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Si la opinión hiciera la fuerza. Por Rossana Carrasco Meza

Si la opinión hiciera la fuerza, Chile sería otro país. No el de la resignación ante lo posible, ni el de los discursos que anuncian cambios mientras administran lo mismo. Sería un país menos desigual, menos temeroso, capaz de transformar su malestar en acción colectiva. Pero la opinión —esa que circula en redes, cafés, medios y calles— no basta. Opinar, hoy, no equivale a incidir.

Desde el estallido social de 2019, Chile pareció sumergirse en un permanente ejercicio de conversación. El país se volvió foro: todo se discutía, todo se interpretaba, todo se exigía. Por un momento, pareció que la fuerza de la multitud abriría una nueva etapa, refundando las bases del pacto social y cerrando los ecos de la transición. Sin embargo, los procesos constituyentes mostraron los límites de la opinión cuando no se acompañan de organización, pedagogía política y capacidad de sostener el conflicto más allá de la consigna.

Hoy, la política se mueve entre el desencanto y la rutina. La palabra “cambio” perdió filo; el futuro se convirtió en un asunto administrativo. Los partidos, cada vez más encapsulados, gestionan el presente con la mirada fija en la próxima encuesta. La ciudadanía, a su vez, parece suspendida entre desconfianza y fatiga. La opinión se multiplica, pero su eco rebota en un muro de indiferencia institucional.

La coyuntura lo confirma. La crisis en la Policía de Investigaciones (PDI), que reflota estos días con su trama de corrupción, desnuda la fragilidad moral de instituciones que deberían encarnar probidad. La indignación fue inmediata: declaraciones, conferencias, comisiones investigadoras, demandas de transparencia. Pero la maquinaria del olvido giró. En pocos días, la tormenta mediática se disipó y todo volvió a la normalidad: esa normalidad donde lo inaceptable se vuelve rutina.

El debate sobre seguridad se reduce a retórica de control y castigo, mientras se ignoran las raíces sociales del problema. La precariedad del sistema educativo, donde la educación privada y el lucro determinan oportunidades, evidencia la impotencia del Estado frente a intereses privados que condicionan el futuro de miles de estudiantes. Cada episodio revela lo mismo: un país que habla de justicia, pero se resiste a tocar los cimientos de su injusticia.

Vivimos en una paradoja: nunca fue tan fácil opinar, y nunca la opinión pesó tan poco. Cada crisis genera hashtags, columnas y debates, pero pocas transformaciones reales. La globalización de la conciencia no se tradujo en democratización del poder. Y, en una ironía inevitable, esta columna es parte de ese circuito: una voz más que intenta interpelar un orden impermeable a las palabras.

No se trata de renegar de la palabra, sino de devolverle su fuerza: recordar que el lenguaje no cambia el mundo si no se acompaña de organización, movimiento y voluntad común. La indignación, por sí sola, no basta. Si la opinión hiciera la fuerza, Chile ya habría cambiado su Constitución. Los casos de corrupción no se repetirían con impunidad. La desigualdad no sería una estadística tolerada con resignación.

Aquí estamos: opinando, denunciando, esperando. Tal vez el desafío no sea gritar más fuerte, sino aprender a construir poder desde abajo, donde germina la posibilidad de lo común. Porque si la opinión no hace la fuerza, al menos puede dejar de ser su coartada.

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Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano, PUC; Politóloga, PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, Universidad de Chile

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