodernidad, esa violencia se vuelve desenfrenada. No es tampoco extraño el actual escenario de devastación ecológica, del cual, en medio de esta tragedia humana como es la pandemia del COVID-19, la naturaleza pareciese descansar de tanta modernidad, de tanta destrucción inspirada en la sed de producción y consumo. Sin asumir en ello, por supuesto, ninguna intencionalidad, resulta fáctico que, para el hábitat, este lapsus de reducción de la actividad moderna ha significado un respiro. En el trasfondo de esta pandemia, se manifiesta la condición hipermoderna como plaga.

Es hora de aprender de las formas culturales con raíces, con origen, con tradición e identidad, que las lleva a tener, por ello, finalidad, sentido y futuro. Hoy, más que en cualquier otro momento histórico, la encrucijada global nos obliga a aprender de ello, o a la extinción, que es el único horizonte que espera al nihilismo hipermoderno.

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