“Antes de amarte, amor, nada era mío:
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.
Yo conocí salones cenicientos,
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.
Todo estaba vacío, muerto y mudo,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno”.
Pablo Neruda, Soneto XXV …
Debilidad y amenaza
Era una mañana nublada y gris, el cielo estaba cubierto dándole forma sombría al día, campanadas de muerte resonaban en mi cabeza y corazón, tenía 18 años y la bruma del miedo aún cubría Santiago, a pocos días después del nefasto golpe militar de 1973. Pablo Neruda había fallecido a las 22 horas aproximadamente del 23 de septiembre (lo más probable, como sabemos hoy, asesinado por envenenamiento por el régimen), las noticias eran confusas bajo el férreo manto de la represión desatada y, aunque los actos públicos estaban prohibidos, decidí asistir a su funeral, era muy joven, incluso contra la advertencia cariñosa y preocupada de mis padres por los riesgos reales e imaginarios que suponía participar de un acto abiertamente en contra de esta naciente Dictadura.
Al día siguiente su féretro fue traslado desde la Clínica Santa María, me atreví a llegar a la Chascona, la casa había sido saqueada, destrozada, todos los vidrios rotos, mucho barro e inundación por un canal del Cerro San Cristóbal que los malvados destruyeron; también había huellas de un intento de incendio, actos que realizaban con el fin de humillar y destruir el espíritu poético de Pablo Neruda para el pueblo de Chile. Yo, caminando por la calle, miraba, con el terror que sentía en esos momentos, los rostros de los vecinos. No había comentarios ni conversaciones, nadie decía nada, sin embargo, el silencio era un gran “grito sordo contenido". Matilde, con una dignidad impresionante, había decidido velar a Neruda en medio de la desolación y el saqueo desechando la propuesta de la SECH (Sociedad de Escritores de Chile) y cumpliendo del pedido del propio Neruda.
En medio de la confusión, con otros jóvenes, realizábamos tareas absurdas, sacando objetos del canal que rodeaba por arriba la casa del vate; objetos tales como: espejos, textos, cristales, recuerdos de todo el mundo que estaban destrozados, como asimismo pinturas, sofás, incluso los colchones. También vi a una guardia de honor formada por trabajadores de la Editorial Quimantú; eran miembros del Partido Comunista quienes pidieron a la prensa presente en el lugar no fotografiar ese momento; eso lo sentí mágico, porque era enfrentar a los militares, en la boca del lobo, su respeto “por el vate”.
Por la cercanía del temible toque de queda, creo que empezaba a las 20 horas, debí marchar a mi casa con paso rápido simulando una gran tranquilidad y valor contenido en esos instantes que percibes que la vida no es nada más que un blanco móvil.
Me emociona recordar, de esa tarde feroz, una corona fúnebre enviada por el Rey de Suecia, ver personas cercanas a Neruda como Máximo Pacheco, Ramiro Tomic y por cierto el gran músico y organizador provisorio del caos en la propiedad, Patricio Manns, recuerdo a embajadores como Harald Edelstam a quien reconoceríamos como un valiente en los años siguientes, también se me viene a la cabeza, por cierto, al Embajador de Francia, Pierre de Mehnton.
Supimos que Matilde había rechazado una delegación militar dirigida por el Edecán Morel y su escolta cuando fueron a presentar las condolencias sibilinas del régimen y su ofrecimiento de ayuda; dignísima les pidió de inmediato que se fueran, sin embargo, otras personas aprovecharon de enrostrarles el saqueo y destrucción de la Chascona.
Es interesante, en esta columna de Le Monde diplomatique, recordar que su casa en Valparaíso, La Sebastiána, también fue vandalizada, empero, la de Isla Negra no tuvo mayores daños, salvo los provocados por la “búsqueda” de armas en días posteriores al 11 de septiembre: y, por lo mismo, justo es recordar la historia que un oficial joven de Ejercito mostró paradojalmente respeto a Neruda en el humillante acto del allanamiento, respetando a su familia y su casa, sin provocar daños mayores.
Deseo
Al partir a despedir al poeta, mi duda y gran temor era saber si el régimen permitiría un funeral con asistencia de sus amigos, de sus compañeros, escritores, familiares y los sencillos admiradores y militantes nerudianos como yo.
Al día siguiente, martes 25 de septiembre volví temprano a la Chascona, me impulsaba el recuerdo de algunas lecturas de Los versos del capitán que hizo el propio poeta, lecturas leídas descifrando los textos mismos, también lo vi recitando su poesía en el Estadio Nacional el año 1972, después de recibir el Premio Nobel; era un recuerdo imborrable que contrastaba con la barbarie del momento, en el país y en las calles Márquez de la Plata y Chucre Manzur.
Había al principio pocos participantes, aproximadamente a las 9 horas; el círculo más cercano y comprometido de Neruda salió cargando el ataúd, esquivando infames pozas y charcos de agua, obstáculos inverosímiles, mientras la gente comenzaba a unirse al cortejo. Al inicio éramos pocos (por el temor a la represalia cruel), fueron sumándose personas, con las cuales no nos mirábamos a la cara para no invadir ni sentirnos inseguros los unos con los otros.
Y caminábamos en silencio con mi amigo Gaspar Galaz, pronto fuimos muchos. Alguien en la procesión empezó a recitar versos y fragmentos de España en el corazón: “Venid a ver la sangre. Venid a ver la sangre”. Francisco Coloane gritaba con su voz trémula y potente vozarrón: ”¡Compañero Pablo Neruda!… ¡Presente!”; y recitaba con tono de muecín, palabras que nos calaban a todos, versos del poeta que resonaban como preguntas que se hundían en la arena.
Amenaza
Por cierto había mucho miedo, estaba presente como el aire en todas partes, se sentía fuertemente el temor entre nosotros, pero también había una tacita determinación personal y colectiva profunda no explicitada, esto es, llegar al Cementerio y participar en la ceremonia del adiós al poeta, acompañarlo al lugar de su descanso eterno. El temor radical que teníamos era que secuestraran el féretro o que prohibieran la marcha.
Recuerdo muy bien que una cuadra más adelante del cortejo iba camionetas llenas de uniformados que apuntaban amenazadoramente a la columna de personas en su romería junto al poeta, sin embargo la marcha avanzaba y yo, con mis pasos juveniles, me sentía parte de algo inmenso y doloroso.
Plan y lucha
Cada paso que avanzábamos lo sentíamos como un gran logro, al llegar al cementerio ya entonces éramos una multitud. La calle hasta la tumba de Neruda estaba llena, y aunque el terror nos acompañaba, también lo hacía la memoria y el compromiso con el poeta. De pronto, empezaron a cantar "La Internacional", y yo temía por la culata de los fusiles que nos apuntaban y con muchos sentimos que salvamos de una ráfaga providencialmente; por mucho menos en Chile se pagaron costos elevadísimos en esos momentos tristemente históricos: demasiados muertos. Ese era la emoción que nos embargaba, romper los tabúes del momento tremendo del golpe; se invocaba a Víctor Jara, a Allende y a nuestro poeta. Cada grito era una letanía laica, cada verso era una antífona de despedida, era una reafirmación del poeta y, también, sin dimensionarlo en el acto, un testimonio de resistencia cultural y política.
Llorábamos junto a muchos, mi corazón palpitaba con una mezcla de confusión, terror y esperanza; un joven fotógrafo valiente capturaba esos momentos, lo vi entre la multitud, su cámara siendo testigo y participe de nuestro duelo colectivo, años después sabría que era ni más ni menos que Marcelo Montesino.
Los militares intentaban hacernos sentir su fuerza disuasiva con pañuelos de color naranja, metralletas, traje de camuflaje, vehículos… pero no podían hacer nada contra la actitud decidida del grupo de romeros laicos. Ellos comprendían que en ese momento, en el espacio del poder simbólico, nuestra determinación era la fuerza que estaba de nuestro lado. Y les repito, lectores de Le Monde diplomatique, que la presencia de trabajadores sencillos, escritores, intelectuales, estudiantes, artistas, militantes del Partido Comunista, y sobre todo, de los seguidores de Neruda, llenaba el espacio con una energía luminosa que nos hacía ignorar la prudencia y el peligro. En la entrada del cementerio vi a Nicanor Parra, al gran Nemesio Antúnez, también vi a unos amigos, vi a desconocidos unidos por el respeto y amor por Neruda y el dolor de “Tragedia griega” por la pérdida de nuestro líder poético y espiritual. Sin ingenuidad sabíamos también que en la marcha iban soplones identificando blancos de oportunidad, la confianza en la condición humana era como siempre nada, pero nos sobre pusimos a eso.
El funeral de Neruda, sin saberlo nosotros, estaba dando un giro y fue más que una despedida al gran poeta de Chile; fue el primer acto público de rechazo al régimen y sus valores, fue un acto de resistencia civil, un bravo alegato cívico atenazado por la rabia y necesidad de construir ya nuestra libertad.
Un digno recuerdo injustamente olvidado es el bravo discurso de despedida del poeta de Renaico, Edmundo Herrera, presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, durante dos períodos. Fue electrizante sentir que alzaba la voz por los escritores, no se podían escuchar muy nítidamente sus palabras, pero transcribo textualmente un fragmento de ellas como recuerdo, homenaje y agradecimiento a un sencillo poeta heroico
“Traigo esta mañana las palabras de la Sociedad de Escritores, para quien viviera desvelado por ella. Uno de sus forjadores, uno que supo poner el corazón alerta al servicio de la dignidad del escritor y del hombre de Chile. Pero hoy el frío de la soledad nos azota despiadadamente”, “Sólo podemos traerte esta mañana todas las manos de Chile que quisieran llegar a tu lado, para que sepas que el fuego que tú encendiste está vivo en cada corazón. Toda tu vida, tu trabajo, fue siempre en favor de Chile, de sus hombres, en favor de la vida del hombre. Una lección que no olvidaremos”, agregó (…) Un doloroso viento azota el rostro de Chile. Hemos llegado a traerte las manos fraternales de todos los que hemos crecido a tu sombra. No hay edades que nos separen, sólo nos une el dolor; Chile está azotado hoy y vientos negros corren por la patria. Pero tú y tu poesía, la poesía de Chile, se alzan para decirte que tu ejemplo ciudadano, tu voz de poeta pleno, lleno de humanidad por el hombre, nos alienta a seguir en el combate que por el hombre y la belleza tú diste con ejemplar veracidad”, indicó Herrera.
A continuación, dirigió unas palabras el inmenso Francisco Coloane muy emocionado e impactado, sus palabras no las recuerdo muy bien, ni encuentro el registro exacto para este relato, sin embargo, fueron emotivas y militantes (eso es imposible que se me olvide nunca), luego hablaron otras personas, se recitaron algunos versos y más de algunos balbuceaban alguna canción.
Cuando el cortejo llego al mausoleo de la familia Dittborn, tratábamos de acercarnos al momento de la despedida creando una presión fuerte sobre la familia y sus compañeros más cercanos provocando un alboroto innecesario e inútil. Después que el féretro entrara en el mausoleo empezó un fuerte rumor y temor a la represión viendo a las fuerzas uniformadas en tenida de combate, la irrupción de tipos de la policía secreta, quienes nos escrutaban tratando de identificar y retener imágenes. Nosotros sospechábamos hasta de los heroicos fotógrafos extranjeros que dejaron testimonio de la pesadilla. La frase secreta era: “¡Salgamos compañeros!”, intenté llegar hacia la puerta del cementerio, muchas personalidades de la cultura iban saliendo con desazón y tristeza.
De pronto, se cerraron las puertas y quedamos muchas personas encerradas en lo que sentíamos era una trampa de la Dictadura de Pinochet, que por cierto controló y tolero la marcha y la protesta, pero pasaron la cuenta al desafío con la herramienta clásica: generar miedo.
Muchos corrimos por las calles interiores buscando una salida, vi gente desesperada por su vida, practicamos todas las artes de la subsistencia para salir de una de las primeras ratoneras de la Dictadura. Nunca olvidaré ese momento de vulnerabilidad personal y colectiva que obligaba a la salvación individual de cada uno de nosotros.
Autorrevelación
Mirando muchos años hacia atrás, el funeral de Neruda fue la primera vez que comprendí el poder de la palabra y el compromiso; otra señal emocionante fue escuchar, años después, al bravo, Paco Ibáñez, cantando la poemas de Neruda. Y así me di cuenta de que los formatos de la interpretación pueden ser diferentes y de este modo obtener resultados de gran impacto emocional. Me percaté de la “ontofonía”, de la fuerza de la tribu en defensa del fuego sagrado de la poesía. La muerte de Neruda nos obligó a replantearnos la existencia como espectadores o actores del proceso democrático muy tempranamente; fue una bala de plata motivadora para levantar la mirada, reforzar la esperanza en medio de la diseñada oscuridad burlona y maligna del régimen.
Nuevo equilibrio
Muchos años después me tocó recitar poesía de Neruda varias veces en La Chascona con mis amigos del grupo de interpretación poética Pajarísticos; fue luminoso realizar el contraste brutal y positivo del paso de los años y la libertad, observar la casa orgullosa con sus banderas flameando, ordenada, digna y respetada, llena de turistas ávidos de vivir la experiencia en la casa del poeta, difundiendo cultura y luz cenital para todos. Y recitar los versos de España en el corazón en ese espacio fue remover una antigua herida y sanar emocional y espiritualmente el gran dolor y signos de amargura vivida en esas instalaciones. Hoy, en tiempos absurdos de cancelación y relecturas, es bueno reivindicar al poeta como la voz de una generación, de una etapa de la humanidad compleja, dura pero heroica. La figura, estatura y vigencia de Pablo Neruda sigue presente, en cada verso, en cada recuerdo brumoso, mientras viva su poesía, vivirá también en lo más alto de la espiritualidad de los pueblos, el espíritu poético de Chile.
¡Vivir poéticamente es posible!
Santiago de Chile, 9 de julio de 2024
Pedro F. Sánchez (Militante nerudiano)