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Pensar la cultura del vino en Chile: recuperar una memoria de su quehacer. Por Nadia Parra, Sebastián Fuentes y Alex Ibarra Peña

Un país como el nuestro que es productor de vinos excelentes, con historias genuinas ligadas a los territorios con mantención de tradiciones centenarias, con variadas prácticas en el trabajo de las viñas y en la elaboración de los vinos, un número notable de cepas de variadas procedencia y diferentes adaptaciones al terruño que incluso origina ya cierto uso de la denominación de uvas criollas. Toda esta descripción previa fundamenta que poseemos un espesor cultural inmenso, afirmación que va a contrapelo de algunas afirmaciones que señalan una carencia, a veces con razón, ya que siendo honestos deberíamos aceptar que poco sabemos del vino como objeto de cultura.

Para comprender este planteamiento nos puede servir la comparación que mientras en otros países a las uvas se les busca el origen del nombre según la procedencia del lugar o su etimología, nosotros le llamamos País a más de una variedad de uva. En el caso de esta cepa el espesor cultural ha sido relevado estos últimos quince años desde la irrupción en el mercado de productores como Luyt o vinos como Viejas Tinajas por la concepción de Marcelo Retamal. En ambos casos, personas no pertenecientes del territorio rescatado en cuestión, lograron conectar con la tradición y valorizar en el extranjero un valor cultural poco apreciado en nuestro Chile.

El vino chileno y su imagen, ha ido a la par con el proceso económico del país marcada por una concentración de capitales junto con una marcada exclusión a la participación del mercado a nivel nacional. Aquel fenómeno con el correr de las décadas han decantado en una monopolización de su relato por parte de la gran industria disociado de los propios territorios. Se ha construido de manera general una visión tecnocrática del vino como un commodity, desarraigada de las comunidades que trabajan en torno a la vid, con una mirada conservadora alejándose de nuevos consumidores. Prueba de esto está en el hecho de que la industria, propiamente tal, ha sido y está dominada por un oligopolio compuesto de tres grandes grupos empresariales vitivinícolas, que manejan el 89,9% del mercado.

Esa apropiación de la imagen del vino, de su relato, tiende a excluir tanto a los pequeños productores propiciando una práctica que desvincula la producción de su propio territorio, valles y personas, por lo mismo de su historia y su cultura. Eso aún en tiempos recientes, donde aparece la valoración de otras voces alternativas que resaltan los aportes de saberes ancestrales, escala humana, transmitidos de generación en generación, en un territorio determinado, constituyendo un patrimonio cuyo valor ofrece la oportunidad de entregar alternativas para, por ejemplo, evitar el despueble del campo como la preservación de las buenas prácticas agrarias, en torno a la diversificación de la oferta productiva, promoviendo el necesario valor agregado de los productos locales y del vino.

Una observación simple, como ésta, rápidamente permite darnos cuenta que poco se sabe sobre el vino como valor cultural y que existe poco interés por ese vínculo, la cuestión del vino ha quedado en manos de una visión casi exclusivamente comercial impuesta por las corporaciones que controlan el mercado, a veces con nociones estandarizadas que no aportan a lo cultural y que invisibilizan relatos que tienen mayor contenido patrimonial. Sin ir lejos el uso de la palabra “Terroir” en Chile es fuertemente asociada a los perfiles de suelo u origen de éste, sin mención en general a la vinificación, tradición o historia asociada al vino. En resumen el factor del “Savoir Faire” es reducido a un factor físico de suelo que da origen al “sabor único” del vino en cuestión.

Ciertos aportes del relato histórico han sido capaces de fragmentar el relato más hegemónico rescatando la dignidad de las “historias mínimas” que permiten ver la actividad vitivinicultura con otro tipos de visiones, en donde aparecen otras tradiciones, a veces ligadas a lo religioso, a lo familiar o a lo campesino apartándose del relato comercial. El relato en general se nutre de la llegada de los jesuitas como primeros hacedores de vinos, restringiendo el uso a algo ceremonial religioso, y por ende, abandonando el vino con su figura geopolítica de “fuente de hidratación” estable, desde los romanos el vino cumple un rol de asegurar una fuente de hidratación en campañas militares. Esto coincide con un volumen importante de viñedos familiares que luego son heredados a los jesuitas en la zona de Itata y Bío-bío.

Los discursos más alternativos que podrían venir de la filosofía, de la sociología o de la antropología se presentan aún algo incipientes, incluso no siempre se les aprecia como relevantes en estos ámbitos resultando poco comprensibles. La estandarizada visión del origen religioso del vino permite un encanto con el misterio abriendo un paradigma de estetización que apela a la cuestión sensorial que suele sobreexplotarse desde la industria. Una alternativa hacia la recuperación del espesor cultural invisibilizado podría estar en la recuperación de un relato que recompone la perspectiva pagana, esa que permite realzar lo festivo en la cultura del vino, esa fiesta que es popular y que ayuda a la tarea de la democratización de la cultura del vino clausurada por la visión del especialista.

Reconocer el vino desde la perspectiva patrimonial y/o cultural, aporta a la construcción de un relato colectivo e inclusivo de un producto emblemático, junto con la valoración de la dimensión cultural de lo agroalimentario. La importancia de vincular ese modo de pensar, comunicar y construir desde allí es una generosa alternativa de fundamentación para el desarrollo territorial, que conlleva la consolidación del auge de micro y pequeños proyectos del sector que enriquecen el ecosistema productivo. Sus productores, su saber hacer, el aspecto natural y cultural, historias de vida en este marco son aspectos indisociables del viñedo y de la producción del vino para la comprensión que pone en valor su dimensión patrimonial como parte de una posible conformación del valor agregado, conllevando al aumento en su valoración tanto simbólica como comercial.

Nadia Parra.
Sommelier e Historiadora del arte.

Sebastián Fuentes.
Geólogo y Enólogo.

Alex Ibarra Peña.
Filósofo y Ensayista.

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