El pasado 25 de febrero, gran parte del país se enfrentó a una situación inesperada: un apagón que dejó a millones sin electricidad. Como si febrero nunca quisiera despedirse sin antes dejar su huella, la falla recordó a muchos que en esta "larga y angosta faja de tierra" siempre hay espacio para lo imprevisto. "Todos los fines de febrero traen una sorpresa", comentaba alguien en redes sociales. Y es cierto: incendios, terremotos y cortes masivos de luz han solido cerrar el mes con un giro inesperado.
Más allá de los antecedentes anecdóticos, este evento puso sobre la mesa un asunto de fondo: nuestra creciente dependencia de la tecnología. Aún sin un diagnóstico claro sobre las causas de la falla, lo cierto es que la ausencia de suministro paralizó una sociedad cada vez más electrificada y digitalizada. En un país que en las últimas décadas ha apostado por la modernización tecnológica, un apagón masivo no solo interrumpe la rutina, sino que expone nuestra vulnerabilidad ante lo inesperado.
Aquello cobra aún más sentido en el contexto de la transición energética global. En el esfuerzo por mitigar la crisis climática y reducir emisiones, el mundo avanza hacia la descarbonización de sus matrices energéticas y la electrificación de la demanda. Esto significa que cada vez más actividades diarias dependen de la electricidad, desde cocinar hasta movilizarnos. Nuestros abuelos usaban planchas a carbón; hoy son eléctricas. La cocina pasó de leña a gas y ahora a inducción. Y el transporte avanza con la electromovilidad como una alternativa al petróleo.
Sin embargo, mientras electrificamos el consumo, el cambio climático sigue intensificándose. Sequías, aluviones, huracanes y otros eventos extremos son cada vez más frecuentes y afectan lugares donde antes eran impensables. A pesar de los esfuerzos internacionales por frenar el calentamiento global, la meta de limitar el aumento de temperatura a 1,5°C parece haberse escapado de las manos. Ahora solo queda evitar que supere los 2°C, umbral que ya implica riesgos considerables.
Nuestra infraestructura se muestra vulnerable ante eventos naturales imprevistos. Sin embargo, como lo muestra el apagón, no solo el entorno representa un desafío, sino también las fallas tecnológicas y el factor humano, que amplifican esta fragilidad en las sociedades contemporáneas. Lo verdaderamente preocupante es nuestra capacidad de respuesta ante estos escenarios. Sin electricidad ni señal de celular, muchas actividades cotidianas quedan paralizadas: desde pagar el pan en el almacén y cargar la tarjeta Bip hasta algo tan básico como orientarse en el camino a casa. La interdependencia tecnológica, lejos de ser solo un avance, nos expone a nuevos riesgos. Algo de esto ya lo advertía Ulrich Beck en La sociedad del riesgo: la modernidad ha generado vulnerabilidades que antes no existían y para las cuales aún no estamos plenamente preparados.
Anhelamos un mundo con una mejor calidad de vida, más limpio y libre de contaminación, y la electrificación se presenta como una solución eficiente para avanzar en esa dirección. Sin embargo, el desarrollo tecnológico y los cambios sociales plantean una interrogante crucial: ¿podrían estos avances, en lugar de fortalecernos, aumentar la vulnerabilidad humana ante lo adverso?
Axel Bastián Poque González
Doctor en ambiente y sociedad
Investigador postdoctoral