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Santa Ana: una localidad colchagüina con las puertas abiertas a su historia y vinos. Por Álvaro Tello

Hace tiempo tuve la mala idea de tomar una bicicleta y pedalear desde el límite de Marchigüe a localidad de Santa Ana, ubicada en la comuna de Peralillo, que es otro límite. Fue mala idea porque atravesar campos en dos ruedas por camino ripioso capta de inmediato la atención de los perros, quienes sin temor salen de correría tras uno, quizá imaginando el sabor de mis canillas o procurando que desaparezca a tiempo de su territorio. Quién sabe sus razones.

Mi pedaleo lleva por delante un texto que retorna a mi memoria más bien como imagen integrada, perteneciente al militar y cronista Vicente Carvallo Goyeneche, quien por 1875 señalaría que pese a llevar un amplio registro del paso jesuita en Chile, quedaría por descubrir uno de los recintos de mayor envergadura al interior de Colchagüa, que no era el de San Fernando, como muchos imaginaron.

Volviendo a mi carrera, está terminó en la viña Clos Santa Ana (homónima de la localidad), ante un enorme y solitario muro al que acercándome por una cavidad, se cae en cuenta que su extremo grosor se debe a estar compuesto por tres muros entrelazados, por capas, cada uno construido por sobre el otro. Los dos primeros en superficie hechos de barro y paja, disfrazando la naturaleza primera, porque en el corazón subyace un muro de cal y canto con diminutos restos de cáscaras de huevos. Esto es algo que ya había visto en Cucha-Cucha y La Palma, bodegas de vinos jesuíticas en el valle de Itata. El cal y canto no es un mortero económico, y es ajeno a la tradición constructiva del secano colchagüino. Pero un muro como evidencia es apenas un sobrevuelo por la fábula, y es que el derecho narrativo comienza a dos metros de distancia. Bajo escombros arrumbados producto del terremoto de 2010, se ocultaban tres lagares de barro y piedra. Uno de ellos con su piquera intacta, y al fondo, un tercero ya desprovisto de su forma original. Sirvieron en algún momento para elaborar vino y esto, también se ha visto en restos de temporalidades jesuitas más al sur, como en Magdalena, en Itata.

Tras el hallazgo, se puede intuir que Santa Ana esconde una historia alambicada y llena de latencias. Como toda buena historia. En efecto, el primer acercamiento histórico es a la heredad del fundo San Joseph de Colchagüa, propiedad de Manuel de Zelada, natural de Zarautz, País Vasco. Según descubrimientos de la historiadora Laura Cabrera, habría donado para 1750 el fundo San Joseph de Colchagüa a la Compañía de Jesús, tasado diez años más tarde en $26.696 pesos, y que serviría como apoyo al colegio de la orden en San Fernando. Son temporalidades distintas.

Criollizado su nombre a San José de Colchagüa, nunca se obtuvieron documentos de las dimensiones territoriales y productivas de la propiedad jesuita. Se especulo durante algún tiempo que por alcance de nombre podría tratarse de localidad de San José de Marchigüe. Pero en un intento de reconfigurar las escena histórica, y consultando el catálogo de la Real Audiencia publicado en 1898, aparece la primera pista. La Compañía de Jesús tras su expulsión (1767) contó con tres propiedades independientes de San Fernando. La primera corresponde a Chacarilla, en Nancagüa, luego Colchagüa, cercana a San Rafael y Lihueimo, y la tercera de mayor extensión, San José de Colchagüa. Las primeras suponen estancias y chacras, a diferencia de San José, que se eleva a nivel hacienda según el catálogo. Trazos de hijuelas reunidos a través del registro de San Fernando (1879), comprenden una extensión que hoy limitaría al norte y poniente con Marchigüe y el sector Trinidad, Calleuque al oriente y Pihuchén al sur. Se estima un área que pudo superar las 13 mil hectáreas.

Expulsada de la orden, la hacienda San José de Colchagüa cayó en remate a favor de Formerio Badarán por $18.600 pesos. Precio bastante menor a la tasación original. Consta en los documentos que dan conocimiento a Agustín de Jáuregui y Aldecoa, político y militar español que se desempeñó como gobernador de Chile entre 1772 y 1780.

Las particiones de la hacienda San José de Colchagüa continúan de manera sucesiva. Eusebia Calderón de Castro figura como siguiente dueña, y tras fallecimiento, se procede a una nueva división de la hacienda, dando origen a dos hijuelas que se convertirían en localidades reconocibles hasta el día de hoy: La Población y Santa Ana, quedando esta última en manos de Emilio Velasco. La propiedad se iría convirtiendo en una localidad delimitada gracias a la sucesión de Benjamín Velasco en 1902, quien compra a su hermano parte del fundo Santa Ana, que va desde la línea férrea (hoy ruta 90), al oriente con el fundo Población, poniente con el fundo San José (hoy hijuela San Joaquín) y al norte con el estero Cadenas. Santa Ana conserva actualmente esos límites aunque su comunidad se atomiza hacia el interior, y no por la carretera.

Entre los sucesores proliferó la estancia granera y molinera en reemplazo de la vitivinícola y chacrera (cultivos de subsistencia e intercambio), dado que en los siglo XIX y XX, se arrancan cultivos en favor del trigo y arroz, los cuales tuvieron fuerte demanda convirtiéndose incluso en materia de exportación. Sin embargo, olvidamos que las tradiciones en el espacio inmaterial del ser humano casi por derecho pueden prevalecer, caer en períodos ausencia, e incluso reaparecer a escondidas de nuestra memoria.

En 2012 el ex embajador de Chile en Perú, Roberto Ibarra, adquiere una de las hijuelas de Santa Ana. Junto con su socio el artista y fotógrafo Luiz Allegretti, restauran una enorme casona que por lo inscrito, dataría de fines del siglo XVIII. Allí plantaron vides con la idea de hacer vinos, a una escala que no llamaría mínima o humana, sino equivalente a un esfuerzo sensible. Luiz Allegretti, me contaría del hallazgo de una bodega subterránea ubicada en el extremo oriente de la casona, la cual se encontraba cubierta de tierra y que tras su remoción, fue habilitada nuevamente para ser bodega de vinos. Coincidencia o no (o mejor digámoslo, no es coincidencia), el murallón y lagares encontrados al inicio de esta historia, se encuentran a pocos metros de la bodega subterránea. Es como si el lugar estuviese mensajeando un hecho.

Clos Santa Ana, que es decir Luiz y Roberto, a tiempo transcurrir, enseñaron a sus amigos y visitantes el entorno, la casona restaurada, sus propios vinos, y algunos entre medio de tanta libación, comprendieron que vivir en la cercanía era sorprendente y necesario al mismo tiempo. Así llegaron Samuel Larraín y Pepa Duque, quienes viven en Santa Ana dedicados a producir vino y el turismo, ya va en dirección. Su bodega, Caminomar, se encuentra justo bajo su propia casona. Mauricio Etienne, de Bolivia, avecindado en Santa Ana, cuenta con casas y una gran bodega y viñedos en producción. Su nombre, La Sirca. Lo mismo Michel y Kathryn, provenientes de New Orleans y California respectivamente. Su bodega Los Chanchitos, terminó por de definir a Santa Ana como una localidad/comunidad del vino de pequeñas producciones, donde la mayoría en su unidad territorial cuenta con casa, bodega, y viñedo.

El antropólogo francés Marc Augé definiría este cruce entre pasado y presente como «lugares de la memoria», puesto que hay señales cargadas de significado que definen la actividad y el paso de la actividad. Y así crean la identidad del ligar en común.

Bien, es posible imaginar a Santa Ana, en la comuna de Peralillo, como una comunidad llena de productores de vino, extendiéndose en apenas una calle que a cada paso va intercalando un relato distinto. Y no solo imaginar, porque es posible acercarse a ellos a través de «Santa Ana Puertas Abiertas», un día en el cual abren sus bodegas, sus casas, para probar vinos, conversar y acercarse. El 19 de abril, pueden ustedes mismos reconstruir el resto de esta historia: @puertasabiertas_santaana

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