Revista Archivos del movimiento obrero y la izquierda, N°25, Buenos Aires, Año XIII, septiembre 2024de 2024 – febrero de 2025 (1)
La revisión del dossier incluido en este N°25 de la Revista Archivos, con ocasión del centenario de la muerte de Luis Emilio Recabarren (19/12/1924-2024), hizo que me planteara la siguiente pregunta: ¿Qué tiene que decir sobre el tema alguien que no se dedica a la historia del movimiento obrero, sino a la teoría de la historia, o al campo más amplio de las relaciones que se establecen entre pasado y presente? Es a partir de esta pregunta que plantearé acá algunas reflexiones.
Sucede con el centenario de la muerte de Recabarren algo similar con lo ocurrido con los cincuenta años del Golpe de Estado de 1973: nuestra costumbre de periodizar con el sistema decimal nos juega malas pasadas (quizá quien evidenció esto con mayor claridad fue E. Hobsbawm acortando y alargando siglos. Aunque a fines del s. XVIII Kant escribió que debía “regirse la Cronología por la Historia”, y no “a la inversa, la Historia por la Cronología”, Antropología en sentido pragmático, 1798, 39, Apéndice). Para el caso que he citado como ejemplo, se suponía que la conmemoración de los cincuenta años del Golpe debía habernos sorprendido en algo así como un grado más elevado de “progreso moral de la humanidad” (para seguir usando denominaciones kantianas). Pero no fue así. No solo vimos negacionismos sin pudor, y hasta reivindicaciones orgullosas de las violaciones a los DD.HH. y el terrorismo de Estado, sino que también contemplamos un acortamiento y adelgazamiento abismante de la memoria: gran parte de los involucrados ayer prefirió omitir, y para gran parte de las jóvenes generaciones el Golpe no era una parte del pasado que les tocara. Tampoco los gestos institucionales fueron menos defraudantes.
Para el caso de Recabarren, al menos para alguien que se inscribe en la cultura de izquierdas, uno quizá esperaría al menos, si no la concreción -aunque fuera parcial- de sus propuestas, al menos un grado de recepción que mantuviese en estado latente su mensaje y lucha. Pero si algo me ha dejado el final de la lectura de los cuatro textos que conforman este dossier es la impresión, con sensación de vértigo, de una total disparidad de las energías vertidas por Recabarren y el mundo obrero del pasado, respecto de un presente que parece más bien refractario a esta herencia. A la sensación de injusticia del día a día de nuestro presente se suma la de injusticia del presente con el pasado. Desde luego se podría “explicar todo”, y aquí, otra vez el Golpe, introduce una ruptura insoslayable, pero otro tanto deberían decirnos esas izquierdas aludidas en el título del dossier: la socialista y la comunista. Pues si bien coincido con el juicio que recorre los textos aquí reunidos, respecto de que la figura de Recabarren es aún objeto de disputa por parte de las dos variantes aludidas, me parece que, hoy en día, esto es más cierto para el debate historiográfico que para el político. Tiendo a pensar que Recabarren es más bien un lastre para ambas tradiciones (reducido a la efeméride), incluso el joven Recabarren socialdemócrata, confiado en el “amor”, la “felicidad”. Y qué decir del Recabarren más radicalizado del 22’, de después de su segunda estadía en Buenos Aires.
Sea por deshacerse del lastre, por la ya señalada pérdida de espesor y alcance de la memoria, y la también la pálida presencia pública del discurso historiográfico, ocurre que nos estamos alejando del pasado, en una época en que, paradójicamente, pareciera que este invade el presente por todas partes. Pero el patrimonio no es memoria social, ni la industria editorial de “el lado B del pasado” es historia, ni la iconoclasia equivale tan fácilmente a una “crítica” de la historia oficial. A mi modo de ver todos estos casos son modos compensatorios de lo que ya no está con nosotros. Estamos frente a un fenómeno de acortamiento del radio del pasado al que nos debemos y por el que nos explicamos o, de modo más preciso, del que estamos concernidos.
El principal peligro de este giro que va tomando la cultura contemporánea fue ya advertido por Jaime Semprún, cuando sostenía, en El abismo se repuebla (1997): “De aquí a veinte años, los que conocían la vida de antes ya habrán muerto y los que para entonces sean jóvenes o adultos no habrán conocido nada que les sirva de referencia para juzgar los sucedáneos impuestos a todos los niveles”. Si se lee con detención, el peligro del que se advierte aquí no dice relación con la pérdida del pasado en sí misma, sino en cómo ese pasado, como medio de contraste, no podrá permitirnos conocer nuestro presente para construir un futuro, sin el conocimiento del pasado no nos cansaríamos de habitar en lo mismo, de reproducir lo existente, sencillamente porque no seríamos conscientes de ello, un estado no muy lejano al de los rumiantes descritos por Nietzsche en Las segundas consideraciones intempestivas, que viven en un presente eterno.
Frente a esto el cultivo del conocimiento histórico es un compromiso ético. Hacer historiografía verdaderamente, ejercer la operación historiográfica (en el concepto de Michel de Certeau), es una forma de cuidar el pasado en su especificidad, de no violar su sentido, sino tratar de reponerlo hasta donde nos sea posible, tanto indicial como narrativamente. Pues hoy vivimos en medio de unas prácticas, ligadas preferentemente a la lógica de la industria cultural (turismo/patrimonio), o la rentabilidad política (memoria/identidad), que -en la fórmula clásica de Moses Finley- “usan y abusan” del pasado de un modo que parece inocuo y bien intencionado, esto es, lo hacen familiar. Pero la (re)construcción del pasado es una de las formas de acceder a lo otro, al pasado hemos de reconocerlo justamente por su extrañeza, de hecho, el encuentro con el pasado pocas veces es grato, nos sume en la perplejidad, lo inquietante, en la deuda, lo perdido o lo pendiente (por distintos motivos el pasado ofende nuestro sentido común), tal como sucede al enfrentarnos a “lo otro cultural” en etnología.
Por vía de la familiarización del pasado estamos en riesgo de perderlo, de que el pasado no tenga ya futuro. Así vamos en camino de otro modo de “expulsión de lo distinto” (Han), con las consecuencias políticas que de ello se derivan. Valga en este punto la aguda observación del filósofo español Antonio Gómez Ramos: “el nacionalista y el turista representan las dos figuras extremas en las que se activa actualmente el culto al pasado. Sea por ocio o por una inquietud casi existencial, ellos son los más interesados consumidores de discurso histórico. De hecho, son estrictamente complementarios”.
Los trabajos que he podido leer en este dossier, en la medida que son expresión legítima de la función historiadora, van a contracorriente de lo descrito. Recomponer en trayecto intelectual de Luis Emilio Recabarren, sus encrucijadas políticas, tanto como el modo en que fue construida su memoria en medio de la disputa por el sentido, nos hacen acceder a un mundo otro, a unos sujetos que podemos ver reclamando su lugar en el presente.