El trabajo dejó de ser solo un medio de vida; hoy es el reflejo más honesto de la desigualdad moderna, y Chile no es la excepción. Decir que todos queremos trabajar parece una obviedad, pero no lo es. Detrás de esa frase se esconde una tensión que atraviesa la vida de millones de personas: el trabajo como necesidad, como identidad y como un horizonte que es incierto. En un país donde el desempleo en el último trimestre ronda el 8,6 % (INE) y donde el empleo formal convive con la precariedad y la automatización, trabajar ya no significa simplemente tener un ingreso, sino sostener la dignidad, la estabilidad emocional y un sentido de pertenencia, que, en los tiempos de la IA, pareciera “humanamente” imposible.
El espejismo del pleno empleo
Durante años nos acostumbramos a escuchar que el mercado “se recupera” –solo, o quizás no–; que el crecimiento “trae empleo” y que las cifras “mejoran”. Pero los números esconden baches: los nuevos puestos de trabajo son, en su mayoría, informales o en el empleo público; El desempleo no sólo es un dato económico: es una experiencia de vida. Si miramos afuera, en España, por ejemplo, “el paro” – dicho para quienes están cesantes, y reciben un subsidio por desempleo – también trae un peso moral a cuestas. Quien busca trabajo sabe que el problema no es la falta de motivación, sino la falta de oportunidades reales, aunque suene cliché. Entre los subsidios y la amenaza de los recortes En el intertanto, cierto es que el Estado de Chile ha desplegado una red de programas para sostener la empleabilidad: subsidios al empleo joven, apoyos a la contratación formal, acompañamiento psicolaboral a personas cesantes o capacitaciones técnicas a través de SENCE. En muchos casos, estas iniciativas son el único salvavidas para las familias que dependen de ingresos variables o informales.
Pero –porque siempre hay uno–, cada ciclo electoral reabre la misma pregunta: ¿hasta cuándo podrán mantenerse estos programas sin caer en la tijera presupuestaria? El símbolo del subsidio y todo lo que significa, se vuelve monedita de cambio política. Si se recortan, no solo desaparece un apoyo económico, sino un gesto simbólico del Estado hacia quienes seguimos creyendo que el trabajo es el camino de la integración social. Así las cosas, el discurso del trabajo en el imaginario político, sobretodo en líneas fundamentalistas, parece no ser un aliento de cambio, más bien, encarna el temor que todos tenemos a instrumentalizar la dignificación.
A esto, la sociedad civil se ha convertido en un motor silencioso de empleabilidad. Talleres en oficios, redes comunitarias, huertos urbanos o apresto laboral podrían reactivar economías locales y reconstruír vínculos rotos. Son proyectos pequeños, pero con impacto real. Enseñan que el trabajo no siempre necesita pasar por una empresa o un título universitario. Que se puede vivir de lo que se sabe hacer con las manos, que la cooperación puede ser más rentable que la competencia, y que el empleo digno también puede nacer en los sectores más excluídos, en los barrios o hasta en la cárcel. Claro está que estas experiencias no reemplazan la acción pública, pero la completan para mejor.
El valor de lo técnico frente al mito de lo profesional
Es el secretillo a voces que corre en los pasillos de las universidades y en las juntas veinteañeras: A lo mejor el título universitario no es sinónimo de éxito.
Muchos egresados de carreras tradicionales enfrentan deudas impagables, salarios bajos y una larga fila de competidores listos para correr la misma maratón. En contraste, los oficios técnicos parecieran ofrecer rápida inserción, movilidad social y una relación más directa con las necesidades reales del país.
No se trata de oponer técnica y academia, sino de reconciliarlas: Una sociedad moderna necesita, por cierto, tanto ingenieros como técnicos eléctricos; sociólogos como operadores de Grúa Horquilla.
Revalorar la educación técnica no es un retroceso: es una manera de reconstruir el pacto social del trabajo, ese que alguna vez nos pudo prometer movilidad y hoy parece agotado.
El trabajo en tiempos de pantallas e inteligencia artificial
A todo esto, se suma un cambio silencioso: La IA y el trabajo remoto pueden ampliar oportunidades, pero también profundizar las desigualdades si no se acompañan de políticas de acceso, capacitación y regulación justa. La alfabetización digital ya estaba en la palestra hace unos años, hoy es un básico inexorable, ¿Caeremos todos frente a la IA? Es valido cuestionárselo.
Al final, si todos queremos trabajar, la discusión no puede reducirse a cuántos empleos se crean, sino a qué tipo de trabajo estamos ofreciendo. El desafío no es volver al pasado del empleo estable (que tal vez ya no existe o es sólo una abstracción), sino pensar un futuro laboral que sea más humano, donde las políticas públicas, las empresas y la sociedad civil converjan en algo básico, pero urgente: que ganarse la vida no sea una batalla sino una posibilidad.
Boris Melani es Trabajador Social, consultor en Diversidad, equidad e Inclusión (DE&I)
