En las discusiones contemporáneas sobre populismo se suele posicionar este concepto en dos polos antagónicos. Por una parte, hay quienes acusan un uso del pueblo para los fines de una política caudillista. Por otra, se considera el populismo como el reconocimiento de la soberanía popular. La pregunta que surge entonces es: ¿Con qué concepción de populismo debe comprometerse la democracia del futuro?”.
En primer lugar, me gustaría señalar que la disputa por el concepto central en discusión va mucho más allá de los dos elementos que plantea el enunciado que antecede a la pregunta. En este sentido, el concepto de populismo trasciende la dicotomía “política caudillista” y “reconocimiento de la soberanía popular” y contiene una variedad de elementos que hacen bastante compleja la respuesta a la pregunta sobre qué concepción de populismo podrían ser consistente con la democracia del futuro. Dado lo anterior, es bueno precisar algunos usos que se encuentran en la literatura reciente sobre el tema.
Siguiendo a Cas Mudde y Cristóbal Roivira es posible sostener que el populismo es una ideología delgada que resulta de la mezcla de muchas cosas, entre ellas ideologías más fuertes como el socialismo y el fascismo, y que considera a la sociedad dividida en dos grupos antagónicos: el pueblo puro y la élite corrupta. Sostiene que la política debe ser la expresión de la voluntad general del pueblo. Por otra parte, María Esperanza Casullo en ¿Por qué funciona el populismo? indicó al menos cuatro usos de este concepto, a saber, una manera de hacer política; una forma de discurso; una narrativa política performativa y una forma de acumular poder por parte de un líder. Finalmente, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau han defendido al populismo como una estrategia discursiva de construcción de una frontera política que divide a la sociedad en dos campos: los de abajo y aquellos en el poder. No constituiría una ideología ya que no tiene un contenido programático específico.
Ahora bien, quizás de todos los elementos que caracterizan a las diferentes formas en las que el populismo se ha manifestado, tanto en América Latina como en Europa, es la existencia de un grupo que pretende representar los intereses del pueblo frente a lo que se denomina el establishment. Este grupo de poder suele estar representado por una clase política que o bien ha realizado acciones corruptas y/o no ha sido capaz de atender a las reclamaciones de los afectados. Por ejemplo, se acusa al establishment de beneficiar a los inmigrantes entregándoles subsidios, o incluso ciertos derechos sociales, a quienes no son parte originaria del pueblo. Al mismo tiempo, se le acusa de no ser sensible a necesidades materiales de los más desaventajados y ser ciegos a las urgencias de las personas más empobrecidas.
Si bien estos casos son ejemplos paradigmáticos de un populismo de derecha y de izquierda, en ambos casos se muestra la necesidad de marcar una diferencia entre un nosotros y ellos. De hecho, para varios autores esta tensión agonista maniquea bebe de las ideas iliberales de Carl Schmitt en el sentido de marcar la tensión entre amigos y enemigos. Dicha tensión contrasta abiertamente con los intentos de Habermas y Rawls quienes entienden el terreno de la política como uno en el cual es posible y deseable lograr acuerdos.
Por ejemplo Mouffe en El retorno de lo político sostuvo que no hay política mientras la sociedad no se escinda en facciones irreconciliables; sobre todo, no hay política allí donde creen encontrarla otras tradiciones, como el liberalismo o el republicanismo, en las cuales los procesos deliberativos buscan una solución dialogada, consensuada y pacífica de las diferencias políticas. Más aún, los neoschmittianos desprecian la idea de que las diferencias políticas pueden resolverse mediante el diálogo, y ven en este enfoque sólo un medio de neutralización de lo político, quizás bajo la creencia de que esta forma de lograr acuerdos es un resabio de las lógicas del bargaining game, propias del mercado.
En esta búsqueda de extremar las diferencias, las distintas formas contemporáneas de populismo han necesitado, en palabras de Mouffe, la construcción de un pueblo. Una de las principales razones de esta necesidad descansa en las actuales condiciones sociales de diversidad y pluralidad que hacen cada vez más difícil identificar quién es el pueblo al que el populismo le habla y dice representar. En este sentido, parece más bien que es un pueblo con apellido, para no decir abiertamente un grupo de interés cuyas demandas, en palabras de Honneth, muchas veces han debido “pasar por el filtro de la esfera pública burguesa”, por lo que no ofrecen una adecuada imagen de las experiencias cotidianas de injusticia.
Una de las posibles razones históricas de lo anterior es que, a diferencia de lo que ocurre actualmente, en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial las políticas públicas de la gran mayoría de las sociedades de occidente se caracterizaron por un consenso social democrático que les permitió cierta estabilidad a partir de determinados rasgos comunes. El primero de estos rasgos fue su carácter liberal, en el sentido de que sus constituciones protegían las libertades y derechos básicos de los ciudadanos. Asimismo, dichas sociedades eran democráticas en virtud de que las personas podían votar por quienes representaban sus intereses y los promovieran a nivel legislativo.
Muchas de estas sociedades eran también democracias sociales que estaban preocupadas por la redistribución de los ingresos y salarios, los beneficios sociales y la economía planificada. Finalmente, dichas sociedades se basaban en el supuesto de que las naciones y los estados deberían coincidir y, por tanto, cada nación debía estar gobernada por una única autoridad política.
Como fruto de lo anterior, en tales sociedades la identidad de los y las ciudadanas se encontraba fuertemente definida por su pertenencia a una determinada clase social, grupo de producción u ocupación. Este sentido de identidad llevaba a las personas a confluir en determinados partidos políticos cuyos manifiestos representaban, entre otras cosas, su interés de clase. Piénsese por ejemplo en el Partido Socialista Obrero Español o en el Labour Party, cuyo trasfondo histórico ha sido espléndidamente narrado por Selina Todd en su libro The People: The Rise and Fall of the Working Class donde sostuvo: “Fue también en este siglo –y en concreto durante y después de la Segunda Guerra Mundial– cuando la clase trabajadora se convirtió en "el pueblo", cuyos intereses eran sinónimo de los de la propia Gran Bretaña”.
En una línea de argumentación similar en Por un populismo de izquierda –particularmente en el capítulo titulado “Para aprender del Tatcherismo”– Chantal Mouffe fue bastante crítica con el laborismo por lo que ella denominó su política corporativista y sus dificultades para “incorporar las críticas formuladas por los nuevos movimientos sociales, cuyas demandas democráticas era esencial articular junto con las de la clase trabajadora (…) lamentablemente, el partido laborista, prisionero de su visión economicista y esencialista, fue incapaz de entender la necesidad de una política hegemónica y se aferró a una defensa anticuada de sus posturas tradicionales”.
Como resultado del paulatino colapso del consenso político, la experiencia de los ciudadanos fue cambiando también de manera gradual. Ya a finales de la década de los sesenta la identidad de los ciudadanos se identificaba cada vez menos con su grupo o clase social que con ciertos movimientos sociales. La razón de lo anterior fue que estos movimientos representaban de mejor manera sus intereses y, además, se organizaban en torno a demandas mucho más específicas con las que era fácil identificarse.
En este sentido, los nuevos partidos políticos de carácter populista, principalmente desde la izquierda, abrazaron estas reclamaciones y las incluyeron como sus propuestas programáticas más relevantes en el ámbito del terreno político. Dos ejemplos emblemáticos de esta situación fueron el partido Podemos en España y la conformación del Frente Amplio en Chile. En ambos casos el argumento que hay detrás es la radicalización de la democracia, radicalización que implica la incorporación de las demandas de una gran variedad de grupos desaventajados, entendiendo por desventaja algo que trasciende la condición económica de clase. Como es sabido, el trasfondo teórico o ideológico de ambas formaciones políticas descansa en los trabajos académicos de Laclau y Mouffe, principalmente en un trabajo de fines de los 80´titulado Hegemonía y estrategia socialista y en La Razón Populista de 2005, en los que identificaban como desafío central de la izquierda el reconocimiento de los nuevos movimientos sociales y la necesidad de articular dichas demandas con las demandas tradicionales de los trabajadores. Fue la propia Mouffe en su libro Por un populismo de izquierda quien sostuvo que en la actualidad se había avanzado de manera significativa en el reconocimiento y la legitimación de esos reclamos y muchos habían sido integrados en la agenda de la izquierda, refiriéndose particularmente a la inclusión de las demandas de los grupos desaventajados al interior de los nuevos movimientos sociales.
Pero ella en el mismo libro sostuvo que “podría afirmarse que la situación actual es opuesta a la que criticamos hace treinta años, y que hoy son las demandas de la clase trabajadora las más desatendidas”.
Todo lo anterior me lleva a pensar en que cualquier concepción de populismo que pretenda ser fiel a los intereses de una sociedad democrática debe atender primordialmente a las demandas de la clase trabajadora. La razón de lo anterior es que una noción robusta de pueblo no puede descansar en una forma elitista, y hasta cierto punto mercantil, de las demandas de los grupos desaventajados, en otras palabras, no puede descansar en un populismo boutique. En este sentido, quiero reiterar las palabras de Axel Honneth y recalcar la necesidad de que las diferentes formas de populismo oigan las demandas no sólo de aquellos grupos que han podido sortear la esfera pública burguesa. Solo de ese modo podríamos evitar la dificultad de tener un populismo sin pueblo.
Prof. Pablo Aguayo Westwood
Facultad de Derecho, Facultad de Filosofía
Universidad de Chile