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Y llegaron los nuevos estoicos a echarlo todo a perder. Por Lucio Cañete Arratia

En los últimos años, el estoicismo —esa antigua filosofía nacida en los pórticos de Atenas y que luego sedujo a los romanos— ha vuelto a ponerse de moda. Aunque no exactamente como tal. Se venden libros en aeropuertos y ejecutivos lo citan en charlas TED. Hasta en redes sociales abundan los consejos del tipo: “No te quejes, acepta lo que no puedes cambiar”. A primera vista, todo suena sensato. Pero si miramos con atención, el auge del llamado neostoicismo podría no ser tan gratificante como parece.

Detrás de esa tranquilidad que promete controlar las emociones ante la adversidad, se esconde una filosofía que, sin proponérselo, podría estar adormeciendo la energía social necesaria para cambiar lo que se debe cambiar. Los nuevos estoicos invitan a mirar hacia adentro, a regular nuestras pasiones y a aceptar el destino. Pero con poca frecuencia nos llaman a mirar hacia afuera para identificar las causas de la injusticia, de la desigualdad o la degradación ambiental y así volcar parte de esa energía interior tratando de lograr un cambio, aunque sea pequeño.

No es una casualidad: el estoicismo ha sido reempaquetado por la cultura del rendimiento como una herramienta para principalmente resistir el estrés, no para transformar sus causas externas. Y en Chile aquella recomendación de “no cambies el sistema, cambia tu actitud hacia él”, tiene un eco profundo. En un país donde gran parte de la población ha aprendido a soportar lo que aparentemente no puede cambiar —los abusos, la impunidad, la sinvergüenzura—, tal idea de que la virtud consiste en aceptar serenamente lo que toca vivir, corre el riesgo de volverse una trampa. Porque aceptar demasiado es una forma elegante de rendirse.

¿Y qué ocurre con el planeta? Algo similar. La máxima estoica de “aceptar el orden natural de las cosas” que en tiempos del emperador Marco Aurelio era bellamente atractiva para los intelectuales, ahora en pleno siglo XXI —con los glaciares derritiéndose, la corrupción galopante y los indesmentibles genocidios— resulta peligrosamente pasiva. El universo no necesita aceptación: requiere acción sobre él. Más aun cuando, hoy como nunca, se dispone de tecnología artefactual y organizacional para hacerlo.

Sí, un estoico puede ser a la vez un revolucionario; pero no desde la rabia, sino desde la razón. Porque el verdadero estoicismo no enseña a aceptar lo intolerable, sino a dominar el alma para actuar sin odio en un mundo que necesita justicia.

Lucio Cañete Arratia
Facultad Tecnológica
Universidad de Santiago de Chile

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