Imaginemos por un momento que te preparas para votar. Escuchas propuestas, contrastas ideas, titubeas, te convences y finalmente eliges. Todo parece indicar que has ejercido tu libre albedrío, ese principio tan humano según el cual somos agentes soberanos de nuestras decisiones. ¿Pero qué pasaría si esa libertad fuera una mera ilusión?
A comienzos del siglo XIX, el matemático y astrónomo francés Pierre-Simon Laplace propuso un escenario estremecedor. Imaginó una inteligencia —hoy conocida como el Demonio de Laplace— que, conociendo con exactitud la posición y velocidad de cada partícula del universo en un momento dado, podría predecir con precisión absoluta todo lo que ocurrirá en el futuro y reconstruir con igual exactitud el pasado. Desde esa perspectiva, el universo sería un gigantesco mecanismo de relojería, y nosotros, engranajes que giran según leyes fijas, sin posibilidad real de desviarnos del camino trazado desde el Big Bang.
La base de esta idea se sustenta en el Determinismo Clásico, doctrina que afirma que el universo siempre y en todas partes obedece a leyes físicas que lo gobiernan todo, sin excepciones. Si pudiéramos conocer el estado exacto de un sistema —por ejemplo, el conjunto de todas las partículas que forman el cerebro humano— y las leyes que lo rigen, entonces se podría deducir su comportamiento futuro y, por ende, la conducta de la persona a la cual pertenece dicho órgano.
Aquí es crucial distinguir entre lo determinable y lo determinista. El hecho de que en la práctica nos resulte imposible acceder a esa información total —por nuestras propias limitaciones tecnológicas y/o cognitivas— no significa que el estado del sistema no esté determinado. En el marco laplaciano, la dificultad de conocer no anula la determinación ontológica del universo. Es decir, el futuro está sellado, aunque no lo sepamos leer. En efecto, para Laplace no hay confusión alguna: el hecho de que un sistema sea impredecible en la práctica no implica que no esté determinado. La impredecibilidad epistémica —es decir, nuestra incapacidad para prever— no cancela la determinación ontológica. Cada gota de lluvia que cae en invierno, cada árbol que crece en un bosque, cada piedra que rueda ladera abajo y cada sinapsis neuronal, tiene su ruta ya establecida.
Entonces, si todo ya está determinado, emerge la legítima duda sobre la utilidad de aquellos esfuerzos que intentan influir en nuestras decisiones, como si existiera alguna posibilidad de seguir una trayectoria distinta a la trazada desde el pasado distante, cuando se formó el universo. En Chile, por ejemplo, durante los años electorales con primarias, presidenciales y parlamentarias, se desatan intensas campañas persuasivas. Los candidatos tratan de influir sobre cada ciudadano dueño de su voto. ¿Todo en vano? Desde una óptica laplaciana estricta: sí, todo es inútil, pues nadie es dueño de su voto ya que todo está previamente decidido.
Y la neurociencia, tan de moda y respetada en la actualidad, parece confirmar que nuestras vidas transitan por un único carril sin alternativas de desvío. Experimentos como los de Benjamin Libet en los años 80 muestran que la actividad cerebral que anticipa una decisión se detecta fracciones de segundo antes de que la persona tome consciencia de dicha elección. ¿Significa esto que la decisión fue tomada antes de “decidir”? Algunos interpretan este fenómeno como la prueba científica de que el libre albedrío es una ilusión biológica.
Otros, más cautos, advierten que esos experimentos solo demuestran una simple preactivación neural, no la evidencia de una antigua decisión.
Si las decisiones que tomamos no son realmente nuestras pues somos como hojas arrastradas por un viento cósmico que comenzó a soplar hace catorce mil millones de años: ¿Tiene sentido seguir apelando al juicio ciudadano, al debate público, al compromiso cívico? La respuesta es afirmativa, porque incluso si no somos entidades plenamente libres en el sentido metafísico, somos seres capaces de razonar. Y eso es suficiente para exigirnos responsabilidad al evaluar alternativas y al optar por una de ellas.
Aunque de existir ese Demonio de Laplace, para él seríamos algo así como relojes que se creen poetas: máquinas con engranajes invisibles que, sin saberlo, ingenuamente recitan versos sobre la libertad. Y aun si nuestras elecciones fueran meras respuestas inevitables al pasado, lo cierto es que seguimos sintiendo el peso —y el privilegio— de decidir. Tal vez no haya escapatoria, pero mientras tengamos conciencia, viviremos como si la hubiera. Esa puede ser nuestra mayor rebeldía: ejercer con seriedad una libertad que tal vez no existe.
Lucio Cañete Arratia
Facultad Tecnológica Universidad de Santiago de Chile
