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Reflexiones sobre los cambios de opinión en política. Por Álvaro Ramis

Las opiniones políticas no constituyen axiomas científicos ni dogmas de fe. Constituyen juicios razonados respecto al interés público. Por eso se debería esperar una cierta coherencia en las posiciones asumidas por una persona a lo largo de su vida, sin que eso implique un inmovilismo absoluto.

A diferencia de las afirmaciones religiosas, el juicio político no se funda en una subjetividad total, no se trata como afirmaba Blaise Pascal, de razones del corazón que la razón ignora. En el ámbito de la fe es posible la conversión súbita, sin más argumento que la certeza en la nueva religión. De igual forma el juicio político no equivale a una proposición científica, asumida dentro de un cuerpo teórico sobre el cual descansan otros razonamientos y proposiciones deducidos de esas premisas. En ciencia los axiomas obligan, más allá de las preferencias personales, y mientras no existan nuevas evidencias que permitan sostener otro paradigma. En cambio, la política versa sobre la razón práctica, en el amplio campo de lo opinable. Si la política fuera una ciencia, bastaría instaurar un régimen de científicos a cargo del Estado. Pero las decisiones públicas implican la deliberación sobre distintas preferencias igualmente legítimas, aunque fundadas en valoraciones, teorías y prioridades diferentes.

De alguna manera el debate político presupone una confianza básica en que los antagonistas expresan opiniones disímiles, pero sinceramente orientadas a beneficiar al conjunto de la sociedad, o al menos a una amplia mayoría dentro de ella. Las opiniones políticas, por lo tanto, no tienen por que ser invariables pero tampoco se fundan en la absoluta arbitrariedad. Lo que legitima una opinión o preferencia política es que tenga razonabilidad, coherencia y busque el interés colectivo.

Si una persona es voluble y cambiante en su juicio político se podrían extraer dos conclusiones: o esa persona posee una débil capacidad razonamiento, o su juicio no se atiene al interés general, sino al interés personal. Y de esa forma se rompería la confianza en su intencionalidad. Por ese motivo es que se ha legislado en distintos países para sancionar el “transfuguismo” político, ya que implica una afectación a la confianza pública.

Hecha esta distinción, se podría argumentar que el propio razonamiento político, confrontado a nuevas experiencias, puede arribar a conclusiones diferentes a las anteriormente declaradas. Sin embargo, ese desplazamiento en la opinión debe dar cuenta de las preferencias y convicciones anteriormente sostenidas. Si se cambia de forma repentina y antinómica hacia una posición contrapuesta a la anteriormente defendida es legítimo sospechar de la debilidad de juicio de esa persona, o de la consistencia, sinceridad y autenticidad de sus posturas.

En personas jóvenes es posible atender a la inexperiencia, o en personas que han pertenecido a grupos muy cohesionados, se puede entender que en un momento en que se vean liberadas de la coacción social a la que están constreñidas puedan manifestar preferencias distintas de forma repentina. Pero en personas que han tenido altos cargos, parlamentarios o diplomáticos, que han militado por largo tiempo en partidos políticos y han postulado a dirigir esas orgánicas, no es posible especular con una debilidad de juicio personal. La única interpretación viable es la inautenticidad de sus opiniones, en dependencia absoluta de su interés personal y particular. Esa interpretación las deslegitima como proposiciones confiables, que buscan el interés público y las reduce a opiniones de parte interesada, que no se fundan más que en la mera conveniencia individual.

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