Hemos asistido a un nuevo ‘debate’ presidencial y las sensaciones que quedan son más bien de desencanto. Nada nuevo bajo el sol. Aunque quizás el error estuvo en albergar expectativas de un rendimiento diferente. Son múltiples los factores que pueden explicar este pobre resultado, que en rigor no puede ser denominado un debate, menos un debate de ideas o de propuestas, y en ningún caso, de proyectos de país. A lo más podría decirse que fue un debate frustrado, o hidropónico, tomando la analogía de uno de los candidatos.
Comenzando por lo práctico, entre los aspectos que dificultaron el debate está la cantidad de presidenciables, pues ocho competidores debían repartirse un tiempo siempre escaso que solo permitía respuestas acotadas sin mayor desarrollo. Luego está el formato mismo del espacio televisivo, que apostó justamente por preguntas y respuestas puntuales que intentaban dar la apariencia de una discusión, variada en lo temático, pero que terminó siendo un picoteo inconexo de tópicos donde por ahí uno proponía generar más empleo, otro por allá arremetía con un registro de vándalos, el de más atrás golpeaba con desfinanciar a los partidos políticos, mientras desde el rincón del frente hubo quien acusaba maltrato y exigía ser resarcido públicamente. En fin, cero debate, cero discusión de visiones contrapuestas que permita a la audiencia valorar los diferentes argumentos en juego y tomar posición.
Pero más allá de lo formal, se advierten cuestiones de mayor calado que resultan preocupantes y decepcionantes en partes iguales. Por un lado, la comprensión de la ciudadanía que subyace no solo a los periodistas que preguntan, a los canales que representan o, incluso en la mayoría de los casos, a los comandos de los candidatos/as, sino que refleja a un sector de la sociedad cuyo imaginario sobre remite a personas con escasa o nula capacidad de análisis, pedestres expectativas de vida, apremiados por deudas y carencias, incapaces de comprender otros temas que no sean aquellos vinculados a sus necesidades más básicas de sobrevivencia, en definitiva, sin interés ni posibilidades de mirar más allá de su entorno inmediato, no solo material sino también simbólico. A este tipo de ciudadanía, claro, por qué o para qué habría que brindarle elementos para la reflexión cuando se le puede entregar todo bien molido, licuado, filtrado y -aparentemente- despolitizado.
Pareciera ser como si a esta ciudadanía no le pudieran interesar temáticas como la cultura, en su más amplio sentido y expresiones, la ciencia, la tecnología o lo que ocurre en otras zonas del planeta. Se dirigen a un prototipo de sujeto idiotizado en sus urgencias vitales, que necesita comer, dormir, trabajar, que no le asalten cuando sale al trabajo o camina por su barrio, y poco más. Todo esto, por supuesto, desacoplado absolutamente de un engranaje social que se refleja en las formas de alimentación, de rutinas diarias, de espacios laborales, o de organización de la seguridad, entre otros.
Unido a ello, u segundo factor que limita las posibilidades de un verdadero debate es el pobre desempeño del periodismo a través de quienes moderan estos espacios televisivos, que con frecuencia terminan reducidos a una sucesión de titulares ramplones, anuncios vacíos u “ofertones” de última hora —como la famosa PGU mamá o los batallones evangélicos— repetidos al por mayor. Ante ello, resulta inevitable preguntarse: ¿qué ocurre con el rol social del periodismo? ¿Cumplen realmente los y las profesionales de esta área con esa función? Quizás sea necesario recordarles que este cometido les convierte en actores clave —y, sobre todo, responsables— de los procesos que ocurren en la esfera pública. Su desempeño tiene consecuencias directas en el fortalecimiento o deterioro de las democracias actuales, por si alguien aún lo duda.
Con contadas y valiosas excepciones, lo que presenciamos es un periodismo complaciente, que podría ser fácilmente reemplazado por presentadores de moda que se limiten a repartir turnos de palabra, leer preguntas previamente elaboradas y vigilar el cronómetro en pantalla. Pero ¿no es acaso el rol del periodismo ser inquisitivo, interpelar, incomodar y sacar de su zona de confort —en este caso— a los postulantes a La Moneda? Preguntas como un posible indulto a Mauricio Hernández Norambuena o el papel del Partido Comunista, planteadas a la candidata Jara, son mero sensacionalismo repetitivo.
La responsabilidad de quienes trabajan en los medios informativos es crucial. El o la periodista no puede ni debe ser un mero transmisor del mensaje de sus empleadores, ni mucho menos un simple conductor. Su papel debe ser activo y responsable en la entrega de información a la sociedad; debe divulgar conocimientos, ofrecer herramientas de análisis y reflexión crítica, y proporcionar antecedentes que permitan a las personas tomar decisiones que afectarán su vida, como, por ejemplo, definir por quién votar en una elección presidencial.
Tristemente, lo que observamos fue una notable ausencia de contrapreguntas capaces de poner en jaque a los candidatos, de hacerlos repensar sus respuestas o de evidenciar las incoherencias de algunos de sus discursos. Peor aún, advertimos con estupor un silencio complaciente frente a planteamientos que son derechamente atentatorios contra los derechos humanos, como por ejemplo reponer la pena de muerte, imponer trabajos forzados o implementar barcos cárceles.
Por cierto, esta carencia no obedece solo a fallas individuales, sino a las líneas editoriales de los medios que estos periodistas representan. La concentración del poder mediático condiciona el ejercicio periodístico, debilitando su rigor y su búsqueda de la verdad. El resultado: un público desinformado y fácilmente manipulable, una audiencia infantilizada a la que se debe “entretener”, proteger del conflicto y endulzar cualquier divergencia de ideas que pudiera resultar incisiva.
Porque, al final del día, ¿a quién podría convenirle una ciudadanía verdaderamente informada?
Paulina Morales
Paloma Henríquez
Universidad Diego Portales
