El reciente debate sobre la pertinencia del Laboratorio de Estudios sobre Violencia Institucional y un Taller de formación financiado por Fondecyt Regular de Anid, deja entrever la dificultad de una parte de la sociedad chilena, para comprender cuales son los desafíos actuales de las ciencias básicas y en especial las ciencias sociales.
La historia de las ciencias sociales en Latinoamérica enseña que no podemos hablar de sus desafíos y compromisos, si no se asume el complejo entramado de las estructuras y poderes en los que se inserta. Para articular los saberes de los intelectuales al devenir de nuestras sociedades hay que saber con qué campos de intereses y culturas tendremos que vérnosla. Pero, sobre todo, con que saberes otros, la ciencia deberá dialogar. Hasta hoy día el resguardo institucional del saber legítimo se ejerce circunscribiendo sus objetos y métodos al orden de las disciplinas según especialización del conocimiento científico. Es esta compartimentación disciplinar la que da forma al diseño institucional de las universidades y sus diseños curriculares e investigativos; permaneciendo así, ajenas a las evidencias socioculturales que indican que las fronteras del saber se extienden más allá de las aulas y esos saberes también exigen tener voz.
Para quienes hacemos ciencia, es de toda evidencia que las experiencias del conocimiento siempre implican el enfrentamiento entre saberes: Los saberes de las disciplinas, de los archivos, de la escritura científica– tradicionalmente encerrados en las bibliotecas y aulas universitarias - y los saberes que nacen de las prácticas concretas, cotidianas, rituales, corporalizadas, que circulan más allá o más acá de dichas aulas. Construir el diálogo entre las ciencias y los otros saberes ciertamente exige poder romper la violencia simbólica de la comunicación entre saberes que se ignoran. De lo que se trata, no es de simple interdisciplinariedad, sino de co-construir saberes, objetos, sujetos, situaciones y campos de realidad aún desconocidos por unos y otros. Pensar el modo en que el saber científico pueda hoy conectarse con la sociedad y su diversidad, pasa por la pregunta por atravesar los límites de su saber, multiplicando los vínculos con los saberes locales y en movimiento. La defensa de esta heterogeneidad de saberes supone un modelo de conocimiento, capaz de interrogar sus propias convenciones discursivas y cientificistas. La experiencia y la práctica encarnada en cuerpos y cotidianidades adquiere así valor como construcción epistemológica. Para que ello ocurra se requiere ciertamente revisar los protocolos del discurso naturalizado de la coherencia científica y positivista.
Históricamente, las ciencias sociales se han pensado en la definición de problemas aplicados a la resolución de preguntas que a la sociedad le preocupan. Es la diferencia entre una ciencia básica y una ciencia aplicada, siendo la primera, la base de la construcción de saberes que luego tendrán su alcance aplicado. Pero una ciencia social colaborativa es algo que no ha estado presente de la misma manera y no goza de la misma legitimidad al interior de la sociedad. Tradicionalmente ha existido colaboración entre las universidades y las comunidades, en la investigación base, en la ayuda en la formación de comunidades, en la búsqueda de recursos para la acción sociopolítica. La pregunta hoy, sin embargo, es como avanzar hacia una ciencia comprometida con los saberes otros, esos que por largo tiempo se encuban en las comunidades; como fortalecer esos lazos, ya no sólo unilateralmente, sino que esos lazos sean de mutua reciprocidad en la perspectiva de una co-producción de conocimiento.
Preguntarse por la relación entre la ciencia y su entorno es un tema complejo por varias razones. La primera es que la pregunta por el saber y por la axiología de la ciencia, nace justamente cuando la ciencia observa las consecuencias (a veces nefastas) de su producción de conocimiento. La cuestión ética y de cuestionamiento a sus propios saberes, adquiere toda su fuerza cuando los estragos sobre las comunidades estudiadas comienzan a observarse (Richards, 1995). La segunda complejidad de esta pregunta reside en el hecho que nos obliga a releer y revisar el quehacer científico en su totalidad y no solo en sus resultados. Es decir, el cuestionamiento y la respuesta a los problemas generados por la investigación científica, necesita incorporar el análisis del proceso investigativo completo. Y es aquí, justamente, donde los supuestos de objetividad de la ciencia tienden a estrellarse con la evidencia de que los criterios del saber, como asimismo los criterios éticos pueden ser muy distintos según los contextos y los tiempos históricos desde donde se levanten. La diversidad de contextos de producción de saberes nos deja en evidencia también, que el ethos del científico social siempre tendrá que vérselas con otros ethos y otras éticas. Una axiología de la ciencia social, por esencia deberá saber dialogar con esas otras axiologías de saberes y haceres. En este sentido, más que verdades, del quehacer científico y en especial de las ciencias sociales, se demandan perspectivas para comprender las formas en que hemos estructurado nuestros conocimientos y como ellos alteran nuestra convivencia (Hirsch, 2004; Roig, 2007).
Plantear la responsabilidad de la ciencia es hacerse cargo de ese desafío ético del respeto a las muchas verdades. La verdad o las verdades son patrimonio de todos los seres humanos; compatibilizar el rigor científico con la transparencia y la responsabilidad ética con dichas verdades es un desafío. Para las ciencias sociales en su conjunto, esto es especialmente relevante por cuanto su objeto de estudio son justamente las sociedades y el método obliga a desarrollar relaciones próximas con personas. La discusión ética parte de la premisa que la generación y uso apropiado del conocimiento de y desde las comunidades posee como fin el resguardo y respeto de las culturas. Pero también se reconoce que la generación del conocimiento social es un proceso que se vale de perspectivas diferentes y en constante cambio.
El sueño positivista de una perfecta inocencia epistemológica enmascara el hecho de que la diferencia no es entre la ciencia que efectúa una construcción y la que no lo hace, sino entre la que lo hace sin saberlo y la que, sabiéndolo, se esfuerza por conocer y dominar lo más completamente posible sus actos y los efectos que estos producen. Si hasta no hace mucho, a las ciencias sociales no le cabía duda de que era el científico quien definía esa verdad y esa autoridad; hoy dicha “autoridad científica” no se sostiene ni legítima en términos epistémicos y axiológicos si no se amarra a una verdad compartida. Las discusiones actuales en el campo de las ciencias sociales exigen partir de la base de una ontología que se niega a separar y a oponer objeto y sujeto. Los laboratorios, las escuelas, los espacios colaborativos, de encuentro, difusión y extensión se orientan justamente a señalar que los resultados de la investigación y el conocimiento científico pertenecen a todos, por ende, los cientistas sociales son responsables pública y políticamente del conocimiento generado. El desafío hoy es avanzar hacia una ciencia colaborativa para la comprensión de estos profundos (des)encuentros al interior de nuestra sociedad.
Francisca Márquez
Antropóloga