a Paula, por desafiar el cansancio de los tristes
El año 1997 migraban las cartas públicas (Jocelyn-Holt, Armando Uribe, Marco Antonio de la Parra) e irrumpía la primera edición del célebre Chile Actual, anatomía de un mito. Bajo el expediente del humanismo crítico, y con prosa antiautoritaria, Tomás Moulian imputaba los vicios irrecusables de la transición pactada, léase Legitimistas y Orleanistas de la restauración -si apelamos al Dieciocho Brumario, 1854-. Han transcurrido más de dos décadas de aquel hito, pero este “corpus fantasmagórico-“, vuelve a retomar una inusitada vigencia cuando observamos el presente adaptativo de las ciencias sociales, sus formatos algorítmicos, y una ética managerial in infinitum. No podemos soslayar que, antes de este “boom editorial”, y bajo otra escena intelectual, Tomás había intervenido decisivamente en la evolución de la izquierda chilena. Incluso tuvo un rol protagónico en la llamada renovación socialista.
Existen títulos imborrables que debemos consignar, Democracia y Socialismo (1983) Discusiones entre Honorables, Democracia y Socialismo (1987), La forja de Ilusiones (1993), que fueron predecesores que configuraron el circuito y los códigos de un mapa crítico que, hacía dialogar sociología, literatura, historia y marxismo, sin comparecer a las métricas faraónicas del “capitalismo académico”. A diferencia de algunos ilustres compañeros de ruta (Brunner, Garretón, Lechner) que experimentaron diversos procesos de institucionalización bajo la Concertación, Chile Actual, fue una ingeniosa invectiva que repuso –a contrapié– el ejercicio moderno de la distancia crítica para revitalizar la historia viva de los acontecimientos. Cuando todo era administrado por los monopolios mediáticos –el espectáculo como pacificación de los antagonismos– y el fanatismo por la continuidad dominical era un cielo sereno, Moulian impugnó aquella figura del “experto indiferente”, aquel que siempre se aferra a los lingotes del crecimiento globalizante.
No es necesario abundar en cuestiones más prosaicas, aquellas referidas a una comunidad académica (sociólogos, politólogos y otros personajes de ocasión, muy ávidos de indexación) que capturaron un trama de relaciones y mundos posibles, para proyectar sus particulares ascensos en las pasarelas del capitalismo académico. Tal comercio entre academia y política buscaba escapar frenéticamente de una izquierda "depresivo-testimonial"; . Oportunismo no faltó.
Convengamos que Chile Actual, no representa una crítica protegida a los pactos de olvido. Su escritura pública buscaba distanciarse del consenso politológico y remecer las epistemologías del despojo que hoy gobiernan a las ciencias sociales. Tomás desbarató el argot glorificante de la modernización, a saber, servicios, desregulación, commodity, consumo conspicuo y episteme crediticia de los años 90’. No había fiesta o democracia con gloria, sino gatopardismo y banquetes de la reconciliación. En suma, las exuberancias del modelo terciario y sus “fábulas celebratorias-globalizantes”, fueron sometidas a una crítica demoledora. Y cabe admitirlo, desde otra vereda ideológica, Jorge Larraín, por esos años aludía al caso chileno como una modernización oligarquizante.
A poco andar quedó en evidencia que no se trataba de un cuestionamiento más al sistema de partidos, a los compulsivos consensos, al consumo como experiencia cultural para mitigar la desigualdad estructural. Asistimos a una deconstrucción radical de todas las formas de vertebración mercantil que asedian al Chile contemporáneo en el marco de una transición epocal: las tecnologías de gobernabilidad quedaban al descubierto. Ello incluye la liberalización del mercado educacional que hizo crisis el año 2011.
A pesar de lo anterior la clase política mantuvo una relación de doble filo con este ensayo. Fue observado de reojos por las implicancias críticas de las economías del conocimiento. Más aún cuando el mercado de los postgrados produce investigación, a condición de pulverizar las tradiciones cognitivas. Aquello que Carlos Ossa ha llamado precarización de la creatividad en tiempos de capitalismo cognitivo. Más aún, cuando la masa de Doctores en ciencias sociales, ha sido reducida a “plusvalía cognitiva”. Chile Actual…era un análisis urticante de las impudicias del ascenso social y el diezmo de los consumos. Ante la abundancia de sugerentes sofistas, bien vale repensar si aquel ensayo, a la manera de un J’accuse, aún nos permite iluminar nuestro paisaje político e interrogar si las afirmaciones fronterizas -allí expuestas- fueron “superadas”, “contrastadas”, “complementadas” o “derogadas”. Nuestra sospecha es que, a pesar del tiempo transcurrido, el análisis en cuestión ha fomentado un conjunto de “posibilidades hermenéuticas”, de intelecciones y momentos culpogénos, que hoy mantienen una vigencia trascendental. Por de pronto nuestra clase política ha expropiado la soberanía popular -motín constitucional- y de facto promueve plebiscitos a nombre de una oligarquía benevolente. Cesarismo progresista o ¿Coup d’état d? No lo sabemos. No hay acaso allí, gatopardismo, para exorcizar las jornadas de octubre (2019) –sin obviar sus licencias poéticas y un feroz déficit hegemónico-, pero sin abjurar de su estocada a los mitos del “milagro chileno”.
Pese a esto último, y sin mayores pudores, la coalición transicional gobernó por dos decenios y casi al final de la “dominante neoliberal”, ¡en hora buena!, se adaptó “velozmente”, ladinamente, a las reivindicaciones del movimiento estudiantil, ¡fin al lucro!, sin perjuicio de que nuestra élite sigue reclutando a sus grupos parentales en colegios de “excelencia”, validando los mismos rituales que condena públicamente –2011 mediante–. De una u otra manera, tanto PENTA como SQM son fenómenos que un político ubicuo del PPD, Jorge Schaulsohn, calificó como una “ideología de la corrupción” tramada en pleno “apareo transicional”. Tras el aluvión de operadores concertacionistas el balance es conmovedor: ahí están para el anecdotario las recetas doctrinales de Eugenio Tironi sobre la inviabilidad de una política de comunicación estatal.
De este modo, y por traumático que resulte, no podemos agotar el debate invocando el feroz fraude al patrimonio estatal que consumó una serie de empresarios, civiles y militares en la década de los 70 y 80, sino que debemos fijar la mirada en un tipo de modernización donde el clientelismo y la prebenda se enquistaron tempranamente en la escena transicional –léase transaccional–. Ello sin negar los nefastos nexos que están en el origen de las privatizaciones. A la luz de este diagnóstico muchos hitos resultan inescrupulosos. Pero contra todo lo previsto por estos días –a contrapelo del diseño de reformas prometidas– la clase política tiene la “osadía” de blufear por el regreso al “partido del orden” (PS-PC-FA), donde los consensos de gobernabilidad sirven como bitácora del neoliberalismo avanzado.
Por estos días, los transitólogos de la ex Concertación han sentenciado un agotamiento del ciclo de movilización social y los delirios de la revuelta (2019) han sido castigados. Sea cual sea el caso, resulta inédito este fervor por reponer una “cultura de consensos” que le permitió al “escalonismo”, en plena contienda electoral 2013, desestimar sin contrapeso cualquier exabrupto de Asamblea Constituyente proveniente de una “izquierda anarquizada”. Convengamos que se trata de una premisa inamovible e inconfesa de la izquierda institucional: la Concertación y su culto por el orden.
Y a no olvidar las paradojas que aquí están en juego: todo ello ocurre sin perjuicio de que en el trasfondo de los problemas de probidad que afectan a la Nueva Mayoría, existe un indiscutible prontuario que se arrastra desde la misma modernización concertacionista que Chile Actual ponía en cuestión. Pese al cúmulo de reclamos ciudadanos durante dos decenios de pactos transicionales, ahora se inaugura una compulsiva nostalgia por la gobernabilidad transicional. Ello nos obliga a subrayar un dato de la causa: el conglomerado del arcoíris se sirve de un “capital humano” –inserto desde luego en la Nueva Mayoría– que en los últimos dos decenios participó entusiastamente de una razón privada. Ello tarde o temprano haría compleja la tarea de los cambios sustantivos que la misma coalición dice reivindicar. El fervor inicial da lugar a nuevos espasmos, a un escenario de frustraciones colectivas y el FA devela su inquebrantable pasión por la administración y funge como un cuerpo castrado por las élites.
El año 1997 Moulian “deslizó” explícitamente (y por la vía de aseveraciones intuitivas) buena parte de las cosas hasta aquí señaladas. A poco andar, Camilo Escalona –el zar del realismo chileno– respondió con descargos remediales para enfrentar los vicios de la impunidad (Una transición de dos caras, Lom, 2000). Por fin, en un Chile empapado de indicadores y memorias fugitivas, es la hora de recordar -repensar- el tenaz gatopardismo, la vigencia crítica de su diagnóstico, o bien, su eventual crisis de temporalidad.
En vida Tomás nos conmina a continuar con un legado.
No hay relevo, ni plumas. Hace frío.
Mauro Salazar J.
Doctorado en Comunicación
UFRO-UACh.