El mundo político es, en efecto, un terreno complejo, a veces contradictorio y, con frecuencia, difícil de descifrar. En sociología política sabemos que las ideologías no se mueven solo por la racionalidad de los programas, sino también por la emocionalidad de los contextos y la sedimentación de miedos colectivos. Chile, en los últimos años, ofrece un laboratorio particularmente interesante para observar cómo ciertos climas sociales han permitido el ascenso de una derecha radical que, sin romper con el marco democrático, lo instrumentaliza para proponer ideas que bordean los márgenes del consenso liberal.
Conviene precisar que cuando hablo de “derecha radical” no me refiero únicamente a la derecha tradicionalmente conservadora, sino a una familia política que busca ir a la raíz de los problemas, y que, en ese gesto, justifica soluciones extremas. Esta derecha no se presenta como golpista ni como nostálgica de los años setenta, sino como una derecha moderna que, paradójicamente, recurre al voto popular para desmantelar las bases simbólicas de la democracia pluralista. En Chile, esa tendencia se ha encarnado en figuras como Johannes Kaiser, actual candidato presidencial del Partido Nacional Libertario, y José Antonio Kast, el ya conocido líder del Partido Republicano. Ambos representan, con leves matices distintos, una reconfiguración del espacio político a partir de un discurso anclado en la seguridad, el antiestatismo, el mercado neoliberal extremo, el antizquieridismo furibundo, la defensa explicita de la desigualdad social y la homogeneidad cultural.
Ahora bien, ¿en qué momento esta derecha radical chilena alcanza su auge? Sostengo en esta columna que no se trata de un fenómeno estrictamente ideológico, sino de una coyuntura social y emocional. El punto de inflexión puede rastrearse en 2020, cuando Chile comenzó a experimentar una inmigración latinoamericana de gran magnitud y, posteriormente, una ola de irregularidad migratoria que tensionó las fronteras del país. La llegada masiva de población extranjera coincidió con un fenómeno aún más preocupante: la infiltración del crimen organizado transnacional, especialmente proveniente de Venezuela y Colombia, que alteró de manera sustancial la percepción pública sobre la migración y la seguridad.
En ese nuevo escenario, los medios de comunicación y redes sociales jugaron un papel central. Si bien los crímenes cometidos por organizaciones como el Tren de Aragua son reales y profundamente graves (extorsión, tortura, sicariato, etcétera), el tratamiento mediático tendió a amplificarlos hasta convertirlos en un relato de barbarie que envolvió, indiscriminadamente, a comunidades enteras. La “opinión pública”, asustada y saturada de noticias policiales, fue moldeando una sensibilidad social propicia para el surgimiento de discursos duros, autoritarios y excluyentes. Lo que en 2019 parecía un cuestionamiento transversal al modelo neoliberal se transformó, pocos años después, en un llamado a restablecer el orden, marcado por un miedo al cambio cultural.
Kast y Kaiser, por tanto, orientan su discurso para canalizar la ansiedad de la ciudadanía, sobre todo Kast -quien ya en 2017- planteaba el tema de la “zanja” en la frontera norte para acabar con la inmigración ilegal (hoy plantea la Política Nacional de Cierre Fronterizo).
La derecha mainstream (Chile Vamos), aquella de raigambre chicago-gremialista y defensora del libre mercado, encontró en este contexto una oportunidad inesperada: renovar su narrativa. El énfasis en la eficiencia económica dio paso a un discurso centrado en la “seguridad ciudadana”, la “defensa de las fronteras” y el “respeto a la autoridad”. La derecha radical, por su parte, llevó ese giro a un nivel más profundo: identificó en la inmigración y en la delincuencia extranjera el síntoma visible de una supuesta decadencia nacional (issue ómnibus o embudo). Esa simplificación presente en Kast y Kaiser —peligrosa pero eficaz— logró conectar con un electorado desencantado, cansado de la incertidumbre y dispuesto a escuchar soluciones expeditas.
El fenómeno no se limita, sin embargo, al campo de las derechas. Uno de los signos más preocupantes de la coyuntura actual es que buena parte de las izquierdas también ha adoptado una retórica securitaria. Ningún candidato relevante, sea del espectro progresista o conservador moderado, se ha atrevido a proponer políticas de interculturalidad o programas de integración migratoria sostenida. Todos, de un modo u otro, han suscrito la idea de que la migración “ilegal” o “delincuencial” debe ser expulsada. Esta convergencia discursiva revela hasta qué punto el miedo se ha convertido en la gramática común de la política chilena actual. Y esto tendrá consecuencias impensadas a futuro.
No es exagerado afirmar que el crimen organizado ha producido un reordenamiento de las sensibilidades colectivas. Lo que antes era percibido como un problema social se ha transformado en una amenaza civilizatoria. Y en ese clima de inseguridad ontológica —donde el “otro” encarna el peligro (como dice la literatura especializada, la “ola de ansiedad”)— la derecha radical florece. Lo hace no tanto porque convenza racionalmente, sino porque ofrece una narrativa simple y emocional frente a un mundo cada vez más complejo.
Desde luego, el rechazo a lo extranjero (sobre todo de países vecinos) viene desde mucho antes en Chile, y la derecha radical lo que ha hecho es aprovechar toda esa sedimentación de prejuicios negativos.
A mi modo de ver el riesgo es que la política chilena termine colonizada por la lógica del miedo (aunque, de hecho, ya lo está). En ese caso, la deliberación democrática se empobrece y la sociedad se acostumbra a convivir con la exclusión como si fuera un mal necesario. Quizás el desafío mayor de nuestra época consista en recuperar una discusión pública capaz de enfrentar la criminalidad sin sacrificar la humanidad, y de reconocer la pluralidad sin convertirla en amenaza. La tarea, a simple vista, es difícil y compleja, porque hoy todo son acusaciones de corrupción, show (la política como un espectáculo) e insultos.
Por ahora, todo indica que la derecha radical seguirá creciendo al compás de la inseguridad. Y, mientras el país continúe interpretando la crisis social únicamente en clave punitiva, su discurso encontrará terreno fértil. Chile parece adentrarse en este nuevo escenario mundial de miedo y auge de las ultrasderechas. Aún quedan días para la elección presidencial, pero todo puede pasar.
__
Fabián Bustamante Olguín. Doctor en Sociología/Académico asistente/Departamento de Teología/Universidad Católica del Norte-Coquimbo
