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Plebiscito: ¿Qué la gente decida? Por César Ojeda

En la elección presidencial pasada, por primera vez en mi vida, no voté. Raro. Es que en el fondo deseaba que ganara Sebastián Piñera. Pero no se apresuren. Yo no era partidario de su candidatura o de la coalición que lo apoyaba. Pensé que al no votar era posible que él y su grupo llegaran al gobierno. Me asistía la convicción de que, en un par de años, ambos mostrarían la ineptitud de sus capacidades reales, lo que impediría que gobernantes de ese tipo llegaran al “poder” en los próximos cincuenta años. La idea de ser mejor que otros, de ser verdaderos demócratas, de tener habilidades de las que los demás carecen, de ser “muy” inteligentes, de tener una ideología insuperable con valores religiosos superlativos y otras fantasías omnipotentes era, a mi entender, el climax necesario de la ilusión democrática sostenida durante los treinta años anteriores. Las democracias ilusorias, antes o después, generan grandes crisis sociales. Es discutible que la historia tenga leyes universales, pero lo que sí está claro es que las sociedades humanas poseen una capacidad de adaptación notable. Las comunidades humanas se adaptan a tiranías, dictaduras, oligocracias, abusos y genocidios. Con dificultad, miedo, penurias, impotencia y desgarros brutales, pero se adaptan. Igual que el olfato se adapta a los olores hasta dejar de sentirlos, la sensibilidad social se anestesia frente a las aberraciones políticas más esacolofriantes. Con mayor razón lo hace ante un orden jurídico camuflado de una “democracia representativa”. La Constitución Política del Estado actual, de la cual el Tribunal Constitucional no es más que su guardia pretoriana, lucía para muchos como “tolerable”, y bajo esa ligereza, la tiranía de la minoría “aristocrática” se hacía menos evidente.

Pero las adaptaciones no son eternas. En octubre de 2019, después de un largo período de aparente calma, y por un evento que parecía un detalle, se produjo una toma de conciencia masiva acerca de los abusos sistemáticos y descarados ejercidos sobre las personas que habitan Chile. Ese estímulo hizo el efecto de “llave”, que calzó y abrió la puerta-fortaleza dominante que se concebía a sí misma como invulnerable. El alzamiento social, de dimensiones colosales, acorraló al gobierno y a los partidos políticos parlamentarios, y les recordó lo que es sentirse vulnerables y tener miedo. Entonces, en una noche confusa, como la que se cuenta vivió el Buda al revelársele las Cuatro Nobles Verdades, llegaron a un “acuerdo” para controlar el desborde social. Pero, ese acuerdo partía de una muletilla política: se transaba entre ellos un plebiscito constitucional, a cambio de “la paz”, como si esta última fuera algo sobre el que algunos de los allí reunidos tuviese el control. Sin embargo, al despuntar el alba, el sentido de realidad apareció con su despiadada claridad. Así, comprobaron que el salpicón político-culinario les había quedado mal preparado, pues los obligaba de verdad a hacer decidir a la ciudadanía acerca del corazón del sistema político chileno, y que los demócratas amantes de las dictaduras propias, y los demócratas a “la medida de lo posible”, habían transado un acuerdo girando sobre fondos ajenos.

Entonces esa misma mañana se despertaron prejuicios muy antiguos y en apariencia oxidados: ¿acaso saben las personas analfabetas, inquilinos, esclavos, mujeres y personas sin patrimonio destacado, lo que les conviene? ¿No es por “el bien” de todos ellos, que deben gobernar las castas aristocráticas? Así pensaban las oligarquias hasta hace muy poco. No obstante, no es necesaria una terapia de largo alcance para comprobar que, más sutilmente, lo siguen pensando hasta hoy. ¿Van a redactar una nueva Constitución Política los lideres sindicales del Partido Comunista, los izquierdistas infantiles, las dueñas de casa? Alguno dijo con desprecio: ¿los Florcitas Motudas?

Comprobada la equivocación en la receta de aquella noche aciaga, empezaron las trampas. La primera ya estaba en el “acuerdo”. Los artículos constitucionales que se propusieran por la Comisión Constituyente, podían ser vetados por una minoría de un tercio más uno de sus miembros. Eso significaba que, a través de un bloqueo y neteo recíproco (tipo IVA), podría ocurrir que los convencionales no lograran que ni un solo artículo relevante sobreviviera y pasara al texto constitucional. Es decir, la constitución sería, ahora sí, una hoja en blanco. La segunda fue un invento leguleyo: la aprobación final en un plebiscito de salida, también podía ser vetada por un tercio más uno de los votos, con lo cual, se volvía a la constitución anterior. O sea, aquí no ha pasado nada. Dada la tosquedad grosera del argumento y teniendo la certeza de que la mayoría de los votantes lo haría por la opción “Apruebo”, se inició entonces, por los más asustadizos, una búsqueda de apoyos en las ya ingrávidas estructuras políticas (parlamento y partidos) para trabajar por el único camino que quedaba: que en el plebiscito, sí o sí, ganara la opción no (Rechazo).

Al menos en esta lucha entre síes y nóes se estaba en un terreno, arcaico, pero conocido. ¿Cómo hacerlo? Les vino a la memoria el perenne argumento de los dominadores de toda la historia humana: sembrar el “terror”. Asolar a poblados y siervos. Concluyeron que no había otro camino para ellos, pero esta vez sin sables ni rockets, pues las fuerzas armadas“no están en guerra”. Entonces recogieron viejas notas de libretas de hace cuarenta años y se lanzaron al ataque bajo el vuelo de los megáfonos de los medios de comunicación convencionales: ¡si se aprueba el Plebiscito, el país caerá en un acantilado, en el caos, en la anomia, en el terrorismo sin límites, en el fuego del infierno, en la undécima plaga de Egipto: ya se sabe, junto a sangre, ranas, piojos, pestes, moscas, úlceras, lluvia de granizo y fuego, langostas, tinieblas, y así hasta diez, la nueva será: “el estatismo marxista-leninista-estalinista-castrista-chavista- madurista-orteguista… y capaz que troskysta”!

Pero, ya nadie le teme al “cuco”. Yo creo que el cuidadano común sabe que el camino de salida real es conseguir una aprobación masiva, contundente e inequívoca de las opción “Apruebo”. A partir de allí, en la elección de los constituyentes, exigir a sus congéneres no votar por ningún partido o coalición que hubiese hecho campaña por el Rechazo. Así, de verdad, se podía hacer una nueva Constitución de tono socialdemócrata, con lo que el veto y la tiranía de las minorías se desharía como mono de nieve en el desierto.

Y resta un punto muy importante: la violencia. Efectivamente, la violencia tiene una gradiente: desde el indignado hasta el delicuente común. Es cierto que hay zonas confusas entre medio, pero en lo esencial son cosas diferentes. La indignación y la rebeldía son políticas, se refieren a los modos de convivencia social, y están dirigidas contra otros seres humanos, especialmente contra las aristocracias dominantes. La represión es también política. La delincuencia, en cambio, es endémica, y en Chile muy antigua como en todo el mundo, pero su objetivo no es político, sino atávico: robar y saquear bienes transables. Nada personal, nada ideológico. Cuando el tejido social está herido por una crisis política, puede infectarse con los gérmenes oportunistas de la delincuencia, que siempre están ahí, a la espera para desarrollarse y crecer. Sin embargo, es muy torpe confundir la herida con la infección.

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