"Al final de este viaje en la vida quedará
nuestro rastro invitando a vivir,
por lo menos por eso es que estoy aquí"
(Silvio Rodríguez)
En enero tuve una conversación con un colega sobre las publicaciones académicas. No era la idea central de la conversación, pero dijo algo así como que estas son intrascendentes porque a largo plazo nadie nos recordará por haber publicado tal o cual cosa. Por el azar del devenir, unos días después conversé con una estudiante de posgrado acerca de su historia familiar, y llegamos a reflexionar sobre cuán frágil es la vida humana y cómo quedan olvidadas las historias de las generaciones pasadas. Ella también desarrolló una idea similar. Cuestionó la relevancia de las preocupaciones académicas del presente, teniendo en consideración el hecho inevitable de la muerte y que difícilmente seremos recordados luego de esta. ¿Es que la vida académica solo tiene sentido si tenemos cierto nivel aceptable de reconocimiento, ya sea actual o en las generaciones venideras?
A propósito de esta pregunta, mientras escribo esto, recuerdo que hace varios años, cuando estudiaba el doctorado, me encontré con uno de mis profesores en un parque, mientras paseábamos ambos con nuestras respectivas familias. No sé cómo llegamos a conversar sobre la relevancia de dedicarse a la academia. Quizá un poco adulador de mi parte, le dije que consideraba valioso dedicarse a generar conocimiento, y que ello podría ser importante para la sociedad. Su mirada y su expresión general fueron más elocuentes que su discurso cuando puso en duda la relevancia de su propio trabajo. ¿Para qué estaba estudiando un doctorado entonces? ¿Únicamente para contar con las credenciales necesarias para obtener un trabajo estable como académico que me asegurara cierta estabilidad económica?
Me parece una actitud similar a la de un estudiante de pregrado que a comienzos del año pasado me hizo un comentario que estuve rumiando por semanas. Recuerdo haberle animado a mostrar más interés en clases, y me respondió preguntándome qué sentido tenía esforzarse en los estudios universitarios, si él podría ganar más dinero trabajando de forma independiente, incluso sin haber estudiado en la universidad. Es probable que, en cierto sentido, tuviera razón. En ese caso, ¿para qué estudiar teoría social y epistemología?
Este verano, durante el tiempo de receso académico, vi el documental que registra el proceso de retiro de Hayao Miyazaki, creador japonés de películas maravillosas como Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro y, más recientemente, El niño y la Garza. Miyazaki ciertamente puede ser considerado un genio de la animación japonesa. El documental muestra una relación con su trabajo que podría catalogarse como obsesiva, al menos para el estándar occidental, no guiada ni por el deseo del dinero o de trascendencia, sino más bien por la imposibilidad de no dedicarse a ello, por cierto impulso irrefrenable que le llevara a crear, por el amor a la belleza.
La actitud de Miyazaki contrasta con los cuestionamientos al trabajo académico que he observado entre colegas y estudiantes. Mientras la primera encuentra un valor inmanente en el trabajo realizado, la segunda postura concibe al trabajo sin más valor que la retribución pecuniaria o el prestigio. Desde esta lógica, la muerte sabotea el sentido de dedicar mucho esfuerzo a la labor intelectual. ¿Para qué esforzarnos de más si en cien, doscientos, o miles de años nadie recordará nada de lo hecho?
Responder a esta pregunta apelando a verdades trascendentes está vedado en el contexto posmoderno en el que nos ha tocado vivir. Sin embargo, el escenario global de inminentes conflictos bélicos que impliquen armas atómicas, así como próximos desastres climáticos, nos apura a responder: ¿qué sentido tiene trabajar en la academia, producir desarrollo científico e intelectual, aún si la vida pudiese cesar mañana, aún si no hubiese nadie para celebrar nuevos descubrimientos o elogiar invenciones?
Hacerse esta pregunta es ya un acto honesto. Lo contrario sería mantener la apariencia de sentido, que en el fondo no es más que rutina adecuada a los incentivos puestos por la estructura que domina la contemporaneidad: el neoliberalismo, sus lógicas, y sus mecanismos. Frente a esta cuestión, a riesgo de resultar ingenuo, cándido o infantil, por parte de quienes dudan de la existencia de cualquier sentido último, prefiero asumir el trabajo como un fin en sí mismo, especialmente en las ciencias sociales que buscan no solo la creación intelectual per se, sino la transformación social y la justicia.