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Soixante-huitard: mayo del 68, su proyección cincuenta años después. Por Gustavo Gac-Artigas

Aquel 3 de mayo del 68 volaron las ideas, abandonaron las aulas polvorientas, salieron de libros enmohecidos y se confrontaron con la realidad.

Los profesores autoritarios perdieron autoridad,

los jóvenes tomaron la palabra,

el sistema se asustó.

Partió de la nada, de un estudiante que, en la universidad de la Sorbona, campus de Nanterre, se atrevió a increpar a un ministro -Dany el rojo le apodaron-, y la palabra fue castigada, la desalojaron con la fuerza bruta, con los batallones especializados de la guardia republicana, los temibles CRS, que, fuerza bruta, tuvieron que batirse en retirada frente a las ideas.

En un comienzo la fuerza apabulló las ideas, aquellas que pese a los siglos de historia pasados hasta el 68 y hasta hoy, el 18, no saben defenderse contra la violencia, aquellas que son molidas a golpes, encerradas en húmedos calabozos, o en salones de clase sin ventanas, aquellas que, gracias a los siglos pasados aprendieron a sobrevivir, a transformarse, a avanzar.

Pero volvamos al 68, dado que soy un soixante-huitard de espíritu.

En las ­­calles de París las ideas volaron, primero en la palabra, en los cantos, en las discusiones interminables de café, en las consignas que adornaron y devolvieron la vida a los viejos muros de mi querido París. “Prohibido prohibir” se leía, se respiraba, se creía en las calles y en las mentes de miles y miles de jóvenes, estudiantes primero, obreros que se sumaron después. Y frente a los bastones, a los gases, las ideas fueron aprendiendo a defenderse para que no las borraran del espacio público, a defenderse en lo inmediato para pasar al futuro como viejas historias que remecen la mente y llaman a otras ideas a ocupar ese espacio.

Una consigna, una idea volando contra el oscurantismo (la violencia, piensan ellos, los poderosos) puede ser frágil presa del poder. Los jóvenes en las hermosas calles de adoquín de París las protegieron con sus pechos, sus espaldas, sus cabezas y para que entraran en las cabezas de los temidos CRS, las forraron con adoquines que rebotaban en los cascos y añadían musicalidad a las consignas.

Éramos uno y éramos miles, éramos miles y nos transformamos en millones; a la Sorbona se sumaron los teatros, la ópera, los pintores, los poetas. Perdón, los poetas ya estaban en la calle, los jóvenes en Checoslovaquia reivindicando el derecho a la palabra frente a otro poder autoritario, frente a viejas estructuras que no dejaban satisfechos a nadie salvo a los poderosos. “Zánganos” los llamó en París quien más tarde fuera el presidente de las ideas progresistas, François Mitterrand, “hijos de papá” los llamó De Gaulle; “ahí vienen”, gritaron las preciosas ridículas en los salones de palacio escondiéndose temerosas tras sus empolvados maridos. Los carnets de enrolamiento de los jóvenes norteamericanos destinados a matar y morir en Vietnam comenzaron a aparecer frente a la Casa Blanca y en los rincones de París arrojados por los objetores de conciencia, conciencia de un pueblo que quería la paz y no la guerra.

Los cantos se sumaron y fueron llevados junto a las ideas por el viento que recorría el planeta.

Hoy, cincuenta años después, algunos ya ni siquiera recuerdan el viento libertario, la palabra noble y altiva frente a la injusticia, ya ni recuerdan el pequeño incidente en las aulas de Nanterre, en la inauguración de una piscina, donde un estudiante enfrentó a un ministro. Los investigadores de palabras y no de la vida dirán que fue un intento de revolución que fracasó, dirán que, hasta André Malraux, el intelectual que luchara durante la Guerra Civil española en defensa de la República, del pensamiento, salió a las calles un mes más tarde a defender al Estado, temeroso de un pensamiento que lo sobrepasaba. Cuántos intelectuales en el mundo a la hora terrible, para ellos, hora de romper barreras y muros temen a lo desconocido y olvidan el prohibido prohibir, y regresan, un poco ruborizados, hay que decirlo, al prohibido violar la regla imperante sin darse cuenta de que es preferible ser parte de una revolución fracasada que vivir inactivos en el hastío y la injusticia.

Cincuenta años más tarde, ese hermoso fracaso marcha por las calles de Chile renacido en nuevas sonrisas, marcha frente a la Casa Blanca, en la sonrisa herida de jóvenes estudiantes pidiendo, por su seguridad, que prohíban las armas que los matan, marchan en el sueño de soñadores que reclaman ser simplemente seres humanos con los derechos del ser humano, en aquellos seres que atraviesan las fronteras Cruzando Centroamérica y México sus bocas sedientas, pero sus ojos sonriendo como sonreían los ojos de los jóvenes en París un 3 de mayo de 1968.

Neruda descubrió en el lago Budi al sur de Chile que los cisnes de cuello negro cantan antes de morir —canto de cisne se llamó a mayo del 68— pero el poeta olvidó que los gallardos cisnes de cuello negro cantan para no morir, y su canto renace en cada pequeño e insignificante acto que despierte a miles que se transformarán en cientos de miles, y cientos de miles en millones en una nueva revolución que ni siquiera ese 3 de mayo imagináramos.

Prohibido prohibir.

Gustavo Gac-Artigas. Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).

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