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Recabarren. Mujer valiente, luchadora y amiga. Por Sonia Brito Rodríguez y Lorena Basualto Porra

El viernes 26 de octubre fallece a los 93 años Ana González de Recarrabaren. Todo Chile se estremece, porque nos hemos quedado con la deuda social de la verdad, la justicia y la reconciliación. Sabemos que se va sin recuperar a sus muertos, esperando con su reja y candados, cumpliendo su promesa de no abrirla hasta que no regresen sus seres queridos.

Nació en Tocopilla en 1925, fue dirigente de la agrupación de detenidos desaparecidos y comunista desde la juventud, enamorada de su marido, enamorada de sus hijos y de la vida. Su esposo Manuel Recabarren, sus hijos Manuel Guillermo, Luis Emilio y su nuera Nalvia Mena y su pequeño nieto nunca nacido, fueron secuestrados, detenidos y desaparecidos el 29 de abril de 1976 por la dictadura militar, a través de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), en una noche que quedó suspendida en un silencio eterno.

Desde ese día, ella se empeñó en mantener viva la memoria de su familia, constituyéndose en un ícono viviente de la mujer golpeada por la dictadura implacable: firme, cariñosa y digna, que asumió la verdad histórica del silencio de los detenidos desaparecidos y cuya misión, es que no murieran en el olvido. Es por ello, que decía: “Tengo que buscarlos, salvarles la vida”.

Ha sido un referente en la lucha de los Derechos Humanos, constituyéndose en una mujer que enfrentó el autoritarismo en tiempos de dictadura. Cómo no rememorar esa consigna “el derecho de todos los chilenos es hacer que termine ya esa noche negra que se nos está haciendo tan larga, para que así, hoy que está llegando la primavera en forma natural, nosotros los chilenos hagamos de una vez por todas nuestra propia primavera y salgamos a repartir por las calles las flores del manzano”.

Mujer sin edad casi eterna, de aquellas que han estado siempre, bastón de otros que sufrieron los embates de la dictadura y que ella acompañó con una empatía radical que se hermana desde el sufrimiento y la esperanza. Esta frase acuñada por ella “Yo envejecí, mi viejo no; los míos no envejecieron, sólo yo envejecí”, no nos deja de estremecer y conmover; porque llevó un duelo perpetuo, que se encarnó en su rostro sufriente y con surcos, quizás gastados por las lágrimas que le inundaron los días y las noches en la espera. Decía, “quiero llorar a mares, pero cuando sepa la verdad cuando haya justicia, cuando pueda acariciar la cabeza de mis hijos y mi marido”; sin embargo, constantemente declaraba “mis lágrimas las convertí en lucha”, “me tengo que reponer de esto” porque “Pinochet no va a lograr una víctima en mí”, pues ella sostenía que su hija también murió por la dictadura, porque “no sólo se mata con balas sino también se mata por dolor y con pena”.

Mujer de mirada inquieta, profunda, no pierde detalle de algún indicio que pudieran darle una esperanza de vida y una pista en su búsqueda. Búsqueda compartida con miles de familias a quienes le arrebataron y les robaron a los suyos, pues ella señalaba: “la dictadura que trajo consigo tanto dolor, sepultó vidas que no se recuperaron”. Es una sobreviviente de la violencia, de la lucha de tantas batallas, nos deja marcadas a fuego sus palabras dignas de imitar planteando que “ningún contexto puede justificar la violación de los Derechos humanos”.

Es así, como en el 2004 escribió una carta a Juan Emilio Cheyre, donde cala hondo su demanda por encontrar a los suyos “Apelo a su honor militar a su conciencia, a su amor por la institución. Los porfiados hechos lo lleva a un único camino: la impunidad no puede ser el epílogo de esta tragedia nacional. Sólo entonces, habrá un nunca más como usted y yo lo deseamos”.

Anita es un don, que le pertenece el pueblo como un legado, ella es la síntesis del dolor compartido, la metáfora de la herida abierta de Chile, representa a las madres, abuelas, tías, hermanas; patrimonio vivo de la porfiada esperanza, de la denuncia, de la no claudicación en la lucha y el sentimiento compartido de la memoria del nunca más. Anita es una tarea por hacer, seguramente más que gozarse en nuestro recuerdo ella estaría preocupada de quienes continuarán con su legado, ciertamente, la agrupación de detenidos desaparecidos, pero también las futuras generaciones que, a través de la pedagogía de la memoria, no deben ni pueden olvidar la violación a los derechos humanos.

Ella nos enseña que con la fuerza de la convicción y el amor que moviliza, se puede vivir el dolor junto a otros. Ese espacio, fue la Vicaría de la Solidaridad, constituyéndose en albergue y en un territorio protegido de respeto por la vida y la dignidad. También tu hogar en san Joaquín fue un cobijo, cuántas historias escuchadas con compasión, guardadas en la memoria de los que acompañaste, cuántas palabras dichas con tu voz profunda, “es para la gente del pueblo, porque porfiadamente sigo viviendo; soy una mujer cautiva por el amor por el pueblo”.

Su grandeza de persona la llevó incluso a vislumbrar la idea del perdón, “yo podría perdonar, pero no puedo perdonar en el aire, porque tengo que saber a quién estoy perdonando y porqué lo estoy perdonando”, a más de 40 años esperando que llegue la justicia, con una “herida abierta”, recordando que Chile es “una sociedad que conmemora con retrasos y retazos”. Para Ana no hay olvido, ni para Chile tampoco, pues siempre se le recordará por su valentía, su sabiduría y generosidad.

Ha sido un ejemplo, trascendiendo transversalmente las militancias, cruzó fronteras ideológicas, políticas, económicas y simbólicas. Cómo no conmoverse con su mirar firme, su hablar amable, contundente y apasionado, que incluso logra romper las cadenas del dolor realizando un guiño a la vida: “Brindo por la vida hermosa por ella me estoy jugando, y por defender la vida busco lo que voy buscando”.

¡Quedará en la memoria del pueblo en su mural con su cigarro eterno, sus uñas rojas y su anillo desafiante como una consigna de nunca al olvido y del nunca más!

Dra. Sonia Brito Rodríguez
Mg. Lorena Basualto Porra
Mujeres con vocación de lucha

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