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Persistencia del lenguaje poético: a la huella del Canto Nuevo. Por Paquita Rivera y Alex Ibarra Peña.

En tiempos de eficacia neuroliberal hasta el lenguaje padece la peste. Pero, no olvidemos la idea de Wittgenstein -quizá el principal filósofo del siglo XX- de que el lenguaje es un juego. El juego es una sana práctica debido a que requiere del buen humor. Desde la aparente monopolización cultural a manos de la hegemonía de los dictámenes del mercado, impera el lenguaje economicista de la eficiencia. Escuálido pragmatismo apartado no sólo de la ética sino que también de la belleza, siguiendo al filósofo deberíamos estar preocupados, ya que “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Por suerte, el capitalismo salvaje todavía no se adueña de todo y el lenguaje es una de las reservas a partir de las cuales podemos seguir resistiendo.

La resistencia es política y si bien es este un tema serio, es importante no apartarnos del humor acompañado por la ironía y por una buena carga de metáforas poéticas. El Canto Nuevo comprendió bien este asunto llenándose de la vocación del trovador. Con valentía en los años de la dictadura fue capaz de generar un lenguaje provocador en medio del dolor y del temor, pero sin abandonar la alegría que provocan las emociones.

La música desde sus orígenes trae consigo una función práctica ligada a la sanación. Su fuerte capacidad expresiva puede manifestarse como un desahogo liberador. Por otra parte, las canciones pueden adquirir el carácter de “idea encarnada” para generaciones enteras, de ahí la consistente sabiduría de lo que podríamos llamar el repertorio popular, que en variadas ocasiones sobrepasa a las propias generaciones que van instalando su propio cancionero.

En el Chile hambriento de utopías fueron apareciendo distintos trovadores que finalmente se instalarían en nuestro cancionero popular. El Canto Nuevo es parte de este fenómeno que contó con la seducción de miles de jóvenes, que con guitarra en manos iban animando el opaco final de la década de los setenta y la década de los ochenta, lleno de signos de muerte que no tuvieron nunca su redención. Ese cancionero popular es el que circulaba, por ejemplo, entre los más de treinta mil lectores estimados que tuvo la revista “La Bicicleta”, instrumento contracultural a partir del cual se divulgaban los principales acordes que hacían cantar a estas generaciones y que siguen siendo cantadas por las que vinieron después.

En este cancionero popular encontramos una forma del lenguaje en el cual brota la poesía, conmoviendo con sus metáforas, donando una experiencia de belleza. Ese aprendizaje del uso del lenguaje persiste también en nuevos artistas que comienzan a destacarse desde la década de los noventa hacia delante que siguen jugando y experimentando, en la búsqueda de una expresión que dé cabida a la poesía.

El canto con-tenido o el contenido en el canto, idea reversible a la que podemos aludir con la certeza de que nos encontramos ante una pequeño tesoro no tan escondido. Basta con urgar en la historia de vida de cualquiera que ronde el medio siglo de habitar este serpenteante trozo de tierra al sur del mundo. La fogata, la peña, el café-concert de la parroquia o del club de barrio, fueron la perfecta locación para escribir la historia que la memoria emotiva no permitirá sea borrada. La guitarra fusil de Víctor Jara, la aguda y penetrante palabra cantada y tañida de Violeta Parra, son íconos imperecederos que sobrevivieron inmortales en medio de las flamas de noches cordilleranas bajo las estrellas, al abrigo de una manta de castilla y junto a un vino navegado. Y junto a ellos, fuimos testigos emocionados de la poética historia cantada de los tripulantes del Playa Girón, de aquel cuadro de mujer con sombrero de Chagall, de un Unicornio perdido o de un animal de galaxias. Así también nos vimos empapados de amor por Yolanda y sentir los olores que llenan la soledad del breve espacio del lecho vacío del abandonado. A la lumbre de aquella fogata, fuimos testigos de la historia más cercana de aquel que se preguntaba, y aun se pregunta si en verdad todo está perdido y ofrece su corazón como afirmación de que aunque no será tan fácil ni tan simple abrir el pecho y sacar el alma, definitivamente no todo está perdido. Y es imposible no viajar a nuestros lugares más sensibles al oír los acordes rasgeados junto a la inolvidable y fascinante invitación a preparar la cama para dos, y casi podemos oír las jóvenes voces llenas de esperanza, escapando del oscuro presente de los duros ochentas y noventas, coreando: churutururururuuuu…churuáaaa.

Un espacio cultural siempre atento a estas formas es el Mesón Nerudiano, por cierto que el nombre obliga, desde ahí la identidad poética de este lugar ubicado en Barrio Bellavista a los pies del cerro San Cristóbal. Es en este mismo emblemático lugar en donde cada lunes Eduardo Peralta obcecadamente realiza “Los lunes brassensianos”. Este lunes recién pasado además del anfitrión confluyeron, casi de forma totalmente azarosa, Magdalena Matthey, Flavia Bittencourt, Zeca Barreto, Mario Rojas, Luis Vera y los payadores Cecilia Astorga y Hugo González, que aportaron a una jornada notable de improvisación creativa. Noche en que Santiago tuvo un rinconcito poético vivo y lleno de amistad.

En este texto nostálgico, en cuanto es una especie de homenaje y de reconocimiento, asumimos una escritura testimonial, lo escrito es una forma de memoria. El Canto Nuevo es la posibilidad de un juego poético entre amigos que resisten a la falsa creencia de que todo está perdido.

Este lunes 13 de agosto a las 21.00 horas, en este espacio del Mesón Nerudiano (con la compañía de Eduardo Peralta y la animación poética de Luis Vera) por primera vez podremos escuchar a Álvaro Godoy, responsable de los acordes que aparecían en “La Bicicleta”, es decir aquella persona a la que le debemos tantos guitarreos de fiestas familiares y de fogateos con amigos.

Paquita Rivera. Alex Ibarra Peña.
Colectivo Música y Filosofía: desde la reflexión al sonido que palpita.

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