“De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad! (…) A Egaña que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones legales. Que la Ley la hace uno procediendo con honradez y sin espíritu de favor. A los tontos les caerá bien la defensa del delincuente; a mí me parece mal el que se les pueda amparar en nombre de esa Constitución (…)”
Cartas personales de Diego Portales.
Las ambiciones corporativas que la oligarquía chilena imprimió tras el discurso emancipador de la Patria Vieja y los efectos de exclusión que ello comprendió para el mundo popular, quedaron encarnados hasta el 1900. El patriciado criollo se alzó –en un cuasi complot- a raíz del fortalecimiento de los vínculos entre el mundo popular y el gobernador de turno, toda vez que Antonio García Carrasco habría preservado un “saludable” pacto colonial con los distintos grupos sociales, escenario que dista mucho de los típicos diagnósticos acerca de la agresividad imperial
La derogación de la Monarquía Española, su abrupto final encarnado en la figura del Gobernador (Antonio García Carrasco), nos revela una opción política protagonizada por un grupo elitario de chilenos con el fin de legitimar su linaje luego de la acefalía del trono español. Aquí se entremezclan oportunidades -oportunismos- que fueron direccionados en medio de coyunturas zigzagueantes. De un lado, la consabida conquista Napoleónica y la detención del Rey Fernando VII y, de otro, el temor del patriciado criollo a perder los privilegios materiales y nobiliarios alcanzados hacia fines del siglo XVIII. Más allá de la confluencia de factores internos y externos se trata de una exclusión del actor socio-popular que el trabajo interroga a lo largo de toda su exposición –para ello se sirve de diversas fuentes históricas y referencias jurídicas-. El hito de la independencia está manchado desde un acto de exclusión que pudo perpetuar el régimen colonial de estratificación -pero esta vez bajo el ropaje de un discurso autonomista. El desprecio hacia la plebs llevó al ‘vecindario noble’ de la ciudad a cometer un grave error político al excluir a los representantes del bajo pueblo en su congreso. El patriciado criollo no solo actúo de un modo sanguinario, sino que al mismo tiempo desconoció una tradición política que, por más de dos siglos, fue escenificado en los parlamentos fronterizos, consistente en la elaboración de un diálogo político entre los principales grupos sociales para asegurar la gobernabilidad.
El análisis de expedientes judiciales aporta una enorme cantidad de información factual, extractos de discursos políticos y testimonios sociales, que incluyen notas de autoridades e intelectuales del período, caudillos y "sujetos populares". Cabe consignar esto último, por cuanto en una escena académica galvanizada por el “best seller”, y la anorexia intelectual del papers, el ensayismo sociológico y la filosofía de tono posmoderno, bien vale restituir el oficio de la investigación histórica. Esta obra, dadas sus vastas pretensiones, se sirve de diversos registros que retratan con rigor el carácter aristocrático-oligárquico del proceso de independencia -más aún el sentido censitario de la emergente democracia chilena por cuanto se basa en una “comunidad de intereses”. El “patriciado republicano” que promueve el movimiento de 1810 no resultó compatible con las míticas lecturas y ensayos acerca del contenido patriótico, liberador y pretendidamente republicano de los mentores de la independencia. La investigación reseñada no deja margen de dudas a este respecto, a saber; “El texto del primer decreto emitido por el gobierno independiente deja al trasluz las verdaderas intenciones de quienes se tomaron el poder. Quedaba por ver si el resto de la sociedad, y en especial los plebeyos, estarían dispuestos a sobrellevar con mansedumbre el imperio que imponía el patriciado sobre un país en el cual la tolerancia, el consenso y la salvaguarda de los derechos más fundamentales de indios, castas, y mestizos habían sido uno de los ejes principales de la vida diaria”.
En una especie de confluencia con el estudio de Simon Collier (Ideas y política de la independencia en Chile) la revolución es concebida como “el deseo de los criollos de ser amos en su propia casa en un momento de emergencia” (sic). En esta dirección cabe preguntar, “¿Y qué pasó con los pobres, con aquellos cientos de miles de hombres y mujeres que componían la gran mayoría de la población del Reyno de Chile? Para ellos el día del acta de independencia, no había sido glorioso ni épico. Inspirado en la misma dirección, existe una afirmación de Alfredo Jocelynt-Holt sobre la independencia, a saber, “...el republicanismo-liberal fue básicamente una opción política hecha por el grupo dirigente chileno a fin de legitimar su control del poder político luego de la acefalía del trono español”. Inclusive bajo esta óptica el trabajo de Julio Pinto y Verónica Valdivia, ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación, (1810-1840), apoyaría la tesis de un desencuentro irrefrenable entre la élite criolla y los grupos populares. En suma, la sucesión de episodios conspirativos y la persistente represión desplegada por las autoridades en contra de opositores políticos llevó más bien a imaginar un país profundamente dividido y un gobierno carente de legitimidad. Finalmente, muchas décadas antes la historiografía liberal de Diego Barros Arana se pronunciaba en los siguientes términos, “…los hombres que se abanderizaron en las filas de la revolución eran jóvenes díscolos y viciosos, negociantes arruinados que en la revuelta querían reparar sus fortunas…muchas veces bandidos sin más plan que el robo y el saqueo…que contaban con el desprecio de la población”
Es necesario mostrar con crudeza este período por cuanto la historiografía liberal se ha empeñado –por varios decenios- en difundir una concepción “evangelizadora” del proceso libertador. En este sentido aquel espíritu desmitificador, el ethos crítico que se resiste a sublimar el componente heroico de las luchas sociales que allí tuvieron lugar -más aún cuando obraron de soslayo con el sujeto popular. El populacho, la canalla, la plebe, en ningún caso representa un actor cohesionado bajo las disputas aristocráticas de corte emancipador. Se trata, en cambio, de asimilar el carácter instrumental y pragmático de la elite hacia el mundo popular, sea en el enrolamiento forzado al ejército restaurador, o bien, en la emisión de leyes que expresan un vínculo de dominación que dista mucho del “paradigma emancipador” que cultivó la historiografía del siglo XIX.
Una perspectiva tanática que nos invita a refutar abiertamente las tesis acerca del “Estado en forma” -Portales y sus heraldos- , y el conjunto de ideas ancladas en una especie de pontificación respecto de los efectos del “orden portaliano”, pues aquí el telos de una democracia representativa puede ser sometido a una crítica demoledora (¡palo y bizcochuelo¡ decía Don Diego Portales). Ello llama mucho la atención por cuanto la historiografía personalista-conservadora de Alberto Edwards, valora positivamente la noción de “orden impersonal” que tendría lugar desde 1830 hasta la caída de José Manuel Balmaceda en 1891. Recién Mario Góngora en su célebre “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile” (1981) cuestiona parcialmente la tesis del orden impersonal. La investigación en cuestión nos permite problematizar ampliamente los límites históricos de las tesis republicanas. Sobre este punto el autor es enfático en señalar que se trata de un siglo marcado por la arremetida final del patriciado contra la mayoría de la población. El mejor símbolo de la república naciente fueron los presidios ambulantes y los cuerpos mutilados, bajo la administración de Diego Portales, que condenaba a los criminales populares al escarnio público, al frío y al desamparo; inventado por el arquitecto principal del Estado en forma, su huella quedó marcada por los cadáveres que cada día se depositaban en las fosas comunes, los motines que se hicieron regulares y las matanzas de presos que tenían lugar de tiempo en tiempo. Un comienzo ignominioso para una era infausta. A modo de útil contrapunto esta perspectiva resulta aún más cautivadora por cuanto Renato Cristi y Pablo Ruiz Tagle, desde un análisis vinculado a la filosofía política se esfuerzan –mediante una periodización de 5 períodos republicanos- en sostener que autores más recientes han denominado a este período como oligárquico-conservador, pero en ningún caso le han negado el apelativo de república.
Toda apropiación histórico-sociológico de la noción de republicanismo, a saber, cultura republicana o instituciones republicanas, cabría dar cuenta de un angosto “artilugio legal” que valida las nuevas formas de estratificación instauradas por el patriciado criollo. En este sentido, la independencia chilena carece severamente de ritos de secularización similares a las crisis de las monarquías europeas, vinculadas “genuinamente” a la cultura anticlerical que incluye a pensadores como Montesquieu, Voltaire o el propio Rousseau.
A propósito de la plebe durante la restauración monárquica, 1814-1817, se hace hincapié en una multiplicidad de figuras, a saber, impostores, estafadores, fugitivos, profanadores, gañanes, etcétera, que son debidamente retratados mediante una rigurosa reconstrucción de expedientes judiciales. De otro lado, y en el marco de un tiempo represivo contra republicanos y plebeyos, cabe mencionar la frecuencia de ejecuciones sumarias, los azotes en la reja de la cárcel pública, la exhibición de los reos y las condenas a trabajos forzados. Todo ello en el contexto del destierro que padecía el patriciado autonomista en la Isla de Juan Fernández. Se trató ciertamente de “días infaustos” por cuanto primaban conductas de barbarie dado que el campo de las disputas “libertarias” internas seguía en desarrollo. Bajo este período, el patriciado autonomista lejos de establecer alianza o fortalecer vínculos sociales, mantuvo su hostilidad hacia los sujetos populares hasta el triunfo definitivo a manos del Ejército de los Andes (1817). La invocación a la restauración Monárquica bajo el control de Marcó del Pont resulta muy similar al Estado de naturaleza (pre-social) descrito por el empirismo inglés encarnado en la figura de Thomas Hobbes. La grave ausencia de instituciones seculares dio lugar a motines, saqueos, asesinatos, vandalismo y escenas de violencia que dan cuenta de un período selvático, que comporta un tiempo estancado. En este sentido, un personaje como Diego Portales puede ser leído como El Leviatán punitivo que dista mucho de cultivar una preocupación por la teoría constitucional.
Hoy -2023- como nunca, no existe registro alguno de una filosofía política en sus planteamientos, en cambio, si hay registro de que nunca nos deja de mirar.
Mauro Salazar J.
Doctorado en Comunicación
(UFRO-UACh)