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Patriarcado, racismo y capital: una colusión criminal. Por Lidia Yañez, María Emilia Tijoux y Constanza Ambiado

“Protestamos por hambre, no contra la cuarentena” respondía un poblador de El Bosque el 18 de mayo al periodista de matinal que le preguntaba por qué habían levantado barricadas entre las calles Los Morros y San Francisco. Ahora, a un año de la rebelión social que buscó sacar al país del engaño que instaló la dictadura, son miles las Ollas Comunes que se han creado a lo largo del país para paliar el hambre, mostrando principalmente la capacidad organizativa de las mujeres para hacerle frente. Y es que la crisis sanitaria ha mostrado la peor cara del capitalismo: un sistema inhumano que da prevalencia a las ganancias de grupos de inversión por sobre la vida de los trabajadores y trabajadoras. Junto con esto, el Estado subsidiario chileno, que ha dejado la provisión de derechos fundamentales como la salud y la educación a “la mano invisible” del mercado, se ha mostrado incapaz de resolver necesidades básicas de la población cuando esta ha perdido sus fuentes de trabajo e ingresos. El modelo chileno apunta a las personas y a sus capacidades para la generación de ingresos para su sobrevivencia, sin considerar que sin dinero no se puede acceder a un mínimo de subsistencia y menos todavía a una vida digna. La responsabilidad individual es señalada insistentemente en discursos políticos y debates en la pantalla televisiva, pero ¿dónde están las responsabilidades políticas entonces?

Sí, las desigualdades existen, son muy reales, y en tiempos de pandemia se han exacerbado. Pero hay aún algo más importante, y es que estas desigualdades no son reductibles al ámbito socioeconómico, toda vez que los grupos más vulnerados son aquellos triplemente oprimidos por su clase, el patriarcado y racismo de la sociedad chilena.

En cadena nacional del 17 de mayo Piñera afirmaba que esta crisis nos hace volver a valores tradicionales, como la familia. Lo mismo señala el 7 de octubre, a días del plebiscito, cuando presenta su campaña “el amor por Chile se hereda”, que devela su permanente giro conservador con la insistencia de que “somos una familia”. La violencia que contienen estos dichos sin embargo parece no verse, pues busca ocultar tras estos mensajes al castigo permanente en que ha tenido a todo un pueblo. Así es como el gobierno busca construir sentido común en medio de la urgencia. En este marco, cuando la familia se esgrime como valor, el orden de género ha atribuido “naturalmente” las labores de cuidado y trabajo doméstico a las mujeres debido el orden binario que establece como categorías excluyentes y complementarias de lo masculino y lo femenino. Durante decenios el movimiento feminista ha luchado por desmitificar esta separación y al mismo tiempo posicionar al trabajo de cuidado no como labor secundaria, sino todo lo contrario, como aquel que sostiene la vida y que hace parte del orden económico y social, algo muy distinto a la falsa percepción de que el cuidado se hace solo por amor o por instinto.

La crisis sanitaria y sus radicales consecuencias en la vida de las personas ha puesto especial peso en las familias como espacios reproductores de la vida adquiriendo ribetes preocupantes en la situación de las mujeres y los cuerpos feminizados. Al recluirse al espacio de la familia, se potencia la exacerbación del doble trabajo doméstico y remunerado como un deber a cumplir por las mujeres que las expone a situaciones de estrés y de violencia. Por otro lado, una proporción mayor de quienes ejercen profesiones dedicadas a la salud son mujeres, lo que las pone en una situación de mayor exposición al virus y por lo tanto de mayor peligro en sus vidas. Esto les ha traído diversas consecuencias negativas para su bienestar, que, en un contexto de aislamiento social, enfrentan más difícilmente.

Sin perjuicio de lo anterior, si observamos las múltiples desigualdades que cruzan la posición social de una persona, hay grupos aún más expuestos dentro de los marginados: mujeres inmigrantes y sus hijos e hijas. Previo a la pandemia Covid-19, ya existía una crisis internacional de cuidado, donde mujeres de países empobrecidos o en crisis políticas, sin oportunidades de trabajar, migran a países con mejor situación y mayores oportunidades. Con las dificultades de revalidar títulos y regularizar su situación en el país, trabajan en nichos laborales para los que estarían facultadas “naturalmente” por este orden de género. Son labores que pocos(as) desean realizar, como ocurre con el cuidado a adultos mayores y el trabajo doméstico, la limpieza de calles, de malls o plazas. Es así como las mujeres inmigrantes han venido a suplir necesidades de cuidado en países como el nuestro, descuidando muchas veces a sus propios hijos e hijas en el país de origen, y dejándolos en manos de otras mujeres de sus propias familias que ejercen este trabajo de forma no remunerada y muchas veces sin ninguna protección social.

En este sentido, esta crisis también consigue que explote esta crisis del cuidado: las medidas de aislamiento social han implicado para estas mujeres trabajadoras el volver a sus casas a cumplir estas labores, teniendo una doble explotación en su cotidianidad. Pero al mismo tiempo, han perdido su fuente de ingresos, lo cual les impide hacerse cargo de sus propias necesidades básicas y más aún de quienes dependen de ellas en sus países de origen o en este país. Un escenario que empeora cuando no se cuentan con los papeles de identidad que el estado solicita para entregar ayudas o no deportar.

Bien sabemos que la fuerza de trabajo migrante presenta una potente capacidad de resistir y de “obedecer”, como de soportar violencias repetidas, lo que la hace ser fuerza requerida para trabajos precarios, explotación e incluso trata laboral. Estas condiciones se agravan cuando se considera que, en particular, hay mujeres inmigrantes que no tienen redes de apoyo y viven en soledad. A esta situación se suman las mujeres que no hablan la lengua del país de llegada, lo cual se complica más cuando su propia lengua es desconsiderada y despreciada.

Los efectos negativos de la crisis aumentan cada día, lo que vuelve imperioso buscar los modos para superar estas situaciones cuando el Estado es incapaz de proveer un mínimo de seguridad social. Las barricadas en El Bosque y en otras poblaciones dan cuenta de que la respuesta a este problema está grabada en la memoria histórica: al igual que en los 80, proliferan las ollas comunes y las protestas, puesto que es la articulación del pueblo y su trabajo solidario colectivo y desinteresado lo que permite sobrevivir frente a la inoperancia y violencia del Estado chileno.

Frente a la debilidad histórica del estado, es el poder popular lo que ha permitido sobrevivir las crisis cíclicas del capitalismo. Como feministas, como pueblo, solo podremos sobrevivir a esta crisis, que es una crisis sistémica del orden patriarcal, capitalista y colonial, si nos articulamos y proveemos de forma colectiva y solidaria de los insumos básicos para que quienes están viviendo situaciones límites puedan sobrevivir. Así mismo, la crisis del cuidado y del trabajo doméstico que vivenciamos con fuerza en este momento histórico no fue ni será resuelta por el sistema capitalista, sino que, como ha demostrado el movimiento feminista, mediante la articulación como movimiento. Y para esto, es fundamental el cuestionar el racismo de los vínculos que construimos con los grupos que hemos marginado al suponer que son “inferiores”, tal como hacemos con las mujeres inmigrantes de las cuales se abusa en sus trabajos, aprovechándose de la necesidad que tienen de enviar remesas a sus familias, educar a sus hijos y por lo tanto de sobrevivir, tratándolas con desprecio y humillándolas en permanencia.

Finalmente, la rebeldía en la calle que hemos vivido con más fuerza en los últimos meses previo a la pandemia y la articulación territorial que hoy se toma las calles de todo Chile en torno a las ollas solidarias, nos permiten pensar en la posibilidad de una transformación radical del sistema que se mantenga al margen de la colusión entre estas distintas estructuras de desigualdad lo que sustenta el cruel sistema en el que vivimos. Solo la comunión del pueblo, de todos los sectores del pueblo, permitirá desarmar la alianza criminal entre patriarcado, racismo y capital.

Autoras: Lidia Yañez, María Emilia Tijoux y Constanza Ambiado.
Referencia: “El presente texto hace parte de la iniciativa comunicacional del proyecto ANID PIA SOC180008 “Migraciones contemporáneas en Chile: desafíos para la democracia, la ciudadanía global y el acceso a los derechos para la no discriminación”.

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