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Piazzolla. Nacional-cosmopolitismo. Por Mauro Salazar J.

«Para mí los afectos son devenires, que desbordan
aquél que pasa por ellos, que exceden las fuerza
aquél que pasa por ellos: eso es un afecto».
Gilles Deleuze

Los trayectos de Astor Piazzolla, si es que puede hablar de trayectos y el término no traiciona lo que se movió sin trazar línea recta, comprenden una compleja trama de enjambres entre música popular, saberes expertos y plásticas cosmopolitas. En el caso de Piazzolla, y cabría detenerse aquí, para pensar lo que esto implica, el bandoneón, en tanto órgano portátil entregado al viento, deviene en una revuelta anti-hermenéutica. Justamente habría que nombrar lo que llamaríamos una organología afectiva que atiende a los artefactos en su densidad irreductible: el bandoneón como máquina afectiva atraviesa los cuerpos sonantes sin pasar por la mediación del concepto. La organología piensa el Doble A en su densidad diagramática (sus pliegues, sus contracciones, su respiración trabajosa) como aquello que inscribe en lo audible, lo que excede toda representación, como artefacto que traza fugas, que resiste -que debe resistir- toda idealización hermenéutica. De un lado, el Doble A es la técnica como ontología y, de otro -siempre de otro-, el despliegue de una tecnología que trasciende la metafísica del significado, organizando la economía de los cuerpos mediante efectos rítmicos y sensibles, donde el bandoneón provee líneas de afecto. El instrumento en su infraestructura y soporte parlante, en su densidad material que resiste toda idealización, diagrama la experiencia de la danza desde la semántica del fuelle —desde ese materialismo sensitivo que atiende a lo que vibra, a lo que respira, a lo que se contrae—, y no desde el axioma de adjuntar baile y letra (significado). Esto guarda un parecido de familia con la «Escuela de Berlín», por cuanto el diálogo con el materialismo mediático alemán (Kittler).

En suma, cabe destacar la renuncia incondicional al «positivismo histórico» y un diálogo fluido entre estéticas modernizantes con los límites masivos y audibles del género. Toda esta traza —traza nómade, siempre nómade— sin abjurar de los timbres expresivos del desarraigo en la ejecución: rubatto (libertad rítmica), canyengue (efectos percusivos), swing (Jazz), mugre (percusión sucia) y sudor (esfuerzo físico con el bandoneón). El nomadismo de los lenguajes musicales es un itinerario de la desterritorialización que evita —que debe evitar— el colonialismo estético de una modernidad centrada en experiencias homogéneas (orquestas modernizantes) en la región.

La migración frente a la hostilidad geográfica es la punta de lanza para una economía de los desplazamientos contables, o bien, un principio de organización centrado en relaciones de propiedad que recaen en la soberanía estatal. El nomadismo en Piazzolla —líneas de fuga, siempre líneas de fuga— desafía tal soberanía y sus aparatos de captura (territorialización de la «orquesta típica» y codificaciones del compás). La alteridad como interludio o movimiento transfronterizo nunca proviene de un afuera, sino de un devenir estepa, desierto, o un mar que rechaza toda «figura englobante». El nómade, como raza singular e intermezzo, desafía la religión estatal que logra cartografiar al migrante mediante un dispositivo de normatividad territorial. En cambio, y aquí la diferencia decisiva, el des-enraizamiento trata de evitar el sedentarismo en un territorio abierto donde la estepa o el desierto crecen, donde el nómade se mueve, pero está sentado, sólo está sentado cuando se mueve. En nuestro caso —el caso argentino, habría que decir, el destino argentino— ello se trasluce en la potencia de los «éxodos sucios» que tuvieron lugar durante el siglo XIX en la Argentina donde la alteridad inamovible de una topografía marca creativamente los registros fronterizos del pos-tango. Tal metáfora, que no se agota en lo empírico-geográfico, nos permite identificar la conexión entre las circunstancias biográficas de Astor Pantaleón (1921-1992) y los domicilios discontinuos del género —domicilios que nunca fueron domicilios, moradas que fueron siempre des-moradas—. Desde el tango orillero hasta la fusión experimental del tango mundo, todo discurre en una yuxtaposición de modernidades sin sutura —sin sutura posible, sin síntesis dialéctica que venga a reconciliar lo irreconciliable—. Los procesos de desterritorialización de la «modernidad tardía» como ruptura espacio-temporal y la especificidad de su producción musical como nudo central de esta relación de idas y vueltas con la industria cultural. La fusión de música erudito-popular (de Gardel a Troilo, de Bach a Stravinski, de De Caro a Ginastera) y el tango como «folklore de la plata» se constituyen como pilares fundamentales de su estilo, donde —a modo de tribu rebelde en el desierto de la hegemonía gardeliana— los procedimientos de la música europea se acoplan con la raíz nómade del tango en tiempos de circulación transnacional de la cultura. Y así —siempre así, como si no pudiera ser de otro modo—, el pathos de Piazzolla pasa a ser reconocido como una música de fusión y polisemia, donde conviven la intensidad del barroco, el rock y el jazz (Gerry Mulligan) y una porteñidad irreductible que se arrastra hasta los últimos años con la incorporación de Gerardo Gandini. Piazzolla, pese a las «contradicciones» que padecía en los años 40’ con la canónica tanguera, consigue establecer un lenguaje homogéneo sobre elementos dispares, rebeldes, y la fusión de recursos que no pertenecen a un mismo estilo contribuyen a la constitución de su compleja identidad centrada en «heterogeneidades multitemporales». Al riesgo —y el riesgo es constitutivo— de que ello se deslice, en una «obsesión narcisista por la discontinuidad», promoviendo nuevos bienes simbólicos.

Con todo, el «nomadismo» que proporcionó el conocimiento y la hibridez de estos elementos en su identidad estilística intensifica el mestizaje entre lo culto y lo popular. Más que ruptura inicial —aunque ello sí fue parte de la discusión parroquial entre la guardia vieja y la generación síncopa— en su textualidad abunda una «economía política del deseo». La materia prima erotizada que supo reconocer el multiculturalismo continental no supera (aunque tensiona radicalmente) las intersecciones entre tradición y modernidades regionales.

Más allá del anecdotario, de las bondades estéticas —si es que hay bondades, si es que la estética no es siempre campo de batalla—, la heterogeneidad de la modernidad latinoamericana comprende la pluralización, segmentación y especialización de la producción, transmisión y consumo de bienes simbólicos. Con todo, la pregunta primordial sigue en vilo —siempre en vilo, como toda pregunta que importa—. Pese a los descentramientos culturales que comprende el ethos de Piazzolla, ¿en qué momento el vintage agravó el mercado orillero («macondismo nostálgico») y se consagró a explotar sus raíces vernáculas en el factoring de los consumos globales? ¿Qué grieta no advertimos entre la «revolución Piazzolleana» (la «modernización» segmentada y diferencial en el mercado internacional de lo simbólico) y aquella transformación de timbres que invoca Horacio Ferrer, ¿dónde se extravió aquella traza que se levanta desde la dimensión rítmica del Sexteto de Julio de Caro en los años 30’, la encomiable tarea de tres bandoneones: Pedro Maffia, Pedro Laurenz y Aníbal Troilo; el piano de Orlando Goñi, Elvino Vardaro, el violín de Alfredo Gobbi; la influencia de Osvaldo Pugliese y de los contrabajistas, especialmente de Kicho Díaz? ¿Qué sucedió entre el violín de Agri (años 60/70) y la innovación de Suarez Paz (80’) que no se deja escuchar ni de lejos en la propuesta contestataria-conservadora de los Fernández Fierro? Dada la experimentalidad que comprenden las diversas capas migratorias de su ritmicidad, ya sea por la fuga barroca de Bach y el jazz, o bien, por sus héroes, Stravinsky y Bartók —sin olvidar tiempos formativos junto a Nadia Boulanger y Alberto Ginastera. No basta con sostener que una porteñidad abierta a la alteridad de mundos posibles, fue capturada por la globalización confinando al tango a «ecualizar lo exótico», sin ofertar una nueva expresión creativa del género. En este movimiento —movimiento trágico, habría que decir— todas las «estéticas vagabundas» fueron recreadas por un mercado swing que obligó al género a resemantizar sus raíces dialectales, al precio de hurgar en hebras conservadoras de consumo y reciclaje (años 90’ y 2000’).

Y entonces —como si el tiempo no bastara para redimir la fractura—, el nacional cosmopolitismo de Piazzolla, se nos aparece no como género, sino como pregunta: ¿qué queda cuando lo que queda ya no es lo que fue? La «impureza salvaje» se vuelve gesto de resistencia, el oído se afina no para escuchar lo que suena, sino para presentir lo que aún no ha sido dicho. Un cuerpo sonoro que se desliza entre lo local y lo global, entre el salón y la sala no ha muerto, sino que ha sido desplazado, como si la mundialización no lo hubiera «enlodado», sino repuesto hacia una «porteñidad abierta» que aún busca formas. Y así, siempre así, como si no pudiera ser de otro modo, lo que persiste no es el ritmo, ni la melodía, ni siquiera la nostalgia, sino esa pregunta sin respuesta que el Bandoneón deja vibrando en el aire, ¿cómo habitar lo propio sin clausurar lo otro?

♪ Fine ♪

Dr. Mauro Salazar J.

UFRO/La Sapienza

Ensayo de Vardarito - Astor Piazzolla y su Conjunto 9 - Teatro Colón (1983) - HD

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