En Chile el sufragio es obligatorio y la ley contempla fuertes multas a los que no concurran a votar sin una excusa valedera. Por lo mismo, todos reconocen que la alta concurrencia a las urnas no refleja necesariamente el entusiasmo o “el alto espíritu cívico” de la población. Más que en otras oportunidades las dos opciones planteadas en el plebiscito constituyente forzaban el voto a decidir por una carta magna derivada de la amplia mayoría derechista que se impuso en el último Consejo Constitucional o por mantenerle vigencia a la Constitución heredada de la dictadura pinochetista remozada ligeramente por los gobiernos de la Concertación.
Ello, como consecuencia del contundente rechazo electoral al texto que había sido elaborado por la centro izquierda partidaria que apoya a Gabriel Boric en el proceso constitucional que, a decir verdad, más que rechazar su propuesta, sirvió para expresar el descontento popular respecto del actual Gobierno.
Dos años de una ríspida controversia política que ha llevado al país a un alto desinterés por su futuro institucional, como también a un desprecio generalizado a la llamada “clase política”, que en estos dos sucesivos procesos constituyentes ha postergado la ejecución de las leyes y reformas económico sociales más demandadas por los chilenos, en medio de lo que se reconoce como una estanflación y una crisis en que se ha evidenciado, además, la incapacidad de sus autoridades en encarar la creciente delincuencia y la consolidación del crimen organizado que asola al país de norte a sur.
Parece increíble o estúpido, pero los chilenos no tuvimos más opción que elegir esta vez entre dos males parecidos, es decir entre el legado constitucional pinochetista de 1980 y la propuesta determinada por los sectores más ultras de quienes apoyaron aquella dictadura. Bien representada, pese a sus matices de diferencia, por Renovación Nacional, la UDI, el Partido Republicano y otros referentes recién escindidos de las agrupaciones oficialistas.
De allí que resulte interesante, esta vez, considerar el número de los que dejaron en blanco o anularon su voto, además de esos cientos de miles que se excusaron de sufragar por encontrarse a más de 150 kilómetros de sus recintos electorales. Seguramente porque la suma de estos potenciales sufragios y excusas impiden que los que ganaron el Plebiscito constituyan más de la mayoría absoluta que debiera legitimar el resultado electoral, cuando hay solo dos opciones. De esta manera, contar solo los “votos válidamente emitidos” puede tergiversar de nuevo la verdadera voluntad ciudadana.
También sería equivocado que la opción triunfadora del “en contra” deba interpretarse como un apoyo automático de la Constitución de la Dictadura, cuando entre estos votos se asegura que la mayoría quería una nueva Carta Magna, lo que por más de cuatro décadas propiciaron. Lo que es cierto, aunque de verdad entre ellos también hay quienes terminaron encantándose con el ideario de la Dictadura, especialmente con su modelo neoliberal. Apoyando, como la ex presidenta Bachelet, un texto “menos malo” ante uno “pésimo”, como la otra versión que se plebiscitó.
Votándolo a favor, dandole bochornosa continuidad a lo que tanto impugnaron. ¡Vaya paradoja!
Así como también está claro que muchos de los que terminaron apoyando la llamada “kastconstitución” (en relación al líder más visible de la derecha), lo hicieron solo para repudiar a La Moneda, a lo que estiman el fracaso de la izquierda gobernante. Y, en realidad, poco o nada de tiempo le dedicaron a estudiar la propuesta sino más bien dejarse influir por la propaganda del “apruebo” que puso más énfasis en denostar a La Moneda que defender su texto constitucional que resultara perdedor. Perdedor.
En síntesis, lo que se puede deducir de los resultados del Plebiscito es el fracaso general de toda la clase dirigente, como su incapacidad de ofrecerle al país una nueva Constitución ampliamente respaldada por el pueblo soberano, como en realidad debiera ser lo deseable. Todo un largo y un oneroso ir y venir de políticos y expertos que distrajeron al Parlamento y al mismo Ejecutivo de las tareas que deben cumplir para satisfacer las más sentidas demandas del pueblo, sin que de los resultados de las urnas pueda colegirse un rotundo apoyo ciudadano en favor del orden institucional aprobado. A pesar de que prácticamente nadie se atreve a sugerir, por ahora, un tercer capítulo constituyente, reconociendo que en el país existe una decepción generalizada tanto del Gobierno como de la Oposición. Así como el deseo de que se acometan, por fin, las prometidas y postergadas reformas a los sistemas tributario y previsional, como a los severos trastornos en materia de salud y educación.
Un desencanto social enorme, además, por tantos delitos que comprometen desde los empresarios más inescrupulosos hasta aquellos militantes de izquierda que acaban de asaltar las arcas fiscales, apropiándose en beneficio propio de millonarios recursos destinados a solucionar los problemas habitacionales de los más pobres del país. En escándalos que representan montos por sobre todas las evasiones tributarias, cohechos, sobornos, financiamiento ilegal de la política y otras transgresiones conocidas en nuestra historia. Y que ahora nos hacen competir con los países más corruptos del mundo.
Bueno sería, al menos, que se propiciarse una nueva reforma al sistema electoral en que los escrutinios tuvieran en cuenta a los que marcan preferencias como también las posiciones de los que optan por, anular el sufragio o dejarlo en blanco. Especialmente, cuando los caminos que se le se presentan en las papeletas son todos conducentes a afianzar el gobierno de los mismos. Bajo una oligarquía en que el fantasma de Pinochet sigue marcando trágicamente omnipresencia por más de tres décadas.