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Un debate en curso. Sobre la Constituyente. Por Ángel Saldomando

La discusión en Chile está más abierta y eso es ya una gran cosa. Hay temas políticamente más o menos bloqueados, pero al menos no quedan temas tabú. Son los primeros pasos del descongelamiento, iniciado en 2011, del modelo heredado de la dictadura y administrado por los años siguientes.

Este descongelamiento se ha acelerado y sin duda ya es evidente que el modelo se está deshaciendo pero no está claro que saldrá de ello y que se pondrá en su lugar. Otras cosas se hacen visibles, las capacidades reales del país para hacer cambios y las fuerzas y los actores para impulsarlos o para bloquearlos.

Al mismo tiempo, las expectativas crecen y con ello las frustraciones si no pasa nada, si todo se demora, si no se está a la altura. Las inercias son además resistentes en un país formateado brutalmente en un esquema conservador.

La ausencia de propuestas consistentes por su contenido y su escala, en paralelo al descrédito de la política, las personas y las instituciones, han vuelto el terreno particularmente pantanoso. Un forcejeo autodestructivo es la nota dominante, un escarnio permanente, que no excluye a nadie, es la norma. Todo esto es expresión de un fin de época en cámara lenta, en frío, sin recambios claros y si actores con fuerzas suficiente para establecer dinámicas distintas, frente a aquellos que sobreviven en las posiciones de facto del modelo. de voluntad que cambie las coordenadas que limitan la situación. Por el contrario, la continuidad impone más desgaste y más fatalismo, más adaptación. La interrogante es si hay acontecimientos en desarrollo que sugieran una modificación del panorama.

Uno de los temas centrales por sus implicaciones es, sin duda, el de una nueva constitución. Sin embargo por su dimensión, consecuencias y exigencias políticas es quizá el más difícil de mover. Lo importante es que al menos se instaló en la discusión pero la respuesta del poder es: diluirlo, controlarlo, limitar y manejar un cambio, inevitable, pero diseñado en función de sus limitados intereses.

Es interesante destacar que las orientaciones proclamadas del eventual cambio: más democracia, igualdad, justicia, ampliación de derechos son aceptables bajo dos condiciones: control político desde arriba, evitar movilización social y empoderamiento por parte de actores que podrían empujar reivindicaciones con métodos fundantes de una nueva correlación de fuerzas. Ello podría implicar a futuro, una nueva carta fundamental acompañada de movilizaciones exigentes en torno a su aplicación.

Lo que se perfila en consecuencia es una nueva carta fundamental, pero hecha en frío, donde su aplicación se concede desde arriba. Esto en términos históricos sería una suerte de modelo prusiano de reforma. Modelo prusiano muy entronizado y reivindicado en las elites y que Matamala describe en su columna de Ciper Chile (30/5(2016) acertadamente como: “Esa pulsión despótica es parte constituyente de la sociedad chilena, desde Diego Portales hasta nuestros días. Se le huele en las alusiones despectivas a «la calle», en la reivindicación de las «cocinas» secretas, en el desprecio por los programas de gobierno, en la reivindicación de la ruptura de las promesas de campaña como sinónimo de «seriedad», antónimo del despreciable «populismo». Es el paternalismo de una elite que entiende el ejercicio del poder como el resultado de sus aptitudes naturales, en que las elecciones periódicas son poco más que un molesto trámite, y no como la delegación de un mandato transitorio y revocable”.

Así las cosas, el proceso consultivo orquestado desde la moneda es la solución ideal, está controlada, diluye, nadie asegura nada, con plazos indefinidos y sin compromisos. Por sobre todo se crea la ilusión de una participación pero que no vincula ni determina nada, depende de la voluntad de quienes la interpreten en las esferas oficiales.

La asamblea constituyente es por el contrario la propuesta de un proceso democratizador más consecuente y profundo, de realizarse quedarían instauradas nuevas fuentes de legitimidad y de representación social, algo que se ve peligroso desde las alturas.

Sin embargo, sus condiciones de realización son mucho más exigentes que las propuestas del poder, que cuenta con capacidad de puesta en práctica, de control y de cooptación. Un proceso constituyente que desemboque en una asamblea constituyente, se ve difícil y en rigor ello exige una estrategia de largo aliento. Por ello, en las condiciones actuales se amplía la tentación por las opciones facilistas y delegadas, donde se hace el papel de comparsa, más allá de la voluntad de cada de los participantes.

Sin embargo haya o no asamblea constituyente, la cuestión de los contenidos y la legitimidad de una futura carta será un tema fundamental. Mantener la bandera de una asamblea constituyente no es solo una cuestión de principio, ideologizada o populista como gustan decir los amigos del orden poco democrático. Es disponer de una posición durable, de largo aliento, para una discusión sobre contenidos y sobre la legitimidad.

Quienes desean participar en el formato presidencial están en su derecho pero al menos pueden reconocer, y continuar exigiendo y planteando, que las formas y los contenidos están ligados a procesos de distinta calidad democrática. En uno se termina delegando la decisión final a las fuerzas establecidas, que tienen capturado el sistema político.

En el otro, se pugna por establecer una soberanía de los ciudadanos para abrir los procesos decisorios y sustraerlos a la exclusividad en extremo reductora de los que lo controlan. En uno proceso se circula solo por los pasillos controlados, en el otro se abren los espacios para la entrada de intereses que podrían cuestionar los principios del modelo. No es otro el fondo de la cuestión.

Es probable que las costuras del proceso armado desde arriba vayan saltando a medida que las exigencias territoriales y sociales pugnen por entrar en las decisiones, hasta dejar la constitución actual como trapo de piso. Los conflictos socio territoriales, la reforma laboral por ejemplo, son reveladores de estas presiones, y seguramente continuarán coexistiendo con otras que se vienen acumulando. Pero el camino será largo.

Detrás de estos conflictos en torno a la dictadura y la democracia reside casi toda la acción y la teoría política de la modernidad. La base de un sistema político, radicada en la soberanía popular, los derechos y el pluralismo, o por el contrario basado en el autoritarismo; es el dilema de toda sociedad que debe canalizar el disenso, el conflicto frente a diversos grupos sociales que reivindican derechos y oportunidades. Cuando estos últimos son negados o escasos, la democracia es y sigue siendo una idea revolucionaria, cuya realización puede que tenga variables de tiempo, lugar y circunstancias, pero constituye la única vía de una mejora de la sociedad a través de la política.

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