“… y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante…”.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha..., los constituyen
Y si la vida fuera algo así como “perder un diente”, o sea, con esto me refiero literalmente a “perder un diente” con todo el dolor que eso mienta. Y en esta columna para Le Monde diplomatique de los sábados no estoy escribiendo sobre el diente, sino de su pérdida y que nos expresa materialmente a nosotros mismos. La vida como “perder un diente” me sirve a modo de trozo literario pensante para hablar de lo que nos acontece hoy como humanos en medio de tanta normalización en la que estamos sometido a diario dentro del Laberinto del capitalismo. La dentadura nos muestra un cierto modo evolutivo de cómo hemos llegado a ser lo que somos después de miles de años de transformación por parte de la hominización (es como la respuesta material al viejo Píndaro y clásica sentencia: “llega a ser el que eres”). En esa dentadura nos encontramos con años y años de constante cambio para adaptarse azarosamente por parte del animal humano que somos a un entorno dado, y a la vez dinámico, que nos quiere determinar. Desde esos animales de la foresta (prehomínidos como el ramidus) a los primeros humanos de la sabana a esos otros humanos de las cavernas glaciadas para llegar a los humanos de los umbrales (de todo tipo de puertas que abren y cierran lugares, mejor dicho, los constituyen) y de allí a los humanos actuales, a nosotros, que nos mostramos en todo tipo de umbrales: virtuales, redes sociales, inconscientes, ciudades, empíricos, comerciales, etc. Y en estos umbrales hacia afuera como hacia dentro, como Cintas de Moebius, con nuestra dentadura, por ejemplo, antes de comer cualquier cosa, simplemente nos expresamos los unos a los otros, incluso no solamente antes de comer, sino también antes de hablar o pronunciar cualquier sonido, la dentadura, nuestros dientes, nos expresan unos a otros, no solamente sonrisas o tristezas o enfados, sino algo más simple, pero, a la vez, más radical, esto es, expresiones materiales que muestran miles de años de devenir y que en ese sin sentido, en eso real, nos articulamos los unos a los otros para luego comunicarnos de alguna forma.
Los dientes son como “destellos de lo real”, a saber, inscripciones somáticas a-significantes que en su vieja materialidad “viaja” a través nuestro y nos permite comunicamos los unos a los otros; es como un código inespecífico de profunda materialidad adaptativa y estocástica que como tal permite que seamos lo que somos en nosotros mismos mediados por los otros: es formalmente un NosOtros.
Y si fuéramos, cada uno de nosotros, desde esos dientes, desde esos destellos, antes de toda significación, sentido, simbolización, si fuéramos desde algo anterior a cualquier “logificación”, si fuéramos solamente “expresión”. Por ejemplo, cuando Deleuze quiere mostrarnos a Bacon y sus cuadros no desde el rostro, sino desde el cráneo. Yo lo diría más a la hegeliana, “experienciar” el espíritu desde el “hueso” y el “hueso”, por excelencia, sería el que mostramos debajo de toda la piel, esto es, el trozo de cráneo que vemos a la primera y que nos expresa: los dientes (es un cráneo a la vista lo que “mostramos” y para algunos eso mismo es lo “monstruoso”, porque es lo que no se debe mostrar, de allí que se pinten tan pocos los dientes en el arte pre-contemporáneo). Ellos, los dientes, son como el reverso del rostro o, mejor, lo propio del rostro, es decir, son capas y capas de sedimentación milenaria que llega a ser cada uno de nosotros y nos vuelve, por tanto, en un NosOtros que en ese sin sentido, y solamente en él, luego nos permite hacernos señas y comunicarnos de alguna forma corporal entre sí. ¡Antes de la palabra, el diente! “En el principio era el diente”. En mi libro de “Ariadna” he dicho que “En el principio era el coño” y en esta expresión, además del evangelio de San Juan, no podía no tener presente el cuadro El origen del mundo de Coubert de 1866 que hoy se encuentra en el Museo Orsay de Paris. Ahora, en esta columna que Ud. lee, pienso en El triunfo de Baco de Velázquez de 1628-1629 que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid y de allí que sea “En el principio era el diente”. En ese cuadro, que ya es célebre, junto al dios Baco nos aparece una sonrisa de un borracho (entre otros borrachos), que nos mira de frente (como un personaje de Bergman o Fellini o de una obra de Sarah Kane), con sus dientes que lo expresan. Esos dientes de ese borracho que bebe vino, ese preciso diente grande que se le ve como un “diamante bruto”, junto al otro y al otro (entre encías, bigote, labios), que nos destella como un cierto hueso, un trozo de cráneo monstruoso, nos indica lo real en nosotros y por ello nos acontece un NosOtros que nos posibilita e impele a cualquier articulación venidera entre unos con otros.
En este nuevo origen, como origen del mundo, y mejor dicho “inicio” y no origen, porque en el inicio siempre está en movimiento (y nunca opera como algo que nos fundamenta desde nada esencial) y se actualiza en la medida que unos con otros nos topamos, nos acoplamos, los dientes destellan y nace así un cierto inicio del mundo, de este mundo, de mi mundo, de tu mundo. Los dientes son el inicio del mundo en cada instante en que con el otro nos articulamos de modo inespecífico para que luego se construya el sentido de esa articulación. En los dientes el origen del mundo como inicio nos permite sentirnos los unos a los otros en nuestra animalidad mediada por esos instantes en que los dientes se muestran como lo monstruoso de nuestro cráneo, de nuestra materialidad sedimentada radiante. Es un inicio del mundo que nos expresa como animales en tejidos históricos materiales que por azar hemos logrado ser en esa imperfección, porque cada diente es distinto, ser un singular en medio de un universal, de una totalidad que no puede cerrarse, que está abierta, que es no-toda, perforada por la singularidad de tal o cual diente en medio de los otros y de allí de toda la boca. Esos dientes disparejos, porque no existen los “normales” parejos, está toda esa información aleatoria que nos constituye como diferentes en medio de ciertos iguales que nos destellan.
Entonces “perder un diente” por la razón que sea (con dolor por medio), ya porque te dieron un puñetazo con rabia en tu boca, ya porque te lo das tu mismo con tu neurosis autodestructiva y te lo fracturas durmiendo porque el estrés te está devorando, ya porque se te cae de viejo o porque era de leche cuando eres un niño que está creciendo, por un accidente, por una enfermedad como un cáncer, por lo que sea, te pone, mi lector, en guardia contigo mismo. “Perder un diente” es perder expresión material y en ello, a la vez, ganar expresión de otro modo, o sea, es la tensión vida-muerte propia de la vida y que de antiguo se llama en esa Grecia primigenia “Diónysos” o es “esos dientes” que pinta Velázquez en su expresión de Baco en medio de los humanos ebrios de beber vino.
Y si la vida fuera algo así como “perder un diente”, un cierto perder doloroso de algo que brilla, que ilumina, que expresa como fisonomía corporal material craneal y con esto, por tanto, se da, obviamente, una oscuridad u otra organización de esos destellos, otro tipo de secuencia, de expresión, de parpadear material; y allí mismo en esa tensión mortífera de la pérdida se afirma de otra manera una expresión que ya no es la misma, pero que en esta otra secuencia, código, nos permite construir otro modo de estar los unos con los otros. Y, en ello, este estar uno mismo siendo con otro me indica que mi fisonomía se rearticula de otro modo con esa precisa pérdida. Y así más allá del duelo, del trabajo de duelo tan propio de los psicoanalistas, lo que hay es algo más material, a saber, una rearticulación viva de la perdida como otro modo de expresar. Es un nuevo inicio que acontece, porque se caminó y pasó por el ocaso doliente de la perdida y ahora con y en ella, en esa tensión de la vida material, en su muerte se sigue con otro tipo de destellos…
Concón, 30 de junio de 2023