La educación inclusiva se ha vuelto una de las aspiraciones más importantes en la agenda educativa internacional. Sin embargo, llevar a la práctica el sueño de una educación justa e incluyente no es tarea fácil. Recientemente, un caso ha sacudido las redes sociales y las discusiones en los espacios educativos: una profesora fue agredida por un estudiante con diagnóstico de TEA y registrado en el Registro Nacional de Discapacidad, sufriendo fracturas craneales que la mantienen en una condición médica de cuidado. Este hecho ha forjado un debate que, lejos de centrarse en los derechos del estudiante o de la docente, expone una falla estructural en la implementación de la inclusión a nivel nacional.
El problema no radica en la inclusión como principio de calidad, sino en cómo esta es instrumentalizada sin un respaldo real. Profesores y profesoras son enviados a enfrentar escenarios escolares complejos sin formación suficiente, sin apoyo interdisciplinario, sin recursos, sin condiciones pedagógicas idóneas y, por su fuera poco, con la prioridad de la cobertura curricular y el rendimiento académico como supuestos ideales de calidad educativa. Así, este caso evidencia cómo las políticas educativas imponen la inclusión como un mandato sin proporcionar un escenario material y cultural para ello. La promesa de dar respuesta integral a la diversidad se desmorona cuando las familias descubren que el discurso institucional de la inclusión no tiene correlato en la realidad.
El debate también ha revelado un fenómeno preocupante: el juicio social descontextualizado. En redes, las opiniones se polarizan, se emiten juicios rápidos y se busca culpables en lugar de analizar las causas estructurales del problema. Tanto estudiante como profesora quedan expuestos al termómetro del escrutinio público y son sometidos a un conjunto de juicios, cargas y veredictos. Al mismo tiempo, la comunidad escolar se enfrenta a una situación para la que no fue preparada, en un contexto rural donde los apoyos en salud mental y terapias especializadas son inexistentes o insuficientes.
El Ministerio de Educación y los diseñadores de políticas públicas han reducido la inclusión a la mera aplicación del Decreto 586, sin considerar cómo se materializa esta normativa en las comunidades educativas. En el marco del proyecto Fondecyt 11230630, hemos constatado que la inclusión de estudiantes con TEA ha derivado en una mera protocolización del proceso, sin fomentar una cultura inclusiva genuina ni proporcionar la infraestructura, los equipos profesionales, los recursos y los espacios necesarios para su implementación efectiva. Ante esta deficiencia, las escuelas, con esfuerzo y creatividad, han tenido que desarrollar sus propios procesos de autoformación en temáticas relacionadas con el autismo y la inclusión.
La inclusión no puede seguir siendo una idea romántica en discursos ministeriales mientras en la práctica se torna un campo de batalla donde profesores, familias y estudiantes terminan siendo las víctimas de una política pública a medias sin las condiciones sistémicas, culturales y pedagógicas, donde las escuelas avanzan de modo autodidacta y en ocasiones de manera intuitiva hacia el desarrollo de una educación inclusiva. La pregunta ya no es si queremos inclusión, sino cómo la hacemos viable sin dejar en el camino a quienes deben sostenerla.
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Sandra Urra, Carlos Miranda, Catalina Coronado, José Améstica, René Valdés y Camila Chávez
Grupo de investigación FONDECYT 11230630
Universidad Andrés Bello, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Universidad Diego Portales y Colegio Nuestra Señora de las Mercedes de Quilpué.