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Vivir entre zombis sin convertirse en uno de ellos. Por Lucio Cañete Arratia

Hay personas que trabajan rodeadas de enfermos y nunca se contagian. Médicos que cada día enfrentan virus y bacterias. Lo logran no porque confían en la suerte: se vacunan, se lavan las manos, usan mascarillas. No se aíslan de su amenazante escenario laboral, pero tampoco se entregan a él. Su integridad corporal depende de una disciplina estricta que, paradójicamente, les permite estar cerca del peligro sin sucumbir.

Algo semejante ocurre con la integridad moral en ambientes corruptos. Una empresa chilena puede operar en un mercado donde los proveedores inflan facturas, los clientes ofrecen “comisiones” y los competidores hacen fila para pagar favores. Ahí el riesgo de contagio ético es tan alto como en el de una hacinada sala de urgencias en invierno. Sin embargo, hay organizaciones que sobreviven sanas, no por su respaldo financiero, sino porque construyen defensas internas.

Vivir entre zombis sin volverse uno de ellos requiere una vacuna ética. Quien no la tiene, tarde o temprano será mordido por la costumbre ajena. El contagio moral —como el biológico— se propaga por contacto: almuerzos donde se normalizan los favores, correos donde se insinúan pagos, reuniones donde se calla lo que todos saben. Lo difícil no es reconocer al zombi, sino mirarse al espejo y comprobar que uno no ha sido mordido.

En Chile, el virus ya no está en incubación: el territorio completo ya está infectado. Los zombis no sólo caminan entre nosotros, sino que legislan, juzgan y administran. Tienen operadores en el Poder Legislativo, en el Judicial y en el Ejecutivo. Gracias a la complicidad de parte de la prensa y de otros grupos obsecuentes, la corrupción dejó de ser una potencial amenaza para convertirse en un ecosistema que garantiza su propia supervivencia. En este paisaje, las empresas que buscan mantenerse íntegras son como los personajes de película que se las arreglan para vivir en medio del brote apocalíptico.

Esa lucha silenciosa 24/7 que libran las empresas aún probas, merece reconocimiento. No son tercas ni tan heroicas; son inteligentes. Saben que la ética no garantiza éxito, pero sí dignidad. Han aprendido que, en un país contaminado, la única manera de seguir realmente vivas es fortalecer las defensas, trazar límites y crear pequeñas zonas de oxígeno moral. Una cultura corporativa basada en la intolerancia ante la discrecionalidad y promotora de la rendición de cuentas actúa como sistema inmunológico. No elimina el virus de la corrupción, pero impide que se multiplique dentro de la empresa que no se rinde. Si el entorno es tóxico, se usan guantes.

En términos técnicos, la profilaxis empresarial exige un permanente monitoreo del entorno con puestos de vigilancia que tengan una espléndida visual hacia el exterior y que a la vez sean difícilmente identificables desde el exterior por los patógenos que buscan ingresar hasta por la más pequeña herida. Tal como en los animales vertebrados, la empresa debe tener una respuesta inmunitaria innata y otra adquirida donde la historia y la experiencia propia permitan identificar quien es quien entre tanta puesta en escena. También debe contar con un sistema de integración y coordinación funcional para accionar y reaccionar ante la atmósfera de la corrupción casi tan eficiente como lo hace el sistema endocrino-nervioso. Y su fiel personal interno debe, cual glóbulo blanco, atacar sin misericordia cualquier agente nocivo.

Para esto las empresas comprometidas con su integridad disponen de diversas herramientas: simuladores de daños con sus probabilidades, técnicas forenses, trazabilidad informática y normas de resguardo tales como la ISO 37001. Así no predican: se inmunizan. Y en un país tomado por zombis, esa inmunidad vale más que cualquier negocio formal porque ahí todavía hay corazones que laten saludablemente. Y mientras quede alguien que se niegue a morder, todavía habrá esperanza.

Lucio Cañete Arratia
Facultad Tecnológica
Universidad de Santiago de Chile

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