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Sobre el libro Santiago, otra visita de Eduardo Cobos (Caracas, Fundarte, 2024). Por Pablo Aravena Núñez

Santiago, otra visita de Eduardo Cobos es un libro compuesto por cinco relatos. Todos ellos están ligados por una hebra a veces imperceptible, un hilo que va de Caracas a Santiago, de vuelta a Caracas, para volver a lugares como San Bernardo, Quintero o Puchuncaví, por allá entre los años ochenta y noventa. En este sentido el libro tiene un marcado carácter autobiográfico (si es que son ciertas las partes de su vida que me ha narrado a veces el autor). Como sea Eduardo Cobos existe, lo conocí cuando decidió ya no volver a Santiago, sino venirse de Caracas a Valparaíso, decisión apurada, según entiendo, por algunos “efectos indeseados” de la revolución bolivariana. Es quizá en una suerte de indemnización moral que este libro se publica en la colección Narrativa del Siglo XXI de la Fundación para la Cultura y las Artes del Gobierno Bolivariano de Venezuela.

Pero ese hilo que va de Caracas a Santiago se lo dejaré a otro lector, el que a mí me ha interesado en este libro es otro más corto, secundario, el que va Puchuncaví y a Quintero, me refiero a los relatos “El corvo” y “Hotel Quintero”. Ambos tienen en común el ambientarse en el Chile de los ochenta. En efecto, son la elaboración narrativa de experiencias de dictadura en provincia, en pequeños pueblos en donde pareciera que se encuentra a Chile en estado concentrado, allí donde la pequeña escala lo vuelve todo más abusivo, violento y abyecto, lugares en donde los principios que irradió la Junta Militar se acoplaron solidariamente a las costumbres más arraigadas de un país fraguado en el latifundio: los pequeños tiranos, la patota, el silencio cómplice, la servidumbre voluntaria, el “no sé ná yo”, la delación deliberada para cobrar antiguas deudas, resolver líos de faldas o sólo para conseguir la buena voluntad del poder local por cualquier cosa que pudiera pasar. Delatar por si acaso.

“Sólo entre tus iguales tienes derecho a sentirte solo”. Este epígrafe, del dramaturgo austríaco Arthur Schnitzler, se lee al inicio de “El corvo”, un relato sobre el ensañamiento de los machos del pueblo contra un tipo que vuelve del extranjero. Basta con la sensación de que el tipo “no es de aquí” para desatar una violencia desmedida, azuzada a diario por los discursos televisivos de los militares de turno y la prensa nacional. En realidad, la patota golpe a Alcides Jofré para pasar el rato, la justificación ideológica es posterior. De entre esa maraña emerge un personaje atroz, pero de una inquietante familiaridad para alguien que, como yo, pasó esos jodidos años ochenta en un pueblito del Chile central: Carlos Sepúlveda, un carnicero de oficio, admirador de los boinas negras, aficionado al destripamiento de perros callejeros por uso de corvo atacameño “uña de diablo”, que finalmente se hace colaborador civil de los servicios de inteligencia, sobrepasando la capacidad de acción de la fuerza regular con instrucción militar. Un tipo con iniciativa. (Como este conocí de niño al menos un par, tipos de los que mi padre cuidaba mantenerse a distancia y de los que iba delineando algo así como un perfil psicológico, en voz baja, cuando alguno de ellos cruzaba frente a nuestro auto. Uno de ellos era un primo hermano de él, un compañero de farra que alejó el Golpe.

Mi tío, que había logrado súbitamente un buen puesto en una industria local, y al que los trabajadores se referían con el apodo “Racumín” -el nombre de un veneno para ratas- cargaba con ser sapo y no haber hecho mucho cuando el once se llevaron a su hermano, mi otro tío, para torturarlo por diez meses en “el Lebu”, el buque mercante de la Sudamericana de Vapores que Ricardo Claro dispuso para restaurar la moral de la patria).

Lo que creo interesante de este tipo de relatos es que por vía de la trama ficcional -y no otra cosa es la memoria tampoco- se abre paso una forma de conocimiento de lo que hoy llamaríamos, con algo de esnobismo, “la subjetividad nacional”, y que se nos revela con mayor claridad en esos pequeños mundos en donde todos se ubican, pero nunca acaban de conocerse. Y es que la garantía de esta posibilidad de conocimiento -por implicar nuestra confrontación con algo demasiado insoportable de lo cual participamos- es justamente la ficción. Para el conocimiento de este pasado que nos constituye la ficción no es un lastre, antes bien es lo que nos da acceso y permite asimilarlo como por grados.

En el mismo sentido mi interés por “Hotel Quintero”, la historia de un veraneo de pobres de un niño santiaguino en la casa de sus tíos y primos pescadores. Igual que en el otro relato (“El corvo”) el afuerino debe enfrentar a la patota del lugar, a los aprendices de mafiosos que refuerzan su lazo en la complicidad del abuso y la violencia contra un otro, o bien en la comunión de una semiorgia.

Todo pasa entre adolescentes en un pueblo gobernado por un alcalde militar designado por la dictadura. Pero es a su vez un alcalde gobernado por el engreimiento feroz de sus dos hijas, cuyas subjetividades se desbordan sin límites -y contra ellas mismas finalmente- en un medio donde ser hijo del alcalde era pasaporte para absolutamente todo, claro que “todo” lo que un pueblito de pescadores, con una base aeronaval (Quintero), podía ofrecer en los ochenta. No es extraño entonces que las mellizas terminen gobernando también a la joven mafia local, sometiéndolos hasta con cándidas perversiones sexuales cometidas en casas de veraneo abandonadas, de las que nuestro protagonista y su primo solo pueden participar espiando y envidiando en secreto.

“Evidentemente ellas lideraban al resto -escribe Cobos. Sin darnos importancia se quedaron frente a nosotros. Hablaban. De repente uno de ellos nos dijo que abandonáramos la plaza. Los demás continuaron impasibles hasta que una de las rubias gritó que nos estábamos demorando mucho. El que estaba delante me dio un empujón; se notaba que lo hacía sin ganas, sólo para impresionarlas. Y nos miró con benevolencia, como si quisiera decirnos que seguía instrucciones, que en otras circunstancias podríamos haber sido amigos” (p. 65)

¿Habrá una figura más paradigmática en el Chile de provincia que el hijo del alcalde? Un truhan al que se le permite todo y que, por lo mismo, no puede sino terminar muy mal. Pero además ¿habrá habido un ámbito de educación política -del límite de nuestros atrevimientos y los costos a pagar- más eficiente que esta dinámica del poder de pueblo? ¿Cuánto puede explicar de cosas que vinieron después, en los noventa, en los dos mil, y hoy?

Nos toca asumir el lugar que nos ha tocado en situaciones como esta, porque lo seguro es que nadie ha escapado a ellas y, por lo tanto, somos en distinta medida partícipes. Aquí nadie es puro, sólo ocurre que “nos sentimos solos entre nuestros iguales”.

Pablo Aravena Núñez.

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