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Un poco de memoria respecto a la Constitución de 1980. Por Álvaro Ramis

La redacción de esta Constitución fue encargada en 1977 a una Comisión de Estudios de la Nueva Constitución formada por 12 personas, designadas por la Junta Militar. El anteproyecto redactado por ese grupo fue modificado por el Consejo de Estado, también designado por la Junta, y finalmente por el propio general Pinochet. Formalmente la nueva Constitución fue sometida a un plebiscito el 11 de setiembre de 1980, pero sin que existieran las menores condiciones de libertad electoral, ya que regía el estado de excepción, no habían registros electorales, se delegó el control y conteo de las urnas a partidarios del régimen, y se impidió a la oposición efectuar campaña.

La propia Conferencia Episcopal de Chile en su Declaración sobre el plebiscito, del 23 agosto de 1980, alertó sobre la inexistencia de condiciones que garantizaran la legitimidad de este proceso denunciando las circunstancias que imposibilitaran que este plebiscito fuera una «expresión auténtica del sentir nacional», entre otras: «la falta de claridad en las alternativas planteadas; la necesidad de responder con un solo «sí» o un solo «no» a varias preguntas diferentes; el escaso tiempo y posibilidad de usar los medios de comunicación de carácter nacional -que son patrimonio de todos los chilenos-; el temor de algunos y la falta de seguridad en los procedimientos que regulan los escrutinios» (Conferencia Episcopal de Chile, 1982: 167-168).

Resulta ilustrativo analizar el momento interno que vivía el régimen por medio de la crónica que publicó el diario El País de España el 7 de septiembre de 1980, que tiene como autor al diputado Fernando Álvarez de Miranda, del partido de centro derecha UCD, en el gobierno de Adolfo Suarez: “Justo para el día en que se cumplen siete años de dictadura en Chile, el general Pinochet ha convocado al pueblo chileno a las urnas a un «plebiscito» para ratificar «su» proyecto de Constitución, que no es sino una forma de «institucionalizar» la dictadura.Con esta maniobra, Pinochet pretende revestir de una aparente legitimidad -ante el mundo y ante su propio país- su permanencia indefinida en el poder y, de paso, solucionar salomónicamente la creciente pugna que en el seno de su régimen se estaba produciendo entre «halcones» y «palomas». Estos últimos, preocupados de disfrazar la dictadura con el ropaje de un «Estado de derecho» y, sobre todo, de asegurar su permanencia en el pospinochetismo, querían que se dictara una Constitución. Los primeros, más interesados en ejercer a su arbitrio la totalidad del poder, no ocultaban su desacuerdo, temerosos de que cualquier sistema constitucional, por autocrático que sea, pueda abrir la puerta a la disidencia y poner en peligro la subsistencia del régimen. El proyecto de Pinochet es la fórmula perfecta para satisfacer a unos y otros. Establece una Constitución que procura regular la continuidad del sistema y asegurar su sucesión. Pero deja suspendida su vigencia real por un período entre nueve y dieciséis años, durante el cual mantiene el monopolio del poder político en la Junta Militar y pretende continuar gobernando como jefe absoluto”. (Álvarez de Miranda, 1980)

Ante esa imposición toda la oposición democrática presentó la postura unánime de desconocer la legitimidad del plebiscito, tal como lo expresó el expresidente Eduardo Frei Montalva en su discurso del 27 de agosto de 1980 en el Teatro Caupolicán de Santiago, donde propuso un gobierno de transición fuera del marco que señalaba la nueva Constitución: “Constituido este gobierno de transición se elija por votación popular una Asamblea Constituyente u otro organismo auténticamente representativo de todas las corrientes de opinión nacional, como fue en 1925, que tendrá a su cargo la elaboración de un proyecto de Constitución” (Gazmuri, 2000: 502).

Esta demanda por una Asamblea Constituyente se mantuvo como la postura común de los sectores democráticos, lo que queda refrendado en diversos documentos de los distintos partidos, incluyendo a la Democracia Cristiana. Gabriel Valdés como presidente del PDC, señalaba en 1982: «Es preciso reiterar que la transición debe ser dirigida por quienes crean en la democracia, pues el único objeto de la transición es llegar a una Constituyente que establezca la democracia» (Valdés, 1982). Sólo en agosto de 1984 Patricio Aylwin, vicepresidente de la Democracia Cristiana, propuso una tesis diferente, en el marco de un seminario interno de su partido. Aylwin asumía que una Asamblea Constituyente era el mecanismo más adecuado y coherente en el objetivo de una nueva carta fundamental:

“Soy de los que creen que la generación de una Asamblea Constituyente, por sufragio universal, libre, secreto e informado, es el mejor procedimiento para elaborar una nueva Constitución democrática. Es el camino propuesto por el Grupo de los 24 y por la Alianza Democrática” (Aylwin, 1984: 24).

Pero luego de este reconocimiento inicial, la ponencia de Aylwin dio un giro en vista a proponer una salida jurídico-política viable en la coyuntura existente. Presuponía que el ciclo de protestas iniciado en 1983 no había provocado la caída de la dictadura ya que no se había logrado una fisura en las Fuerzas Armadas. Se impondría así un impasse catastrófico, que imposibilitaría la solución constituyente. Aylwin propuso entonces la tesis de un acuerdo transversal basado en una serie de reformas constitucionales parciales, que deberían ser concordadas con el régimen militar:

“Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su constitución es ilegítima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que él tiene sobre mí a este respecto, es que esa Constitución –me guste o no- está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Cómo superar este impasse sin que nadie sufra una humillación? Sólo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad” (Aylwin, 1984: 25).

Es importante destacar que hasta agosto de 1984 toda la oposición democrática mantuvo, al menos públicamente, la convicción de la necesidad de una Asamblea Constituyente como condición sine qua non para el tránsito democrático. Por ello no me parece correcta la afirmación que realiza Edgardo Boeninger en 1998, cuando sostiene:

“Superados algunos llamamientos maximalistas iniciales de petición de renuncia de Pinochet, formación de un gobierno provisional y elección de una Asamblea Constituyente (provenientes especialmente del PC y de dirigentes aislados de otros partidos), y aceptando en consecuencia las reglas del juego, la coalición naciente se abocó a cinco problemas principales: la designación del candidato, la designación de los integrantes de la coalición de gobierno propiamente tal, la elaboración de un programa de gobierno, la conformación de un pacto para las elecciones parlamentarias y las reformas exigidas al gobierno militar como condición de aceptación de la Constitución vigente.” (Boeninger, 1998: 351)

La demanda por la Asamblea Constituyente fue la postura oficial de la Democracia Cristiana hasta agosto de 1985, cuando cambia por la firma del Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia entre los partidos de oposición agrupados en la Alianza Democrática y sectores de la derecha política. El primer punto de este texto abandonó toda referencia a la Asamblea Constituyente y se redujo a proponer: «Un procedimiento de Reforma Constitucional que, reconociendo la necesaria estabilidad que debe tener la Carta Fundamental, haga posible sus modificaciones y en caso de desacuerdo entre el Ejecutivo y el Congreso, someta la reforma a plebiscito» (Tagle, 1995:141).

Ello se concretizó en las reformas contenidas en ley Ley 18.825, las que fueron plebiscitadas el 30 de julio de 1989, siendo apoyadas mayoritariamente por la oposición democrática en medio de un clima de opinión que asumió esos cambios parciales como una reforma parcial, pero a la espera de terminar con la tutela de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas. Estos cambios se presentaron como la única vía que evitaba una regresión autoritaria, teniendo a Pinochet en el poder, y controlando las Fuerzas Armadas. Pero estas reformas no lograron cubrir una serie de demandas democratizadoras que el propio Aylwin enunció en su ponencia de 1984, permaneciendo vicios autoritarios estructurales, como los senadores designados y vitalicios y la permanencia del propio Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército, con carácter inamovible. De esa forma el pinochetismo logró salvaguardar en las décadas venideras el núcleo de lo expuesto por el dictador en su discurso de Chacarillas, de julio de 1977, donde definió la institucionalización de «una nueva democracia que sea autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación» (Correa, 2001: 320-321)

NOTAS

Álvarez de Miranda, F: «El plebiscito en Chile», El País, Madrid, 7 Septiembre de 1980.

Aylwin, P. (1984): «Ponencia en el seminario “Una salida jurídico-política para Chile”. Instituto Chileno de Estudios Humanísticos», Hoy, 369, Santiago,15 al 19 de agosto de 1984, pp. 23-27.

Boeninger, E. (1998) Democracia en Chile: lecciones para la gobernabilidad. Santiago, Andrés Bello.

Correa, Sofía y otros. (2001) Historia del Siglo XX chileno. Santiago, Editorial Sudamericana.

Conferencia Episcopal de Chile, (1982): Documentos del Episcopado Chile 1974- 1980, Santiago, Ediciones Mundo.

Gazmuri, C. (2000): Eduardo Frei Montalva (1911-1982),Santiago, FCE.

Tagle, M. (1995): «Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia», El Acuerdo Nacional, significado y perspectivas. Santiago, CJD, pp. 139-145.

Valdés, G. (1982): Hay una alternativa, discurso a los profesionales DC, Punta de Tralca Diciembre de 1982. Edición mimeográfica.

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