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Una revuelta cultural que hace caer la fantasía meritocrática. Por Rodrigo Aguilera Hunt

Desde hace dos siglos por lo menos, la palabra revuelta, que en sus orígenes fue compleja y rica, ha adquirido una significación política. Actualmente, se entiende por revuelta un cuestionamiento de las normas, los valores y los poderes establecidos.
Julia Kristeva

El lugar de los discursos “psi” en la lectura socio-política:

La revuelta popular iniciada el 18 de octubre del 2019 en Chile, ha producido un impacto político de gran envergadura. Actualmente, en ciencias sociales, proliferan los análisis que dan cuenta de la crisis institucional producida por la radical interpelación que las bases sociales estarían realizando a la forma y estructura de gobierno –de a lo menos 30 años- basada en la administración tecnocrática de la economía de mercado y en la democracia representativa como técnica endogámica de auto-reproducción de los partidos políticos cooptados por los poderes fácticos. Podría sostenerse que las élites económicas y políticas están bajo la impugnación mancomunada del pueblo de Chile. Asimismo, esta impugnación se dirige a los aparatos represivos del Estado-Gobierno, en particular la fuerza policial, que ha operado con total impunidad, violando sistemáticamente los derechos humanos y perpetrando verdaderos crímenes de Estado en el seno de la revuelta popular.

En este escenario político-económico-policial, es imprescindible dar cuenta de la dimensión cultural del momento histórico que atraviesa Chile. Actualmente, se trata no sólo de comprender la dimensión económica (desigualdad estructural) y de una interpelación política (crisis de representación), sino de un significativo giro cultural.

Para dar cuenta, en forma parcial, de este giro cultural, ergo, hablar de la subjetividad desplegada en la revuelta popular, pretendo presentar dos hipótesis y argumentos ligados entre sí:

1- La caída de la fantasía meritocrática

2- La patologización como respuesta del poder Los discursos “psi”, en tanto que dispositivos discursivos ideológicos (no sólo técnicos), se engarzan con los análisis políticos de contingencia, dando cuenta de la subjetividad de una determinada población. Por ende, los usos y orientaciones de dichas lecturas “psi” son un campo de lucha discursiva y ética como tal –tal como plantearía Althusser y Fisher-.

Es por ello que el segundo argumento a desplegar estará basado en el análisis crítico de los discursos patologizadores de las luchas sociales y de los colectivos emancipatorios, intentando contribuir con la dignificación del sujeto colectivo contra-hegemónico vehiculizado en la revuelta popular chilena.

La caída de la fantasía meritocrática:

“Chile, la alegría ya viene” fue el slogan para la transición política diseñado por la campaña del “No” a la continuidad de la dictadura de Augusto Pinochet en el marco del plebiscito de 1988. Dicho significante político devino en la estructura de una estafa y en los efectos de una farsa. La alegría propia de un momento supuestamente libertario, fue cooptada y absorbida por élites políticas que señalaron al llegar al poder: “Habrá justicia en la medida de lo posible”. De modo que la técnica de gobierno se amparó en una suerte de superyó moralizante propio de la década de los noventa que señalaba una suerte de guion tácito e imperativo: “Ciudadanas y ciudadanos, ustedes han de sentirse felices… sin justicia, sin verdad, sin reparación, con la misma constitución de Jaime Guzmán de 1980 (institucionalidad de Pinochet) y con el modelo socioeconómico neoliberal administrado por una derechizada centro-izquierda tecnocrática, es decir, sin democracia pluralista en su sentido radical. Ciudadanas y ciudadanos, celebren, trabajen y consuman, ya que la política está en nuestras manos”.

La década de los noventa es una década de silenciamiento: “De política no se habla” y menos aún de luchas sociales: “no levantemos antiguos fantasmas que hagan que los militares retornen o bien que los inversionistas y empresarios se lleven la plata (money) fuera del país”. La política de los consensos neoliberales (derecha-concertación), la erradicación legal del comunismo, la persecución policial de los antagonismos sociales, y la entrega del Estado a las lógicas del Mercado, es propia no sólo del Chile de los noventa, sino de gran parte del mundo globalizado pos caída del muro de Berlín, en lo que la politóloga Chantal Mouffe llama pospolítica.

Si bien la destructividad traumática y apabullante de la dictadura militar chilena (1973-1989) generaba un manto de afectos de angustia, persecución paranoica, duelos imposibles de metabolizar, etc. será la década de los noventa la que paradójicamente cercenó los afectos en el sentido spinoziano de potencia relacional. Se produjo una invisibilización de los sufrimientos, bajo espurias propagandas televisivas de “productos alegres” y “telenovelas banales” de divertimento vacuo, con Don Francisco, el tío Marcelo y Antonio Vodanovic como voces de fondo, penetrando en el espectáculo decadente de los hogares despolitizados de Chile.

Esta tecnología política de gobierno del afecto fue conducente a la generación de la culpabilización individual por el malestar, en tanto psicologismo ideológico, que indica precisamente que si un ciudadano o ciudadana sufre, es por su responsabilidad exclusivamente personal, ya que el sistema supuestamente funciona bien y estaría generando la promesa de alegría y libertad.

Con ello la medicalización (ansiolítica, tranquilizante, euforizante y antidepresiva) de la vida psíquica se hizo epidemia social, tanto como el consumo alienado de entretenimiento maniaco. ¿Cómo estar triste si la alegría ya llegó? Es la estructura interrogadora de la desmentida social y política negadora de los noventa. De allí que este régimen de Happycracia –tal como sostienen Cabanas e Illouz- fue generando como contracara oscura una depresión generalizada de la vida anímica, entendida no como falla individual, sino como síntoma político –como el significado del Otro en su historicidad-.

Las tecnologías afectivo-ideológicas propias de toda la transición política de los últimos 30 años se basó en la narrativa de la alegría, la responsabilidad individual por el éxito/fracaso (meritocracia) y la despolitización. Recordemos, como ejemplo paradigmático, que en Chile en el año 2001, se lanzaba la campaña publicitaria de carácter político: ¡Piensa positivo! –un claro reflejo especular o insistencia narrativa de la campaña del No. Para la gramática del poder había que seguir prometiendo la alegría que parecía no llegar desde 1988. Lo interesante de esta campaña es que se hizo en un difícil momento de la economía y del lazo social, lo que da cuenta, de que funcionaba como una suerte de mandato indirecto de “no pienses en los problemas, céntrate en seguir haciendo tu vida cotidiana (bajo condiciones miserable en muchos casos) con una sonrisa”. Este ejemplo ilustra la posibilidad de que los mandatos morales tengan el ropaje de una benéfica “invitación” al goce –en este caso del pensamiento-.

¿Será la revuelta de octubre del 2019 y toda la proliferación de prácticas populares una impugnación directa a esta tecnología política del afecto? ¿Será que estamos presenciando un acontecimiento tal que desvista la ideología cultural que ha sido hegemónica durante décadas?

Quizá la propedéutica afectiva y deseante ha sufrido un asalto desde las élites dispensadoras de spots, hacia la colectividad social en movimiento. Esta economía libidinal está siendo creadora de sueños despatriarcalizados, descolonizados y desmercantilizados. Es decir, constituye una revuelta social de lo inconsciente que logra trastocar los órdenes instituidos asociados a una temporalidad de largo, mediano y corto plazo de nuestra cultura. Patriarcado, colonialismo y capitalismo en tanto estructuras simbólicas, están en la hoguera destituyente de la revuelta cultural del pueblo de Chile.

En Chile, la fantasía meritocrática (aspiracional, clasista, consumista, competitiva, individualista) ha caído y se revela en crisis. En especial en las clases trabajadoras y en las capas medias de la sociedad. Ello habla de un giro cultural y no exclusivamente político (crisis de representación y de las instituciones). Se está sustituyendo la precarización individual por el colectivismo. En las calles se puede leer: “No era depresión, era capitalismo”.

La mercantilización y privatización generalizada de los potenciales bienes comunes (naturaleza, educación, salud, etc.), ha encontrado su coto o interpelación masiva. En cada uno de estos ámbitos hay colectivos sociales luchando en un sentido emancipatorio y con horizontes de justicia y equidad. Por ejemplo, al constatar que la educación en Chile no produce movilidad social ni ofrece perspectiva de futuro (su promesa), sino más bien reproduce el sistema segregativo de clase, vemos que han sido justamente los movimientos estudiantiles los principales impulsores de las movilizaciones masivas de protesta en Chile durante las últimas décadas. El caso de la revuelta de Octubre del 2019 no es la excepción.

Sencillamente, “El pan y circo” como retórica social está agotado. Dicho en sentido figurado: ante la fiesta popular de la revuelta, el circo (gubernamental y empresarial) revela la explotación violenta del león y el machismo del humor del payaso: por tanto, al pueblo ya no le da risa. Los feminismo(s), los movimientos sociales, los movimientos estudiantiles, entre otros, son la nueva propedéutica popular de los afectos. Una cultura pujante, horizontal y rizomática, que habla en clave de transformación.

Una pista hermosa es señalada en un charla vía zoom a principios del 2020 por la gran filósofa feminista Rita Segato: “Hemos de poder encontrar alegrías de un modo distinto al que la ideología capitalista nos ha vendido como industria de emociones positivas (felicidad neoliberal consumista): he allí el vínculo y el poder del colectivo”.

La patologización como respuesta del poder:
Mientras el pueblo consuma y se divierta con el circo gubernamental, al cliente se lo trata con deferencia, aunque se lo explote con la palabra normalidad. Una vez que el pueblo estalla y entra en revuelta, desmontando todo circo, adviene una particular forma de violencia directa y simbólica: represión policial y desprestigio moral. La vía de dicho desprestigio es la patologización del movimiento social.

El discurso capitalista en su íntima relación con las tecnologías de gobierno de los afectos, no sólo patologiza los malestares individuales que produce el modelo, sino que también patologiza su denuncia. De este modo, ataca a los movimientos sociales en lucha. “Son infantiles, destructivos, sin ideas, enemigos de la paz social, delincuentes, etc.” será el mantra repetitivo de los diarios reaccionarios, de los titulares de noticieros televisivos y de las lecturas que desde el gobierno se vehiculizan a la población. Esta estrategia buscaría desacreditar la legitimidad de las demandas populares, y a su vez, estigmatizar de violenta a la revuelta social. Asimismo, la violencia estructural del sistema neoliberal quedaría in-visibilizada e in-nombrada.

Consideremos que los análisis mediáticos de derecha respecto del triunfo del rechazo (en el plebiscito del 25 de octubre del 2020) en las comunas con mayor poder adquisitivo, ha apuntado a señalar que se produce porque son más cultas e informadas. En otras palabras: “el grueso de la población votaría apruebo porque es ignorante, influenciable y desinformado”.

La propaganda de desprestigio y patologización de la revuelta popular chilena, es una verdadera estrategia subjetiva del poder. Psicologizar problemas sociales y culturales, es la actual narrativa de la élite interpelada. Pensadores nacionales como Cristián Warnken, Carlos Peña, Juan Carlos Eichholz entre otros, indican que la revuelta popular respondería a lógicas de descarga no metabolizada de malestar. En otras palabras, se trataría de grupos heterogéneos que irían desde “lumpen” destructivos y delincuenciales (incluso narcos), hasta juventudes de clases burguesas con reivindicaciones nihilistas, producto precisamente de los avances económicos de Chile en las últimas décadas.

Esta narrativa da cuenta de una genealogía histórica de la gramática del poder, cuando éste se ve interpelado por movimientos sociales de lucha.

Dicha gramática es precisamente la genealogía de la violencia simbólica vía patologización en la democracia chilena, invariante desde la década de los noventa: léase, “los comunistas son ilegales y antidemocráticos” (el sucedáneo del “comeguaguas” usado en dictadura), “las feministas son histéricas y provocativas o incluso fanáticas irracionales (feminazis)”, “los estudiantes del 2006 (pingüinos) son unos niños que no saben de política y no son interlocutores válidos”, “los estudiantes del 2011 son unos inútiles subversivos”, “los movimientos sociales son provocadores de pobreza regional”, “los ecologistas son idealistas sin sentido de realidad, por lo que son anti-progreso”, “los mapuches y sus reivindicaciones culturales y territoriales son además de flojos, terroristas”, “los votantes del apruebo en el plebiscito son gente inculta movida por pasiones irracionales”.

Es así como opera la gramática patologizadora (psicologismo moral como tecnología de poder). Cuando las capas medias se descuelgan del efecto hipnótico de la ideología neoliberal, el poder deja de seducirlas (la alegría ya viene deja de funcionar), para comenzar a atacarlas: ignorantes “por ello votan apruebo”, flojos “por ello esperan que el Estado les de todo”, violentos “porque protestan en forma destructiva”, etc.

Todas estas categorías, responden a un léxico “psi” y no a una gramática política. He allí el gesto violento del discurso del poder.

En este sentido, es preciso ilustrar el tipo de fuentes teóricas para construir la gramática patologizadora de los movimientos sociales. Un ejemplo, entre otros, es la clasificación de Otto Kernberg en torno a los trastornos de personalidad. Teoría psicopatológica destinada a trabajar con pacientes en un marco de experiencia clínica. Ahora bien, los usos políticos de este tipo de nosografías clínicas, representa no sólo un ataque mediático a los movimientos sociales, sino también un error epistémico, una extrapolación de territorios conceptuales completamente falaz, y una degradación ética del análisis político y cultural.

Ilustremos el problema señalado: para clarificar el diagnóstico, Kernberg propone criterios que caracterizan a las estructuras neuróticas, limítrofes y psicóticas en sus aspectos diferenciales. Para efectos de la “patologización del movimiento social” examinaremos las características de los trastornos limítrofes, puesto que la gramática del poder se alimenta fundamentalmente de dicho campo. Estas son: “• Dificultades graves y crónicas en las relaciones de objetos: no logran establecer relaciones verdaderas con otra persona, caen en la manipulación, control y desvalorización del otro. • Manifestaciones inespecíficas de debilidad yoica: falta de control de impulsos, incapacidad para tolerar la angustia, insuficiente desarrollo de canales de sublimación, • Tendencia problemática del súper yo: puede manifestarse como el apego a normas morales por el "qué dirán" o en conductas antisociales. • Síntomas neuróticos crónicos, polimorfos y difusos: presencia de angustia, depresión, fobias, síntomas obsesivos, tendencias hipocondríacas”.

He allí los significantes que podemos leer en los artículos de prensa reaccionaria y en la lectura hermenéutica del gobierno neoliberal: los movimientos sociales se comportan como personalidades infantiles, narcisistas, antisociales y con caracteres caóticos e impulsivos.

La revuelta popular ante el discurso del poder sería un “campo de masa limítrofe”. Específicamente, la técnica del poder es tomar estas ideas psicopatológicas para decir que el movimiento social en lucha es infantil (sólo demanda al padre Estado), impulsivo (movido por pasiones y destructividad), con prueba de realidad fallida (no reconocen los avances objetivos del Chile de los últimos 30 años), caóticos (sin liderazgo y acéfalos), regresivos (fusionados en las pasiones colectivas del anonimato otorgado por la masa), etc. Esta es la psicopatologización de la vida política. Octubre sería limítrofe: movido por la lógica del “todo bueno – todo malo esquizoparanoide” (idealización del nosotros y devaluación del enemigo), de las “ansiedades persecutorias” y de la distorsión del sentido de realidad (no hay razones para protestar así), etc.

Esta gramática no reconoce el valor emancipatorio del caos transitorio (Deleuze), la dignidad del sujeto colectivo o multitud (Negri), la articulación propiamente política y discursiva de las demandas populares (Laclau), la potencia transformadora del acto radical (Žižek y Badiou), la potencia psíquica de los cuerpos movilizados (Rozitchner y Exposto).

Por ello los discursos “psi” en su aplicabilidad política han de ser examinados en su pertinencia epistémica y en sus concomitantes éticos. Se trata entonces de una batalla en el campo de las ideas en el sentido propuesto por las tradiciones de Gramsci, Foucault, Althusser, Alemán, Butler y otros. En este horizonte de lucha hegemónica por la lecto-escritura de los procesos históricos y sociales, sostendremos que la revuelta popular no es una psicopatología de la vida del pueblo, sino por el contrario, un despertar del efecto hipnótico de la gramática del poder.

Quizá la alegría no vendrá de las lógicas del poder o de la utopía capitalista (promesa meritocrática consumista), sino que la alegría se ejercerá por la fiesta popular con su potencia destituyente, imaginativa e instituyente.

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