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Pensar desde el subsuelo. Por Gonzalo Núñez Erices

Dostoievski para una crítica al presente de la filosofía en la academia

Antes de sus obras canónicas Crimen y Castigo o Los hermanos Karamazov, Fiódor Dostoievski publicó en 1864 la novela titulada Memorias del subsuelo, mismo año de la muerte de su primera esposa María Dmitrievna y diez años después de su encarcelamiento en Siberia. La novela no solo marca un punto de inflexión hacia los temas existenciales y de la psicología humana propios de su literatura de madurez, sino que también refleja el convulsionado contexto histórico que inspirará su obra posterior. Así, el antihéroe en la novela es un funcionario público que dice sentirse atrapado por un sistema burocrático alienante al que reconoce despreciar profundamente. Allí, habitando en el subsuelo, el ser humano pierde su individualidad cuando su voluntad –precisamente aquello que lo hace humano– cede frente a una totalidad abstracta hasta transformarlo en un engranaje más dentro de la estructura de la administración estatal. A partir de este relato de deshumanización o nihilización de la condición humana, podemos plantear una reflexión crítica respecto a cierta ‘burocratización’ –en el sentido dostoievskiano del término– de la práctica filosófica en la academia actual: un pensar que parece hacerse de manera creciente desde el subsuelo. Esta reflexión se fragua en el contexto de la celebración del día internacional de la filosofía. Sin embargo, no quisiera hablar de la filosofía en general, ni de lo que en ella es más valioso, sino más bien únicamente de una forma particular de hacer filosofía que podemos denominar hoy como filosofía ‘profesional’. Se trata así de celebrar la filosofía, lo que quisiéramos que fuera, mirando de frente aquello en lo que se ha ido convirtiendo.

Un profesional de la filosofía es, en primer lugar, aquella persona formada con estudios superiores en filosofía y especializada en algún programa de postgrado en alguna subdisciplina y/o tradición filosófica en particular. Y, en segundo lugar, una persona que se desempeña laboralmente en alguna institución de educación superior cumpliendo, a lo menos, con cuatro roles fundamentales: docencia (clases a cursos de pregrado y/o postgrado), extensión y vinculación con el medio (organización de seminarios, coloquios, congresos, actividades académicas con entidades públicas y/o privadas, etc.), gestión (dirección y administración de programas de estudios pregrado y/o postgrado, diplomados o cursos de educación continua, facultades, departamentos, centros de investigación, editoriales de revistas académicas, etc.) e investigación (publicación de artículos científicos, libros, capítulos de libros, ejecución de proyectos de investigación financiados por entidades internas o externas a las universidades, etc.). Hasta aquí, el filósofo profesional parece inocuo, sin embargo, ¿por qué comprender esta filosofía como un pensamiento del subsuelo?

La filosofía profesional es aquella hecha por la figura, el prototipo o, si se quiere, la caricatura del académico(a), reflejo del personaje del subsuelo de Dostoievski: un burócrata complacido en su lugar y pertenencia institucional, así como en las facilidades que estos le otorgan. En este símil, como en toda caricatura, la exageración y cierta construcción monstruosa que desproporciona y deforma la realidad causará asombro. No obstante, esto no significa que debajo de aquello no podamos reconocer rasgos, prácticas concretas y cercanas a cada uno de nosotros(as). Es más, es la caricatura exagerada la que permite percibir en su justa medida, en su justa significación, prácticas que pudieran banalizarse y parecer sin consecuencias.

A través del protagonista de Memorias del subsuelo, Dostoievski nos habla de una enfermedad curiosa que no es del cuerpo y tampoco puede circunscribirse a un solo aspecto de la existencia. El personaje declara: “Soy un hombre enfermo… Soy un hombre rabioso […]. Sin embargo, no sé un higo de mi enfermedad y seguramente tampoco pueda precisar qué es lo que me duele”. Más tarde, en 1930, Freud en El malestar de la cultura confirma desde una lectura del psicoanálisis el diagnóstico crítico que Dostoievski hiciera en el ámbito de la literatura: a saber, el progreso civilizatorio en las sociedades occidentales modernas ha devenido en una autorepresión solapada de las pulsiones inconscientes del individuo al permutar libertad por cultura. El hombre del subsuelo es el resultado de aquel proceso: un ser enfermo, neurótico, incapaz de identificar las causas de su propio malestar, preso de un fastidio latente e intratable que no acaba. Está aquejado crónicamente por una sobreexposición a la cultura: sus códigos, tradiciones, deberes, normas y valores burgueses que dominan su época. Su enfermedad, como él mismo lo plantea, es el “exceso de conciencia” o la ansiedad por racionalizar cada aspecto de la vida hasta anular todo rasgo de espontaneidad e intuición.

La enfermedad del hombre del subsuelo es también ―o, por lo menos, así lo propongo en esta reflexión― la que padece el filósofo profesional del presente. El contexto histórico donde aparece el primero es la Rusia del zar Alejandro II. Inspirándose en los modelos occidentales daneses y prusianos, su mayor legado fueron las reformas para una profunda modernización y descentralización del Estado que buscaba, entre otras cosas, una reorganización del sistema judicial y el poder político para fortalecer el control administrativo del imperio. Aquí aparece con fuerza el funcionario como figura paradigmática de la nueva estructura burocrática. Su principal propósito era el ascenso de rango para demostrar categoría social e intelectual en términos de eficiencia y rendimiento. El filósofo profesional, en este sentido, es un gran representante del espíritu del funcionario que caracteriza al hombre del subsuelo. Entendiendo el funcionarismo no solamente como una nueva forma de trabajo moderno, sino como una nueva forma de vida, nueva comprensión y un cierto estar en el mundo. El ejercicio autónomo del pensamiento, fuera de los valores y formatos propios del aparato burocrático, está completamente ausente en el funcionario. Sin embargo, no hay que malentenderlo. Esta ausencia no ocurre porque haya perdido sus capacidades o su pensamiento crítico, intentando regresar a una especie de pensamiento original, sino simplemente, porque ya no le interesa ejercitarlo, no está más en su horizonte existencial. Se comprende a sí mismo y se identifica como lo que es: un funcionario. Su principal preocupación es la excelencia, es decir, ser un buen profesional que cumple eficientemente con las tareas que su trabajo exige.

El filósofo profesional no escribe. No tiene una relación significativa con su escritura. Más bien, produce: artículos o papers en un formato estandarizado, nada muy distinto a rellenar formularios. Estos textos alimentan el flujo permanente de información para los algoritmos clasificadores en repositorios académicos especializados. La escritura no es relevante para él porque solo importa que el formato cumpla con los requisitos de publicación y, así, se incremente la producción para mantener el rango o, en el mejor de los casos, ascender en el posicionamiento institucional junto a los galardones y reconocimientos respectivos. Quizás incluso pueda llegar a ser funcionario del mes. En este sentido, su opinión profesional regresa vacía hacia sí misma. El funcionario de filosofía habla acerca de todo, atrapado en la inmediatez de la contingencia, porque solo es importante que se hable, y quizás cómo habla: el funcionario es por naturaleza un ególatra sobreexcitado con su propia palabra. Exposición constante de su yo reducido a su idoneidad profesional.

Por otra parte, el otro, el funcionario de la oficina de al lado, personifica la competencia, aquel que también anhela ser el mejor profesional. Ambos desean lo mismo: ganar fondos de investigación con financiamiento externo, Fondecyt como caso arquetípico en la academia nacional. Ambos como réplicas buscan bajo el mismo formato de producción científica este santo grial que representa no solo cierto estatus intelectual, una destacada capacidad funcionaria, sino, por sobre todo, un estatus moral desde donde juzgarse a sí mismo como más competente y correcto que otros; por tanto, más competitivo en la transacción de sí mismo que es el mercado universitario.

Como el hombre del subsuelo que justifica el sinsentido de su existencia sumisa a su condición funcionaria, el filósofo profesional se convence en su fuero interno de ser el más listo, el más hábil, que su trabajo tiene más profundidad, pertinencia y trascendencia para la disciplina que el de otros. No obstante, la enfermedad, ese malestar incesante y ligeramente perceptible como una gotera en el sótano, no deja de recordarle que él, como todo el resto, no es más que un burócrata del saber, un profesional en la administración del conocimiento. De este modo, el interés gratuito por integrar las más variadas manifestaciones del conocimiento (ciencias, humanidades, artes, lenguas) y el anhelo por la búsqueda de la verdad suenan, a oídos del profesional de la filosofía, a discurso oxidado e ingenuo. En el presente, el conocimiento debe ser administrado con el criterio de la hiperespecialización: el profesional experto gestionando su pequeño reducto. La desviación no solo está sancionada por las normas de la burocracia, sino que la sanción está también alojada en la propia subjetividad funcionarial del profesional de la filosofía. Su escritura sigue atrapada en su propia especificidad alienante. Aunque no acostumbra a reconocerlo, sola fantasear que abandona ese reducido espacio de comodidad intelectual, realizar una tarea diferente a la que se ha dedicado durante toda su carrera profesional, lo horroriza y obliga a enfocarse nuevamente en sus deberes de especialista.

El hombre del subsuelo, al igual que el profesional de la filosofía, sabe que el pacto realizado con la cultura de la homogeneización del pensamiento lo enferma y, sin embargo, su propia existencia ha encontrado una forma inteligente de adaptación a través de la sumisión. En el fondo, su espíritu funcionarial lo retuerce en la autohumillación y en un resentimiento que borbotea en su inconsciente, pues sabe que, en palabras del protagonista, “no tenía salida y que nunca podría convertirme en otro hombre”. Y todavía peor que esta certeza es la que confiesa líneas más abajo: “incluso, quedando tiempo y fe suficiente para convertirme en alguna otra cosa, ni yo mismo, probablemente, deseara cambiar”.

Ni si quiera la docencia, la enseñanza de su propio saber, sosiega el espíritu funcionarial del profesional de la filosofía. El sistema burocrático ha transformado la relación profesor-estudiante en una nueva transacción de información en el sentido bancario con que Freire interpreta el término. El sentido pedagógico de la filosofía, enraizado en la figura del viejo Sócrates, ahora es comprendido como un trámite despachado con premura para no ocupar demasiado tiempo en tareas que no sean la reproducción del conocimiento. Algo similar ocurre con la gestión académica ―el espíritu funcionarial por excelencia― encargada de la clasificación, el cálculo, medición y reducción última de la praxis filosófica a la burocracia institucional bajo la lógica matemática del indicador. El profesional de la filosofía como el gran gestionador es la expresión máxima del triunfo del exceso de conciencia que sufre el hombre del subsuelo de Dostoievski: un burócrata que ha perdido toda expresión de espontaneidad en su vida que implique una desviación a la racionalidad del formulario; nada puede ser pensado si no es posible de ser encajado, de una forma u otra, en la casilla del indicador. Así, como sostiene el hombre del subsuelo, “todos los actos humanos se codificarán conforme a esas leyes, es decir, conforme a las matemáticas, al estilo de las tablas de logaritmos”, de manera que, finalmente, “el hombre se convertiría al instante en un simple perno del rodillo de un órgano de música o algo por el estilo”. El profesional de la filosofía es un experto en la producción, transmisión y gestión de la información, pero con una profunda falta de deseo, espontaneidad y libertad: un simple perno en un sistema que, a pesar de su estructura material que determina las prácticas filosóficas cotidianas, opera desde un lugar tan abstracto en la subjetividad que, como sostiene el hombre del subsuelo, “ni siquiera hay una persona con quien pueda uno enfadarse; que no hay un objeto concreto, y posiblemente jamás lo hubo”. Por esta razón el malestar siempre termina regresando hacia él mismo, una y otra vez, sin ser consciente de ese movimiento reflexivo.

Yo mismo, quien escribe este texto, soy un profesional de la filosofía, alguien que padece rasgos de la enfermedad de quien habita en el subsuelo, en muchas ocasiones un perno más con el pensamiento ocupado únicamente por el algoritmo y el indicador. Frente a estas formas de deshumanización de la filosofía en el presente resulta urgente encontrar pequeñas resistencias comunitarias que no reproduzcan la competencia, el aislamiento y el individualismo. Así, volver a buscar el sentido y respuestas a una pregunta fundamental: ¿para qué es útil la filosofía en estos tiempos? No temamos a la palabra ‘utilidad’, podemos resignificarla, sacarla de la estrecha comprensión economicista o mercantil, y recordemos, sin pecar de ingenuidad y como afirma el hombre del subsuelo, que “el rasgo característicamente humano precisamente reside en que el hombre a cada minuto pueda demostrarse a sí mismo que él es un hombre, y no un simple perno”.

Gonzalo Núñez Erices
Presidente de la Asociación Chilena de Filosofía
Académico Departamento de Filosofía, Universidad Católica del Maule

*Mis sinceros agradecimientos a la profesora Erika Molina de la Universidad de la frontera por revisar y corregir este texto. Esos gestos de honesta colaboración son, sin duda, pequeñas pero significativas formas de resistencias frente al pensamiento del subsuelo.

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