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Realidad de Pedro Aguirre Cerda. Por Felipe Portales

El historiador Sergio Villalobos, en la presentación de su reciente libro (Pedro Aguirre Cerda. El problema agrario.

El problema industrial. Epoca e ideas de Aguirre Cerda; Universidad de San Sebastián) ha impactado a la opinión pública al revelar que en la presentación del nuevo embajador de Chile en Alemania en 1940 (Tobías Barros Ortiz), “don Pedro Aguirre le envió una carta a Hitler declarándose su admirador incondicional por toda la política que ha realizado. Mas aún, se autocalifica como admirador del Tercer Reich. Todo esto, en circunstancias donde ya se había producido la invasión a Polonia, a Bélgica y estaba en proceso la campaña de Francia” (El Mercurio; 1-6-2019). Y añadiendo a Villalobos, en circunstancias de que Hitler y el nazismo había impuesto una dictadura feroz, matando, exiliando o recluyendo en campos de concentración a centenares de miles de alemanes y polacos; y procediendo a discriminar y perseguir a toda la población judía de Alemania, Bélgica y Polonia. El exterminio sistemático comenzaría en 1942.

Además, las relaciones entre los gobiernos de Aguirre Cerda y de Hitler continuaron muy buenas hasta el final del gobierno del primero. Así, el entonces ministro del Interior de Aguirre, Arturo Olavarría Bravo, confirmó en 1941 la censura de una película antinazi (El mártir) que había efectuado el intendente de Santiago, Ramón Vergara Montero (ex comandante en Jefe de la Aviación y que dirigió el bombardeo de la marinería sublevada en Coquimbo en sep- tiembre de 1931), vetando la resolución del Consejo de Censura Cinematográfica: “Antes de emitir fallo alguno, me hice exhibir privadamente la película y pude constatar que ella contenía numerosos pasajes torpemente ofensivos para el gobierno alemán, con el que Chile mantenía por esos días muy cordiales relaciones. Justamente, hacía muy poco que aquel gobierno nos había obsequiado la fragata “Privall”, que reemplazó a la vieja “Baquedano”, buque escuela de nuestros jóvenes marinos” (Arturo Olavarría.- Chile entre dos Alessandri. Memorias políticas. Tomo I; Nascimento, 1962; pp. 542-3).

Es desconcertante, sí, que la carta revelada por Villalobos en la presentación de su libro, ¡no aparece en éste! Y que, además, el connotado historiador se equivoca al señalar que el nuevo embajador designado por Aguirre en Alemania era Conrado Ríos Gallardo, ya que este se desempeñaba desde 1939 (y hasta 1944) como embajador en Argentina. Sin embargo, la talla de Villalobos no permite dudar de la autenticidad de esa carta, por increíble que parezca. También es cierto que dicha carta impactaría mucho menos si estuviésemos en conocimiento, no solo de la ideología y práctica de nuestro ex presidente, sino además del autoritarismo y clasismo que caracterizó lo que podríamos denominar el proyecto “alessandrista-ibañista-radical” que se impuso entre 1925 y 1958 en nuestro país. Dicho proyecto amplió la exclusiva república oligárquica existente hasta la década del 20, incorporando a la clase media al ejercicio del poder y al disfrute de beneficios económicos; pero manteniendo la exclusión de los sectores populares, particularmente en el ámbito agrícola. Y, por otro lado, estimuló un proceso de industrialización nacional, a través de una política de sustitución de importaciones y de mayor intervención del Estado en el desarrollo económico, pero favoreciendo claramente a los grandes empresarios y, en menor medida, a los sectores medios.

Es cierto que buscó paliar también la gran miseria existente en el ámbito urbano y minero. De acuerdo a las palabras del líder radical “progresista” de comienzos del siglo XX, Valentín Letelier, “proveer a las necesidades de los desvalidos es remover la causa del descontento, es acabar con el socialismo revolucionario, es hacer política científicamente conservadora” (Sergio Grez Toso.- La Cuestión Social en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1902); Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 1995; p. 435). Sin embargo, mantuvo el sistema electoral que -en base al voto elaborado por cada partido- permitió seguir distorsionando profundamente la voluntad popular, a través del cohecho y del acarreo de los inquilinos. Asimismo, amplió las leyes represivas en contra de los movimientos populares reivindicativos; efectuó varias masacres obreras; y acentuó una clara diferenciación económico-social entre empleados y obreros -en beneficio de los primeros- a través de leyes y políticas de remuneraciones, previsionales, de salud, educación y vivienda tremendamente segmentadas.

Y en concreto, el itinerario político de Aguirre Cerda siguió claramente dichas orientaciones. Así, estando como primer ministro del Interior de Arturo Alessandri se produjo la masacre de obreros salitreros de San Gregorio en el norte grande (Febrero de 1921); la que dejó entre 60 y 80 muertos (ver Floreal Recabarren.- La matanza de San Gregorio, 1921; LOM, 2003; pp. 82-3). Notablemente, el entonces secretario de Arturo Alessandri -y futuro ministro del Interior y Agricultura de Aguirre Cerda-, Arturo Olavarría, escribió luego, que con el recrudecimiento de las huelgas “el trabajo y la economía se resienten; el orden y la tranquilidad social peligran gravemente, y el Gobierno, que tiene el deber fundamental de mantener el orden público, se ve en la dolorosa y cruel necesidad de contener con mano de fierro los abusos de la política obrera. Las masacres que por esta causa se producen, sirven de doloroso escarmiento a los exaltados y el número de éstos empieza a disminuir considerablemente” (La Cuestión Social en Chile; Impr. Fiscal de la Penitenciaría, 1923; pp. 22-3).

Asimismo, Aguirre Cerda continuó con la política represiva -delineada por el anterior gobierno de Juan Luis Sanfuentes- en contra de la filial chilena de la anarco-sindicalista IWW (International Workers of the World). De este modo, planteó ante el Senado que “se me dijo por el señor prefecto de policía (de Valparaíso) que la institución denominada la IWW pretendía reunirse y que tenía instrucciones precisas y terminantes de los Tribunales de justicia para proceder en contra de ella. Pregunté que individuos pertenecían a esa institución y se me señalaron tres, a los cuales les hice la advertencia de que, aunque los Tribunales de Justicia nada habían resuelto sobre el particular, el Gobierno había considerado a la IWW como una institución peligrosa por su actuación y por sus estatutos, y que, por lo tanto, si procedían a reunirse, no obstante de que algunos de ellos estaban en libertad bajo fianza, la policía ejercitaría sobre ellos las facultades a que estaba obligada, deteniendo a los que estuviesen libres o cancelando su libertad bajo fianza a los que la tuvieran, según las órdenes de los Tribunales” (Boletín de Sesiones del Senado; 8-2-1921).

Además, en esa misma intervención ante el Senado, anunció una política, respecto de los conflictos sociales, represiva en última instancia contra los trabajadores: “Esta es la fórmula que el Gobierno ha adoptado sin vacilación; se presenta ante los obreros para decirles la vinculación estrecha que deben tener con el capitalista y sus obligaciones para con él y para con el Gobierno en cuanto al mantenimiento del orden y al respeto que deben a las autoridades. Les hace presente los perjuicios que ellos reciben por estas huelgas y ejercita su influencia ante los patrones para que cedan en aquello que pueda significar un beneficio legítimo para la clase trabajadora. Si esta armonía no se produce, si la mediación del Gobierno es insuficiente para evitar las dificultades, en todo caso amparará a los obreros que deseen trabajar, pertenez- can o no a las instituciones en huelga, empleando la fuerza pública si fuere necesario” (Ibid.).

Posteriormente, Aguirre Cerda no solo apoyó la dictadura de Ibáñez (1927-1931), sino que este último lo designó como enviado especial a Europa para promover el salitre y posteriormente (1930) lo nombró presidente del Consejo de Defensa Fiscal (nombre que recibía en ese entonces el Consejo de Defensa del Estado). Además, Aguirre Cerda estuvo entre las personalidades que apoyaron a Ibáñez hasta el final de la dictadura y que lo instaron a “defender sin claudicación el principio de autoridad” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973). Volumen IV. La dictadura de Ibáñez (1925-1931); Edit. Fundación, Santiago, 1996; p. 548).

Luego, Aguirre Cerda se constituyó en líder de la corriente de derecha del Partido Radical que se opuso a la integración al Frente Popular y que fue derrotada. Aunque, de todas formas, fue posteriormente electo como candidato presidencial del PR y, en seguida, del propio Frente. Como presidente tuvo especial preocupación por el fomento de la educación; y se crearon diversas entidades artísticas y culturales. Sin embargo, continuó con la aplicación de la represiva Ley de Seguridad Interior del Estado que había sido aprobada en 1937 (¡con la fuerte oposición de la izquierda y del PR!), procediendo al cierre temporal de algunos diarios; a la censura de películas y a la relegación administrativa de dirigentes polí- ticos y sociales (ver Germán Urzúa.- La democracia práctica. Los gobiernos radicales, CIEDES, 1987; p. 179 y Olavarría; 1962; pp. 489-94 y 542-4). Incluso en una ocasión -en 1939- relegó al dirigente radical Armando Silva Valenzuela. Al protestar sus amigos al ministro del Interior -el también radical Pedro Enrique Alfonso- este les contestó: “Acepto que no tenemos pruebas de que Armando esté involucrado en el complot, pero lo hemos desterrado por si acaso” (Enrique Silva Cimma.- Memorias privadas de un hombre público, Andrés Bello, 2000; p. 105).

Además, Aguirre Cerda no solo no modificó el sistema electoral que permitía el cohecho y el acarreo del inquilinaje, sino que satisfizo las demandas de los partidos de derecha de reprimir las Ligas contra el cohecho, creadas por los partidos de izquierda con la idea de impedir -incluso por la fuerza- el ejercicio de la ilegal e ilegítima compraventa de votos a los sectores populares urbanos. Para ello procedió a entregarles el control del orden público en el día de las elecciones a las Fuerzas Armadas, las que al reprimir la acción de las Ligas permitieron que el cohecho recobrara su “eficacia” habitual.

Respecto de la economía, logró la creación de la CORFO que generó diversas obras de infraestructura y estimuló significativamente el desarrollo industrial. Sin embargo, en el directorio de dicha corporación adquirieron una importancia clave los grandes industriales, lo que se reflejó en la consolidación de una industria altamente oligopólica e ineficiente (ver Simon Collier y William F. Sater.- A History of Chile: 1808-1994; Cambridge University Press, Nueva York, 1996; pp. 270-2). Además, por la renuencia de su gobierno a afectar los intereses de los más ricos -que prácticamente no pagaban impuestos- el esfuerzo de creación de infraestructura e industrialización fue financiado en base a tres pilares: impuestos a las grandes compañías del cobre, en manos extranjeras; deuda externa e … inflación, afectando esta especialmente a los asalariados más pobres (ver ibid.; pp. 274-6).

Pero sin duda que el clasismo y autoritarismo de Aguirre Cerda se expresó fundamentalmente en su política represiva del campesinado y los obreros. Respecto de los primeros, Aguirre reafirmó la política ilegal e inconstitucional (definida así por el propio Consejo de Defensa Fiscal) de Alessandri, de negarle a los campesinos su derecho de sindicalización campesina. A ello agregó la inhumana política de amenazar con la evicción de sus hogares y tierras concesionadas a los inquilinos que se declarasen en huelga. De tal manera que, cuando se iniciaba una huelga campesina, se enviaban camiones de carabineros al fundo en cuestión y se amenazaba a todos los inquilinos que deseaban continuarla (los que se hacía que se colocasen a la izquierda del grupo) que serían desalojados de sus viviendas y trabajos de toda su vida. Como lo señaló, ¡jactanciosamente! años después, el ministro del Interior de Aguirre y gestor del cruel plan, Ar-turo Olavarría, “este procedimiento lo convertí en sistema y el general don Oscar Reeves Leiva, director general de Ca- rabineros, lo denominó graciosamente el juicio final, por aquello de colocar a los buenos a la derecha y a los malos a la izquierda (…) Por cierto que no tuve necesidad de aplicar muchas veces el ‘juicio final’” (1962; p. 453).

Su gobierno usó una política análoga frente a huelgas obreras de envergadura. Así, por ejemplo, Olavarría nos cuenta que con ocasión de una huelga de choferes y cobradores de los microbuses de Santiago, en enero de 1941, ordenó detener en masa a “los huelguistas” que “se encontraban reunidos en el local del Partido Socialista, ubicado en la se- gunda cuadra de la calle Nataniel. Tropa de carabineros en camiones (…) allanó el recinto y detuvo a 596 individuos, los cuales fueron de inmediato trasladados al cuartel de la segunda comisaría, en la plaza San Isidro en donde, por su ele- vado número, debieron quedar de pie en el amplio patio de ese recinto policial”(Ibid.; p. 457). Y a la una de la madru- gada llegó el propio Olavarría al cuartel, permitiéndoles quedar libres luego de obtener una promesa de ellos de volver al trabajo. “A las seis de la mañana, todos los autobuses de Santiago circularon normalmente” (Ibid.; p. 458).

Asimismo, en mayo de 1941, en “previsión” de una huelga salitrera, Olavarría respondió “con una orden terminante a los intendentes de Tarapacá y Antofagasta para que detuvieran esa misma noche y en masa, a todos los dirigentes obreros que fueran sorprendidos incitando a la huelga. Detenidos, debía embarcárseles en el primer vapor que pasara rumbo al sur. Así, fueron detenidos varias decenas de agitadores los que fueron embarcados con destino a Valparaíso y Santiago (…) Una ola de temor se extendió por los campamentos obreros de todas las oficinas. Según unos, habían sido fondeados vivos en el mar, con enormes piedras atadas a los pies; según otros, se los había llevado a Santiago, en donde serían encarcelados por largo tiempo. Al desembarcar los detenidos en Valparaíso, funcionarios del Servicio Social les manifestaron que no estaban detenidos. Cada cual partió para su lado y yo me vi libre del paro salitrero” (Ibid.; p. 506).

Pero sin duda el hecho más terrorífico lo protagonizó el ministro Olavarría al enfrentar el mismo año un inminente paro ferroviario. En reunión de autoridades les comunicó que, además de detener a todos los dirigentes de empleados y obreros ferroviarios, obligaría a todos los maquinistas del país a presentarse a sus puestos al día siguiente conminados por la policía y que “todo maquinista que a la hora de itinerario no hiciera partir su tren, sería en el acto fusilado en el asiento de su máquina” (Ibid.; p. 509). Frente al horror expresado por el ministro de Defensa, Juvenal Hernández, y a su consulta de si el presidente (Aguirre Cerda) estaba de acuerdo con esas medidas, Olavarría le expresó que “sí ministro, en perfecto acuerdo” (Ibid.). Habló, además, el general de Ejército y comandante de la Segunda División, Arturo Espinoza Mujica, quien señaló “con una emoción que se le dibujaba en el rostro: ‘Permítame, señor ministro, que interpretando el sentir de todos mis camaradas del ejército, exprese que, al fin hay gobierno en en Chile. Era lo que hacía falta, máxima energía, máximo sentido de la responsabilidad. Puede Ud., señor ministro, contar con la decidida cooperación de mis compañeros de armas” (Ibid.).

Posteriormente, el director general de Ferrocarriles -que estaba también presente en la reunión-, Jorge Guerra Squella, “se limitó a decirles” a todos los dirigentes sindicales: “Señores: en el Ministerio del Interior hay un hombre que mañana los va a hacer matar a todos” (Ibid.; p. 510). Y terminó señalando ufanamente el principal ministro de Aguirre Cerda que “todos los maquinistas llegaron apresuradamente a tomar posesión de sus máquinas. Nunca, como ese día, los trenes corrieron con mayor regularidad en cuanto a exactitud de los itinerarios” (Ibid.).

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