
Sangre de mi sangre es un metatejido textual y visual que enhebra la experiencia de mujeres, integrantes del Programa de Derechos Humanos y del grupo de estudios Ciudad y Cultura del Departamento de Antropología de la Universidad Alberto Hurtado.
En mímesis con la obra textil que describe e interpreta, este libro está escrito a muchas manos y con materiales diversos. Tal como la rafia y el yute pueden encontrarse en un mismo tejido, aquí se entrelazan la fotografía y el ensayo breve, la crónica, la curaduría de arte y la etnografía; personas individuales y colectivas; estudiantes, académicas, trabajadores, activistas; disciplinas e indisciplinas; jóvenes y no tanto.
Cada entrada o apartado funciona como un cuadro desde donde es posible seguir un patrón de mirada, un tejido personal que —parafraseando a María Trinidad Miranda, una de sus autoras— luego parece unirse al gran textil, o metatextil, que es este libro coordinado por Francisca Márquez, con fotografías de Jerónimo de Munter.
Un libro colmado de metáforas, como señala Enrique Antileo en el prólogo, que nos arrastra a pensar algunos de los problemas sociales más urgentes —y sus posibles soluciones— desde las enseñanzas del tejido. Revelando que las buenas metáforas no solo son bellas, sino que guardan poder cognitivo: nos hacen pensar, proyectar, imaginar y, sobre todo, crear a partir de lo percibido.
Con ese estímulo en mente, y durante esta breve presentación, quiero iniciar mi propia “sentada conceptual”, anudando algo de lo que el libro ha evocado en mi propia trayectoria como investigador, lector y persona situada en un presente donde la memoria sigue siendo un campo de disputa. Un tejido con mi propio patrón, uniones y extensiones, para hablar con Felipe Sagardía, uno de los autores del libro— compartiendo con ustedes algunos de esos cuadros que, al leer, también comencé a tejer.
Cuadro I: Parentescos de la herida
El primer cuadro que quisiera desplegar es el que sugiere el propio título del libro, Sangre de mi sangre, una expresión cargada que remite de inmediato al parentesco, pero que en el contexto de esta obra se expande más allá de nuestros entendimientos convencionales. Si bien dentro del proceso participaron familiares directos de víctimas de violaciones a los derechos humanos, el parentesco aquí no es biológico, ni cerrado, ni esencialista. Da cuenta de los vínculos elegidos, de los compromisos afectivos, del duelo compartido y del cuidado mutuo: de esos nuestros "muertos en común", para hablar con la filósofa francesa Vinciane Despret.
Los parentescos también se hacen: en los gestos, en los afectos, en las colaboraciones. El textil rojo que aquí se narra y se muestra es también una forma de linaje. No del linaje de la herencia genética, sino del linaje de la historia compartida, del duelo común, del compromiso con los muertos. El libro desarma así la madeja del parentesco para volverla a armar desde la vida cotidiana, la acción colectiva y artística y la experiencia afectiva. Las tejedoras y tejedores del textil rojo no están unidos por lazos consanguíneos, pero sí por un lazo denso, hecho de dolor histórico, cuidado colectivo y lucha persistente.
Cada puntada de ese tejido produce y actualiza una red de filiaciones: entre quienes lo tejieron, entre quienes lo recuerdan, y con aquellos y aquellas cuya ausencia encarnó el gesto. Se trata de una práctica que crea comunidad, que inventa un tipo de ancestralidad: no solo recordamos a quienes amamos, sino que los volvemos a hacer existir con nuestras manos. Esa es una forma de parentesco.
Este modo de pensar el parentesco me hizo recordar los trabajos de Donna Haraway (2019) y Anna Tsing (2021). Para ambas, hacer parentesco no es algo dado, sino una tarea: una práctica situada, sensible y vital. Una forma de tejer redes en mundos dañados, rotos, una especie de reparación y zurcido. En esta acción de tejer veo justamente eso: la construcción artesanal y afectiva de un linaje electivo, que no hereda la sangre, sino que la produce simbólica y materialmente al hacerla presente. Una forma de consanguinidad política, que se forma al restañar la herida que supura.
Desde esta perspectiva, el textil rojo es al mismo tiempo objeto artístico, ofrenda ritual y genealogía afectiva. No solo recuerda a los muertos, los inscribe en un árbol genealógico no biológico, donde lo común no es el origen sino el gesto compartido de no olvidar. En este sentido, tejer —como parir, criar, enterrar, acompañar— es una de esas prácticas que hacen parentesco.
Y el libro no solo representa esa red: la realiza. En su forma coral, en la multiplicidad de voces, edades, trayectorias y disciplinas que lo habitan, también él se convierte en una forma de parentesco narrativo y archivístico. Un metatejido donde cada contribución es un nudo, una hebra que enlaza con otras, en una constelación afectiva que se hace visible en el papel, pero que viene de mucho más atrás y va hacia mucho más allá.
Cuadro II: Tejer como tecnología ritual de la memoria
El segundo cuadro que me dejó pensando es el del tejido como tecnología ritual de la memoria. Me interesa pensar aquí el acto de tejer como algo más que una metáfora. Tejer es hacer con el cuerpo. Es un gesto repetido, lento, material, que implica un tiempo distinto, no clausurado: ni el del archivo ni el del testimonio, sino uno más cercano al de los rituales. En muchas tradiciones, los rituales son tecnologías de presencia: no solo recuerdan, actualizan. Hacen estar a quienes no están, en la disposición de los participantes, en la suspensión momentánea del orden del tiempo y el espacio.
Tejer, entonces, es una forma de convocar, de dar lugar, de sostener. Una manera encarnada de hacer memoria. Y el libro, en su propio ritmo, reproduce este gesto: leerlo es también ser tocado por esa práctica. Como lector, una y otra vez sentí que se me ofrecía una entrada para ser parte del tejido, para unirme —aunque fuera fugazmente— a esa red de significados y afectos.
Una tecnología abierta, disponible a cualquiera que quiera ingresar con sus recuerdos y dolores, en las causas de ayer y hoy. Sospecho que esa apertura y flexibilidad del dispositivo y la tecnología del tejido es la que permitió a Oriana Bernasconi poner a disposición la primera madeja que traída desde México se fue enredando y anudando nuestras propias memorias dolientes, en un gesto a la vez anterior y futuro, cuya urdimbre está siempre a disposición para seguir convocándose, encontrando espacios para suspender el orden lineal del tiempo, para pensarnos a través de él, o en su revés.
Cuadro III: Los muertos a la obra
Desde ahí quisiera anudar algunas ideas sobre los muertos como presencia activa, en diálogo con Vinciane Despret. En Muertos a la obra (2024), Despret propone que el duelo no es el único tipo de trabajo que podemos hacer con los muertos. Hay muertos que “insisten”, que afectan, que siguen obrando y reorganizando lo social. Su presencia no se limita al pasado, sino que se mantiene viva cuando hay quienes les ofrecen cuidado, palabra, lugar.
Este libro hace eso. El textil rojo no es solo una conmemoración: es un espacio desde donde los muertos pueden seguir obrando. Como señala de manera conmovedora y casi mística Sebastián Núñez Carrasco: “[Los nudos del tejido] son el encuentro de múltiples voces y trayectorias, tanto de quienes están como también de quienes ya no. Los tejidos traen de vuelta sus voces, por eso los hilos nos susurran, nos permiten escucharlos y escucharlas, ellos se hacen presentes en cada acto conmemorativo”.
Para Vinciane Desprent (2024), conmemorar no es solo hacer memoria con los vivos, sino también con aquellos que insisten. Los muertos indóciles, aquellos que buscan vías para hacerse presentes. No se trata de cerrar el duelo, sino de mantener el vínculo. De reconocer su potencia. Esta vitalidad de los muertos, como agente colectivo, como insistencia y fuerza que nos convoca, que anuda otro trabajo, que no es el de duelo, sino el de la presencia, me parece uno de los aportes más sutiles y conmovedores del libro.
Cuadro IV: El poder de los materiales
Un cuarto punto que quiero traer es el del poder de los materiales. El libro no trabaja solo con imágenes y palabras: también con cosas. Y esas cosas tienen agencia. La rafia, el yute, el rojo intenso: todos son parte de la fuerza del gesto. Como señala Jane Bennett (2022), los objetos no son solo medios pasivos. También afectan, resisten, transforman. El material con que se teje importa. Pesa. Corta. Raspa. Tiene textura. Tiene color. Todo eso moldea la experiencia de quienes participaron. El textil no solo trabaja con símbolos, trabaja también con sensaciones. Y eso le da una densidad ética y afectiva que lo vuelve irreductible a la representación.
El libro en ese sentido también es una presentación de ese encuentro de materiales que vibran de diferentes formas, inauguran relaciones y modifican no solo a personas, sino lugares y estructuras. Dice Juan Francisco Barassi, “los tejidos de cierta forma diluyen el concreto rígido en una fluidez líquida, transmutando la materialidad en un acto dinámico y flexible”. Las instalaciones del tejido en centros de tortura y desaparición forzosa arropan y cobijan esa “frialdad aterradora” de estos lugares que muy bien describe Jose Tomás Rocuant de la Noi. Y en ese gesto, hablan por sí mismos. Las imágenes de Jerónimo de Munter en la página 7, 16, 29, 30 32, 36, 43, 55, 57 y 58, bien podrían leerse como un ensayo visual sobre la autonomía de los materiales, sus relaciones y agencias, más allá de la intención consciente de sus productores, con su propia vitalidad inmiscuida en cuadros que la lente de la cámara logra identificar y construir.
Cuadro V: La sangre como herida y como lazo
Finalmente, quisiera detenerme en la sangre. Porque este no es un textil cualquiera: es rojo. Y ese rojo, como la sangre, es ambivalente. Es símbolo de vida, linaje y comunidad, pero también de herida, violencia y muerte.
Hay aquí una intuición poderosa: que la sangre no puede ser purificada, que pesa, tiene densidad. Que cargar con ella es también asumir su ambivalencia. El tejido no oculta la violencia, la incorpora. Como en el gesto descrito por Violeta Parra en la canción “Un Río de sangre”[1], o el poema “Los enemigos”[2] de Pablo Neruda, el tejido, como las banderas de popelina, se empapa de sangre, de nuestras heridas y sufrimientos, pero tal vez ya no busca flamear, sino extenderse en horizontal, cobijar, arropar, cuidar, sostener, hermanar, anudar, tejer esa sangre a nuestra sangre, como testimonio de muerte y vitalidad, de dolor y alegría, de fin y comienzo, contenidos sobre un mismo y rojo soporte.
Cerrando el punto
Para finalizar. Este libro me conmovió por su belleza, por su sensibilidad, pero también por su apuesta política y metodológica: hacer memoria no solo con palabras, sino con gestos, con materiales, con vínculos. Me hizo pensar en cómo nuestras propias prácticas —académicas, artísticas, afectivas— podrían volverse más sensibles a estos modos de relación. Agradezco la oportunidad de dialogar con esta obra desde mis propios hilos. Que este encuentro no sea solo una lectura, sino también el inicio de otros tejidos posibles.
Obras referenciadas
Bennet, J. (2022). Materia vibrante. Una ecología política de las cosas. Buenos Aires: Caja negra Editora.
Despret, V. (2024). Muertos a la obra. Buenos Aires: Cactus.
Haraway, D. (2019). Seguir con el problema: generar parentesco en el Chthuluceno. Bilbao: Consonó.
Márquez, F. y J.De Munter (2025). Sangre de mi sangre. Tejer la memoria 1973–2023. Santiago: Ocho Libros.
Tsing, A. (2021). La seta del fin del mundo: sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Madrid: Capitán Swing.
[1] En Canciones reencontradas en París. 1971
[2] En Canto General. 1950.
Cristóbal Palma. Antropólogo
