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Un recorrido por mi experiencia obrera, por Matías Saá

Ordena tu cuarto antes de salvar al mundo. Luego salva al mundo.
Ron Padgett

En mi adolescencia creí que el escritor debía de tener trabajos miserables, que se tenía que revolcar de cierta manera en la mierda por gusto. Si era alcohólico, drogadicto, vagabundo, mejor. Así, a mis diecisiete años, comencé a leer a Henry Miller, Kerouac, Burroughs, Carver y Malcolm Lowry y con sus libros en mi mochila, me fui de la casa de mis padres. Llevaba un poco de dinero ahorrado, pero este se acabó a las pocas semanas y tuve que buscar un trabajo. El primer trabajo que encontré fue en una bodega en Pudahuel. Lo que hacía era ordenar pallets en el patio, bajo el sol del verano, cargarlos uno por uno, hacer una torre de diez y así por ocho horas, todos los días. Ahí trabajábamos tres personas: Pierre, un haitiano que llevaba trabajando dos años sin contrato, por lo tanto, sin vacaciones ni pago de horas extras, cotizaciones ni licencias médicas y, Daniel, un cuarentón, soltero y deprimido que lo único que hacía era sacar la basura y llevarla a los contenedores.

Al final de la primera jornada, a eso de las seis de la tarde, me fui caminando con Daniel hasta el paradero más cercano que estaba alrededor de unos treinta minutos de la bodega. Los pies me dolían mucho por tener que usar los bototos plásticos con punta de fierro de seguridad y que además eran de una talla menos porque no había otros. Yo pensaba que no era necesario usarlos en el patio, porque pasaban muy pocas grúas, pero Daniel me dijo que era obligación y que el supervisor pasaba revisando todas las mañanas que los llevemos puestos. En el paradero me los saqué y vi mis pies llenos de ampollas y callos y prácticamente no dejaban de tiritar. Me senté cansando y con el estómago vacío. Los dos teníamos hambre, pero ninguno dinero. Daniel me dijo que no me preocupara por eso y que lo esperara sentado. Lo seguí con la mirada; se dirigía a la Copec de la esquina. Estuvo ahí unos cinco minutos y salió con una bolsa de papas fritas, un pastel y una bebida de 2 litros que comimos y bebimos mientras esperábamos la micro.

— ¿Cuánto te debo? — le pregunté al terminar.

— Nada — me dijo riendo — , no lo pagué.

Al otro día hicimos lo mismo pero esta vez con Pierre. Para Daniel era un logro robar sin que nadie se diera cuenta y llegaba cada vez con más cosas. Nos servíamos un banquete mientras esperábamos la micro. Daniel se notaba orgulloso por darnos de comer y comprendí que esa era su forma de demostrar cariño. Era un tipo tan duro, enjuto y en ocasiones violento que me alegraba de verlo feliz por una hazaña tan noble y a la vez ruin. Pero, ¿quién era yo para juzgarlo en ese momento si estaba viviendo en mi propia novela? Me sentía un Arturo Bandini, un joven proleta escrito por Fante u Orwell.

Ese mismo día, al llegar al centro, pasé por la Biblioteca de Santiago y encontré un libro que no sabía que existía. Se trataba de Sin blanca en París y Londres (1933) de George Orwell. Yo conocía al escritor inglés por 1984 y Rebelión en la granja, pero este ni me sonaba. La primera frase que leí del libro fue una al azar que me hizo pedirlo al tiro: «Daba igual que estuviese helado y harapiento, o incluso muerto de hambre: mientras pudiera leer, pensar y buscar meteoros en el firmamento sería, como él mismo decía, libre de espíritu» (Orwell 176). Pensé que era una frase hermosa, llena de vida y esperanza, pero tenía tanta hambre y estaba tan débil que no podía pensar y menos seguir leyendo, así que me dormí. Al otro día lo fui leyendo en la micro y no podía dejar de hacer notas al margen. Me demoré unos cuatro días en leerlo y aún mantengo el libro y las notas, así que este ensayo es una mezcla de aquello que escribí en esos días en el patio de la bodega y la experiencia con la pobreza y alienación del trabajo en la literatura y en mi vida personal.

Sin blanca en París y Londres es una crónica que narra Orwell en primera persona sobre sus andanzas en ambas ciudades de Europa en la década de los años 20. En París, nos cuenta su vida como plongeur, lo que en España se conoce como friegaplatos y en Chile vendría siendo copero. Orwell vive con lo mínimo y solo le alcanza para comer, fumar y pagar el arriendo en uno de los lugares más peligrosos de Francia en la avenida La rue du Coq d’Or en donde vivía con borrachos y personas que él definía como desquiciadas:
Los huéspedes constituían una población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje, se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios: zapateros, remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En un cuarto vivía una rusa con su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Mont Parnasse. Otra habitación la habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas adultas, ambas tísicas (Orwell 11).

En este ensayo no busco compararme con Orwell ni mucho menos, solo quiero dejar por escrito como la literatura y el marxismo me acompañó durante uno de los años más difíciles de mi vida, y, cómo me está costando escribir por mi cuenta, veo en esta evaluación un buen momento para hacerlo. Como una ex amiga me comentó en alguna oportunidad: «eres parecido a una de las ratas de Skinner que necesita de recompensa para hacer las cosas». Y lo dijo con razón.

Entonces, hablaré del lugar en el que viví ese año: Se trataba de una habitación pequeña en Recoleta con acceso a una esquina del patio a través de un ventanal grande. Me fui a vivir con Ignacio, un viejo amigo del colegio, pero a las semanas después éramos tres las personas las que vivía en la pieza. Las paredes eran tan delgadas que cada mañana me despertaba la alarma de uno de nuestros vecinos, teníamos que compartir el baño (sin agua caliente) con veinte personas más y nos alimentábamos de fideos con vienesas todas las noches. A las pocas semanas de vivir juntos, Paul e Ignacio se volvieron alcohólicos y drogadictos. Aunque seguramente lo fueron desde siempre. Recuerdo llegar del trabajo y tener que sacar latas y latas de cerveza y, también recuerdo que cada mañana me encontraba con Ignacio y Paul bebiendo y ofreciéndome una cerveza apenas abría un ojo. Yo era el único con un trabajo estable mientras que Ignacio manejaba Uber los jueves, viernes y sábado y Paul vendía marihuana por Grindr.

La vida de los dos era tristísima. Pocas veces me quedé solo con Paul o con Ignacio, pero cuando lo hice, ambos se pusieron a llorar en mi hombro. Una vez Paul me dijo que en cualquier momento lo encontraría colgado de una corbata. Menos mal nunca pasó. E Ignacio también tenía pensamientos suicidas por no haber podido continuar su carrera y, defraudar, según él, a su madre, abuela y hermana. Mientras tanto, Daniel seguía robando en la Copec y también robaba dentro de la bodega. Sacaba comida, bebidas e incluso perfumes y los guardaba en el tacho de basura. Luego, los escondía detrás de unos pallets y al final de la jornada salía por el patio en donde no lo revisaban con el detector de metales.

A fin de mes le invité a almorzar a una pizzería que quedaba por Barrio Brasil para que dejara de robar por al menos un día. Él miró a la gente que estaba dentro y arrugó la nariz. «Muy cuico», fue lo que dijo. Hay un momento en Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac (2017), en que Ray invita a Japhy a comer una hamburguesa con papas fritas y café, y Japhy se niega porque «pensaba que el sitio parecía demasiado burgués» (Kerouac 91). Y Ray se enoja con él, pero igualmente terminó cediendo y fueron a un restaurante con «pinta proleta» al otro lado de la carretera. Ray, personaje que claramente es Jack Kerouac y Japhy el poeta y maestro budista Gary Snyder, señala que: Fue entonces cuando descubrí su talón de Aquiles. Este hombre duro y pequeño que no se asustaba de nada y podía andar solo por el monte durante semanas enteras y dominar montañas, tenía miedo a entrar en un restaurante porque la gente que había dentro iba demasiado bien vestida (Kerouac 91).

Finalmente, Japhy aceptó y Daniel prefirió seguir robando. Pienso que lo hacía por la necesidad de comer, pero también por el gusto. En El alma del hombre bajo el socialismo de Oscar Wilde, el autor inglés señala que «desde el principio ha sido más seguro pedir que robar, pero es más grato robar que pedir» (13). También, el poeta, escritor y dramaturgo francés, Jean Genet tuvo problemas con la ley por su comportamiento delictivo. Su infancia y juventud la pasó en hogares de acogida y reformatorios por el abandono que sufrió de parte de su madre, y en 1926 fue condenado a prisión por robo. Esta experiencia de marginalidad y transgresión lo llevaron a escribir novelas como Nuestra señora de las flores (1943) y Querelle de Brest (1947). En una entrevista con la BBC, a Genet le preguntaron si empezó a robar por hambre y él respondió que:
Al robar tenía dos sentimientos juntos, mezclados. Por un lado, hambre verdadera, cuando tu estómago te está gritando por comida, y luego por el juego. Es divertido robar… incluso más divertido que contestar las preguntas de la BBC. Cuando la policía me agarró por supuesto era como caer al abismo. Era el fin del mundo. Siempre le tuve miedo a eso. Pagué por el placer de robar. Se paga por todo.

Para Genet, el robar tenía múltiples emociones y ellas contradictorias, desde la urgencia de satisfacer su hambre hasta el placer del acto en sí, pero también el temor a las consecuencias y el reconocimiento de que todas las acciones tienen un precio. «No hay un solo poeta real o un solo escritor de prosa de este siglo, por ejemplo, a quien el público británico no le haya conferido solemnes diplomas de inmoralidad» (Oscar Wilde 41). Wilde asocia la delincuencia directamente con la existencia de la propiedad privada. Expone que «los que se denominan delincuentes hoy en día no son delincuentes en absoluto. El hambre y no el pecado, es lo que genera la delincuencia moderna» (30). Orwell tuvo que trabajar hasta 18 horas por jornada y también tuvo que robar: «más vale robar que pasar hambre, mon ami» (Orwell 35). «Nos daba dos litros de vino al día, pues sabía que si a un plongeur no le das al menos dos litros robará tres» (Orwell 71).

Recuerdo que en mi estancia en la bodega lo que más se disfrutaba era una lata de bebida y las robábamos al montón. En las notas que escribí puedo encontrar dos al respecto: «Una bebida era un objeto de lujo. A veces esperábamos a que los jefes se fueran y nos robábamos una o dos e incluso sacábamos más para regalarlas a nuestros compañeros y también nos llevábamos un par de panes para la casa». Y al día siguiente escribí: «Llegué al taller y no vi a nadie. Saqué una bebida y cinco vasos pequeños desechables, que me regaló la guardia y dividimos una lata de 350 cc en cinco. Todos estaban agradecidos de, al menos, sentir el sabor de una Coca Cola». Los sándwiches también eran objetos para robar, pero más que robar, nos los regalaban porque a los jefes ya les había aburrido comerlos y estaban desparramados por todo el taller y con Daniel nos comíamos hasta cinco sándwiches de ave pimentón al día. Hace unas semanas, mi novia, que ahora es mi exnovia, me regaló uno de esos sándwiches en la universidad y con un mordisco me dieron ganas de vomitar. Ya no los puedo volver a ver.

La propiedad privada, para Wilde, es la causante de la desigualdad y la pobreza, y crea un sujeto «a punto de caer al abismo del hambre» debido a que «se ven forzados a trabajar como bestias de carga o a realizar labores desagradables o para las que no son aptos» (11). Esta separación del individuo con su trabajo es lo que llamaría Marx como enajenación o alienación y es lo que provoca la pérdida de control del obrero sobre su propia creatividad y desarrollo porque los trabajadores se ven forzados a realizar trabajos monótonos y deshumanizantes bajo el capitalismo, lo que la aleja de su verdadera esencia humana. Fromm, en Marx y su concepto del hombre (2015) señala que «la enajenación es, esencialmente, experimentar al mundo y a uno mismo pasiva, receptivamente, como sujeto separado del objeto» (40) y añade que «lo que preocupa esencialmente no es la igualación del ingreso, sino que la liberación del hombre de un tipo de trabajo que destruye su individualidad, que lo transforma en cosa y que lo convierte en esclavo de las cosas (Fromm 43). Orwell vivió esta enajenación debido a las largas horas de los turnos, la mala remuneración, las condiciones insalubres para trabajar, los cuartos calurosos y estrechos, el hambre, el hacinamiento, el trato degradante entre los mismos plongeurs y de parte de la gerencia y el resto de los trabajadores que los miraban en menos, y también el alcoholismo, entre otras razones:

Creo que hay que empezar diciendo que el plongeur es uno de los esclavos del mundo moderno. Tampoco hay que lloriquear por él, porque gana más que muchos obreros manuales, pero lo cierto es que goza de tan poca libertad como si lo compraran y vendieran. Su trabajo es servil y no requiere ninguna habilidad especial; se le paga lo justo para mantenerlo con vida; sus únicas vacaciones son el despido. No puede casarse a no ser que su mujer también trabaje. Salvo por un golpe de suerte, su única escapatoria a ese tipo de vida es la cárcel. En este momento hay titulados universitarios fregando platos en París diez o quince horas al día. No puede acusárseles de holgazanes, pues ningún holgazán podría trabajar de plongeur, simplemente se han visto atrapados en una rutina en la que pensar es imposible. Si los plongeur pensaran, hace mucho que habrían fundado un sindicato y se habrían puesto en huelga para exigir un trato mejor. Pero no piensan porque no tienen tiempo; su vida los ha convertido en esclavos (Orwell 125).

Finalmente, me terminaron despidiendo de la bodega. En aquella mañana, me había lesionado el pie y se me veía una hinchazón gigante en el tobillo luego de que una grúa me pasó por encima del bototo de seguridad. Probablemente, sin él, hubiera quedado con una fractura o derechamente hubiera perdido el pie o toda la pierna, no lo sé. Ese día hice muchos menos pallets y mi jefe me llevó hasta adentro de la bodega al final del turno junto con otro compañero. Llamó a todos los trabajadores, hizo un círculo y me pidió que me integrara al medio junto con Felipe, un joven escolar que estaba trabajando en sus vacaciones. Ahí nos gritó y nos humilló frente a todos. Por la tarde, me junté con mi papá a almorzar en la pizzería de Barrio Brasil y me puse a llorar.

Este episodio me hizo sentir una conexión profunda con las palabras de Simone Weil en La condición obrera. Ella describe con precisión el tipo de sufrimiento y humillación que experimentamos: Para mí, personalmente, esto es lo que ha significado trabajar en la fábrica. Ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana. No me siento orgullosa de confesarlo. Este es el tipo de sufrimiento del que ningún obrero habla jamás: duele demasiado incluso pensarlo (Weil 51).

Le expliqué a mi papá por lo que había pasado y él me pidió que renunciara, que no tenía sentido que siguiera ahí. Yo no me quería rendir, no quería aceptar que había fracasado. Me fui al baño a cagar, y sentado en el inodoro me llega un mensaje por Whatsapp: «Matías, tu contrato no se va a renovar, te pedimos que no vengas mañana». Nada más. Ni siquiera se molestaron en llamar. Había fracasado en mi intento obrero y a las semanas tuve que volver a la casa de mis padres. Antes de salir del baño, me puse los audífonos y escuché decenas de veces el «Tangled up in blue» de Dylan porque: 1) estaba triste. Y 2) me hacía sentir menos solo.

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