Recorriendo la zona de Colbún alto, de Talca hacia la cordillera, fui a San Clemente a comprar algunas cosas que necesitaba para los últimos días de terreno. Aproveché de conocer la Plaza de Armas y ver desde fuera la biblioteca y el teatro municipal que ya estaban cerrados al final de la tarde. Como tenía que hacer hora para reunirme con algunos colegas, pasé a comer algo a un local en la calle Alejandro Cruz.
Pedí un italiano con un shop mientras tomaba algunas notas y no pude dejar de escuchar a un grupo de hombres que estaba sentado a mi lado. Eran cuatro y hablaban de caballos, vacas y perros, todos arrieros. Cruzaban historias mientras de fondo se escuchaba el grupo Cariño, y en eso me invitaron a compartir con ellos la última cerveza.
Vidas de arrieros, con mucho movimiento en el Valle Central. Contaban que con otras tropas antiguamente se reunían en Rengo y de ahí avanzaban a Chanqueahue para internarse en la cordillera.
Lo mismo que hacían cuando se juntaban en San Javier para tomar rumbo a la Rufina y de ahí con el ganado hacia arriba, o desde Vilches hacia el volcán. Un oficio que está desapareciendo, ya son pocos, pero sigue vigente entre los más antiguos para no perder las costumbres de mover animales, aprovechar las vegas de primavera y, sobre todo, para compartir unas semanas en la montaña.
Los cuatro arrieros me contaron infinitas aventuras galopando bajo las estrellas, perdidos en la niebla que a veces cae sin previo aviso, bordeando hielos que pensaban que eran eternos, pero que ahora se están derritiendo. Mucho mate, fogatas, destilados, pan amasado e historias del león, los pumas que atraviesan la cordillera. Y silencio, parece que eso van buscar y también ver, silencio.
Don Miguel, el mayor del grupo, me contó que el año pasado habían hecho el mismo trayecto de Colbún alto hacia la cordillera. Eran tres y tenían alrededor de cincuenta animales. Una lluvia los agarró casi al final del viaje y en eso se perdieron dos novillos. Don Miguel dijo que se iba a quedar otra noche para ir a buscarlos hacia unas quebradas, porque ahí siempre se iban para aprovechar el último pasto. Mientras tanto, los otros podían comenzar a bajar con el resto de los animales.
Al despuntar el alba el grupo se puso en movimiento. Mientras comenzaban a mover el ganado con los perros, don Miguel se adentró en la cordillera en busca de los animales perdidos. Los encontró casi a medio día. Estaban en las quebradas, cerca de unas cuevas. El terreno era empinado, así que Don Miguel dejó el caballo y bajó a pie para guiar a los animales. En eso estaba cuando vio que en una de las cuevas había dos pumas cachorros. Su sangre se enfrió, la madre de los cachorros no estaba con ellos, así que debía andar cerca y por seguro sabía de su presencia.
Dio media vuelta y subió corriendo a buscar el caballo, porque en la montura había dejado su fusil Mauser que siempre subía con un puñado de balas. Llegó al lugar donde había dejado al caballo, sacó el arma y la cargó. Cuando levantó la mirada estaba la madre de los cachorros, flaca y hambrienta mirándolo fijamente sobre una roca. Detrás de ella, había tres leones más brillando bajo el sol. Don Miguel miró a la leona y le pegó un balazo justo cuando saltaba a encontrarlo. La bala se incrustó en su pecho y se revolcó buscando el equilibrio. Sin pensarlo mucho, don Miguel montó el caballo y galopando escapó del lugar olvidando a los novillos detrás de él.
La noche lo agarró llegando al campamento al pie de las montañas. Los otros habían dejado la carpa pensando que don Miguel podía pasar la última noche ahí. Era una buena historia la que se traía de vuelta, así que preparó fuego, comió el último trozo de charque, se puso un trago y se acostó a dormir. El silencio de la noche se vio interrumpido por la respiración agitada del caballo. Don Miguel asomó la cabeza y vio que las tres bestias que acompañaban a la leona se acercaban al campamento. Don Miguel tenía una sola bala, un disparo, y eran tres bestias. La situación era compleja y solo tenía una opción. Agarró lo que encontró en la carpa y comenzó a hacer fuego. Mientras la llama alumbraba todo el interior, veía la sombra de los pumas girar en torno al refugio. A veces más rápido, a veces más lento, las sombras lo mareaban mientras preparaba su estrategia final. Don Miguel puso el rifle a calentar y cuando el hierro estaba candente, su mano envuelta en un chamanto presionó el tubo hasta dejarlo en forma de u, como una herradura.
Don Miguel esperó a que se enfriara el arma y la cargó con su última bala. Los animales seguían caminando en círculos, ahora emitiendo bramidos de dolor y venganza. Don Miguel sacó el fusil por un pequeño orificio de la carpa, respiró profundo y disparó. Como el cañón del arma estaba en forma cóncava, la bala siguió una dirección circular que de manera casi matemática atravesó a los tres animales. Ya amanecía. Don Miguel salió a ver sus cuerpos tendidos, montó su caballo y con un trote suave galopó en dirección a San Clemente.
Así cerró la historia y terminó el vaso de cerveza mientras seguía sonando el grupo Cariño. El ataque de risa fue grupal.
Rodrigo Yáñez Rojas es Doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS)
Director Oficina Chile de Rimisp – Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural