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Yo, el no tan supremo: el autor personaje y el humanismo en Las cenizas del Cóndor, de Fernando Butazzoni. Por Joel Streicker

Los novelistas siempre se han nutrido de su propia experiencia para crear sus mundos literarios, y muchos han usado detalles de su vida personal (reconocidos como tales o no por sus lectores) en sus obras. Pero aparecer con nombre propio como personaje no deja de ser insólito, y el fenómeno propicia críticas e incluso acusaciones de narcisismo y de la desaparición indebida de la línea entre ficción y no ficción.

En su novela monumental, Las cenizas del Cóndor, el autor Fernando Butazzoni juega un papel principal como personaje. No se trata de un acto de narcisismo literario. Por el contrario, la inclusión de este autor personaje, lejos de enfocar la novela en sí mismo, sirve para agudizar el interés del lector en la historia principal del libro. Al mismo tiempo, esta decisión literaria encarna una posición política —que yo caracterizaría como humanista— congruente con uno de sus puntos principales.

Las cenizas del cóndor del título son las consecuencias humanas del Plan Cóndor, que los gobiernos militares (y civil, en el caso argentino, hasta 1976) del Cono Sur concibieron a fin de combatir “la subversión” a nivel continental y hasta global en los años 70 y 80. La novela retrata y examina esas consecuencias a través de la historia de Natalia, una joven tupamara embarazada que, radicada en Chile en 1974 tras huir de Uruguay, intenta escapar de la dictadura chilena. Es detenida en la frontera con Argentina y recluida en una prisión clandestina del país al que se dirigía. La rescatan Manuel Docampo, un militar uruguayo que era un torturador en su propio país, y Katia Liejman, una espía soviética que cumple una misión en Buenos Aires. La trama suena descabellada. Es descabellada. Hasta lo dice el propio autor personaje: “Cada cosa nueva que conocía de su vida [la de Natalia] parecía aún más disparatada que la anterior”. [536] En parte, Butazzoni recurre al autor personaje para que tengamos confianza en que lo que narra es lo que de veras pasó: escuchó la historia de los labios de las propias protagonistas. Para el autor, es crucial que leamos la historia como verídica y no como un invento. Por eso nos cuenta el largo y difícil proceso de adquirir la información que forma el eje principal de la novela.

Desde luego, uno puede pensar que Butazzoni es simplemente un listillo que incluye al autor personaje para sugerirle al lector una complicidad que no es otra cosa que artificio literario. Anticipando esa línea de pensamiento, el autor nos desengaña de cualquier sospecha con un epílogo que explica que, salvo los nombres de Natalia y su hijo Juan Carlos, Docampo, Katia, y algún que otro dato que él especifica, lo que narra se ciñe a los hechos.

Ahí se ve que la estrategia narrativa rebasa las preocupaciones puramente literarias, pues es una intervención política que afirma “esto pasó, y aquí están los culpables”. Como dice en el epílogo: “Este libro es una novela, sí, pero los canallas que habitan sus páginas son canallas de la vida real y es importante nombrarlos para no olvidar”. [759] Sin embargo, esta intervención va más allá de la denuncia política convencional. Para entender cómo y por qué, es necesario analizar la estructura de la novela.

La obra consta de cuatro líneas narrativas. La principal trata sobre Natalia y las personas con quienes se relaciona en los 70. Otra trata del general Augusto Pinochet y los demás militares, policías, y oficiales de los países del Cono Sur, de cómo se pactó el Plan Cóndor y la manera en que sus acciones incidieron en la vida de Natalia, Docampo, Juan Carlos y Katia. Otro hilo presenta a Katia y el medio del espionaje ruso en que se desenvuelve, enfocándose en la vida que lleva Katia en el Buenos Aires de 1974. La última línea —la que inicia el libro— arranca en el año 2000 y se centra en el autor personaje y cómo llegó a conocer a Aurora (el nombre que Natalia tuvo que asumir para poder pasar la frontera entre Argentina y Uruguay después de ser liberada), ganar su confianza y escribir la novela.

Las tres líneas que toman lugar en los 70 se narran en tiempo presente, lo cual crea una sensación de inmediatez y suspenso, mientras la más reciente se plasma en tiempo pasado, confiriéndole un sentido de finalidad a lo narrado. No deja de ser curioso que, desde relativamente temprano en la narración, sabemos a grandes rasgos el desenlace: Docampo salva a Aurora y al niño que parió en cautiverio, y los tres viven juntos durante dieciséis años hasta que Docampo se pega un tiro. La manera en que se logran el rescate y la repatriación es sumamente emocionante —como thriller, Las cenizas del Cóndor es un éxito rotundo.

La línea sobre los países del Cono Sur y sobre el espionaje soviético le permiten al autor trazar el contexto de la historia de Aurora, y así el lector nunca pierde la conciencia de que las acciones de Aurora y las demás están constreñidas y posibilitadas por la geopolítica de ese entonces. Pero la novela nunca reduce la historia de Aurora a un efecto de ese contexto estructural. Los personajes siempre tienen un margen de agencia propia. Esto también permite que el autor restaure la dimensión de contingencia a los hechos y los personajes históricos. Por ejemplo, las pugnas entre los militares chilenos nos recuerdan que la ascensión de Pinochet al liderazgo único del régimen militar no fue un hecho consumado. Y la agencia propia de los militares resulta de importancia decisiva para el destino de Aurora. Por ejemplo, el director de la Dirección de Inteligencia Nacional de Chile recibe información que puede llevar a la recaptura de Aurora, pero decide ignorarla en vez de actuar porque hacerlo habría sido reconocer —y más importante, alertar a Pinochet—errores previos en su gestión.

Precisamente en esta afirmación de la agencia personal reside la propuesta política más profunda de la novela, en oposición de una simple (aunque necesaria) denuncia. Ahondemos un poco más en la novela para entender en qué consiste esa propuesta.

La novela comienza en 2000 con la llamada de un joven a la emisora montevideana donde Butazzoni, el autor personaje, trabaja en ese entonces como periodista de un programa de corte político. El joven asegura tener información acerca de los enterramientos clandestinos de desaparecidos durante la dictadura. Es un momento delicado en Uruguay, pues los gobiernos democráticos sucesores de la dictadura aún no han contabilizado los crímenes de los militares ni mucho menos perseguido a quienes los cometieron, pero hay esperanza de que una nueva iniciativa del actual gobierno empiece ese proceso.

Pronto nos enteramos de que el joven se llama Juan Carlos Docampo, y ha tomado la decisión de comunicarse con el autor porque juzga, a partir de una novela que escribió Butazzoni, que este sería la persona idónea para recibir un casete acerca de los enterramientos que grabó su padre, el ex militar Manuel Docampo, antes de suicidarse. La situación va mutando de una en que Butazzoni se compromete a indagar sobre la veracidad de estas revelaciones con claro interés público, a una más personal. El joven dice que Docampo y su mujer, Aurora Sánchez, lo adoptaron, y sospecha que es hijo de izquierdistas desaparecidos por el gobierno militar que reinó en Uruguay de 1973 a 1985.

Para esclarecer los dos asuntos, Butazzoni se propone hablar con Aurora. Juan Carlos no quiere que lo haga, alegando que puede afectar la salud mental de ella, pues su madre sufre de depresiones y, de todos modos, ella no hablará con él. Efectivamente, cuando el autor visita a Aurora, ella le dice directamente que no le interesa hablar de su pasado; ni siquiera lo deja entrar a la casa. Meditando sobre el encuentro e instado por su mujer, Butazzoni nota el énfasis que Aurora pone en el hecho que Juan Carlos es su hijo. Observa también que hay una fuerte semejanza física entre Aurora y Juan Carlos. Intrigado, Butazzoni visita de nuevo. Esta vez la mujer lo hace pasar porque, según el autor personaje, ella veía que Butazzoni de verdad creía que el joven sí era hijo de ella.

Esa escena, y los otros tres encuentros que tuvieron, enfatizan lo difícil que fue lograr que Aurora contara su historia. Durante el segundo encuentro, cuando Butazzoni plantea que quiere escribir una novela acerca de ella, Aurora le dice, molesta, “Ustedes creen que tienen todos los derechos”. El autor personaje le pregunta quiénes son “ustedes”, ella responde: “Ustedes son los que no sufrieron… Son los que duermen tranquilos porque se convencieron de que tienen la conciencia limpia”. Cuando Butazzoni intenta objetar que no es su caso, ella lo interrumpe: “Usted quiere investigar, quiere descubrir algo y estar orgulloso de ese descubrimiento. Usted quiere escribir una novela… No es mejor que los demás, no se haga ilusiones. Encontró algo sucio y ahora le va a sacar todo el provecho posible… Algunos estamos más sucios que otros, pero todos estamos sucios”. [280-281]

Es una fuerte crítica al posible voyerismo y a la incapacidad, por parte del autor y los lectores, de reconocer su complicidad con respecto a las atrocidades que cometieron los militares en esa época. Sin recurrir a la técnica del autor personaje no habría sido posible plantear esa crítica, ni los lectores del libro habríamos sabido cómo supo Butazzoni lo que eventualmente transmitió de la historia de Aurora que es el corazón de la novela.

A Aurora no le interesa que su historia se novelice: su historia le pertenece a ella y a su familia, dice, y no al público. Butazzoni discrepa, pero no la convence del todo de su posición de que lo que le pasó es parte de la historia de la sociedad uruguaya y de los demás países de América Latina que participaron en el Plan Cóndor. Hay ciertas lagunas que Aurora deja en su historia que Butazzoni solo llenará después de entrevistarse con Katia, quien se refugió en Venezuela después de ayudar a Aurora. En ese segundo encuentro, había llegado a un callejón sin salida cuando Aurora deja caer una fuente de vidrio que se hace añicos en el piso de la cocina. Butazzoni le ayuda a recoger los vidrios rotos. Él ve que hay dos esquirlas debajo de la refrigeradora y los dos se arrodillan para intentar recogerlas. Lo que sigue es un juego simpático en que Butazzoni insiste en hacer lo posible para alcanzarlas mientras Aurora dice que las deje, que ella las sacará más tarde. En el toma y daca de la conversación, Butazzoni insinúa que las cosas pueden durar años ocultas hasta que alguien las saca a la luz, y ella entiende que él se refiere a la historia de ella; es un argumento que tiene cierto peso para ella. Butazzoni dice que desde ese momento ella acepta la intromisión de él en su vida, pero más bien por otra razón: “Ella pensó que aquello que estaba ahí, en cuatro patas frente al refrigerador, no podía ser algo demasiado despreciable. Un hombre torpe, pasado de peso y desempleado [lo habían echado de la emisora por presión de los que se oponían a sus investigaciones de los crímenes de la dictadura], que porfiaba por quitar unos minúsculos fragmentos de vidrio de abajo del refrigerador”. [285]

Esta habilidad de Aurora de ver el lado humano de Butazzoni, a quien ha considerado hasta entonces una amenaza, es el valor principal que el autor resalta en la novela. Es la propuesta política a la que aludí al inicio de este escrito. La acción decisiva que toman Docampo y Katia fue posible gracias a su capacidad de romper con los esquemas ideológicos que regían sus vidas hasta ese momento. No solo la rescatan, sino, con la misma Aurora, recuperan al bebé Juan Carlos, quien fue entregado por sus torturadores a un militar y su esposa. Docampo ingenia la huida de Argentina y la repatriación de madre e hijo, adopta a Juan Carlos y vive con ellos como esposo y padre.

En primer lugar, ¿cómo llegó Docampo a estar en esta situación? ¿Y por qué decidió jugárselo todo para ayudar a Aurora? Oficial de artillería, torturador y obediente seguidor del régimen militar y todo lo que representa, lo mandan sus superiores a que haga una vuelta en Buenos Aires que resulta ser una tapadera para el secuestro de un dirigente de izquierda que ya ha llevado a cabo el gobierno uruguayo. En esa encomienda le toca interrogar a Aurora, pero se pasma al verla porque está en los huesos y tan maltratada que parece ser una sobreviviente de un campo de concentración. La vergüenza que siente frente a lo que sus aliados argentinos le han hecho a esta muchacha, y en la cual se ve profundamente implicado él mismo, lo lleva a la decisión de sacarla de su cautiverio. Todas las bonitas palabras que le han inculcado en el ejército acerca del honor del servicio patrio parecen ahora una broma cruel y absurda: “Busca inventarse un pasado heroico o cuando menos digno, algo que le permita en el futuro cargar con toda la mugre que esconde el uniforme, la patria, esas cosas”. [404]

Katia pasa por una experiencia semejante. En su caso, el momento decisivo llega cuando presencia un asesinato en plena calle de Buenos Aires en 1974, mientras el país se deshace en violencia política. El hecho no trasciende a la prensa. Katia llega a la conclusión de que nada puede justificar la colaboración del gobierno soviético con el gobierno argentino: “Ella ha debido presenciar un asesinato brutal para darse cuenta de una buena vez que, más allá de las consideraciones políticas, nada puede justificar la opaca discreción de su propio gobierno y de su partido respecto a todo lo que acontece alrededor del peronismo. Esto también es la política, piensa, se lo dice a sí misma, machaca esa frase en su corazón todavía golpeado por el escopetazo del que ella fue testigo. Y considera que un verdadero comunista no puede permanecer indiferente”. [333] No es ocioso que ella también, cuando ve a Aurora recién liberada, recurre a comparaciones con los liberados de los campos de concentración, el caso ejemplar de la inhumanidad del siglo XX.

Actuar con criterio humanista consiste precisamente en eso: tratar con respeto y dignidad a los demás como fin en sí mismo, en vez de como simples medios u obstáculos para la obtención de un fin. En cambio, obrar según una ideología implica someterse al maniqueísmo. La ideología tiende a crear un mundo tajantemente demarcado entre los buenos (es decir, los nuestros) y los malos (es decir, los otros) en el cual se justifica cualquier acción con tal de destruir a los malos. Butazzoni presenta, pues, una historia humanista en la que su presencia como autor personaje es clave, pero no para aladear de su participación en el relato, sino como medio para resaltar la agencia moral del ser humano aun en las situaciones de mayor barbarie. Aun un hombre como Docampo, musita Butazzoni, es humano, con todo lo bueno y lo malo que la condición humana implica. Docampo, dice Butazzoni, era un torturador —y un valiente.

Es notable que, casi al final de la novela, Aurora le hace caer en cuenta de los límites de su proyecto. La última vez que la visita, Butazzoni le agradece su generosidad de compartir con él su historia tan dolorosa. También le entrega dos cosas: una carta de Katia y una fuente de vidrio. La carta le arranca una sonrisa. Aurora no ha tenido contacto con Katia desde que partió con Juan Carlos y Docampo para Uruguay; ni siquiera sabía que Katia estaba viva. Pero la fuente le causa molestia. Butazzoni explica que es una “reposición tardía”, refiriéndose a la fuente que se quebró hacia el comienzo de la novela y que dio pie a la colaboración entre los dos. Ella sigue inconforme con el regalo e insinúa que, en su calidad simbólica de una reposición por su sufrimiento, es insuficiente. De hecho, según ella, nada puede ser suficiente:

— Pero las cosas que se rompen, ya están rotas.
—No siempre es así.
—Esa es la vida. [756]

La novela termina (epílogo aparte) con una escena de esperanza equívoca. Docampo ha logrado obtener una identidad nueva para Natalia y Juan Carlos, y los tres han podido aprovechar de una reducción en la vigilancia fronteriza del gobierno argentino para embarcarse en un ferry que los lleva a Uruguay. En la cubierta, Docampo siente un sosiego que no ha experimentado desde hace años: “El capitán Docampo quiere creer que así ha de ser por siempre, que su vida será como uno de esos viajes en la cubierta de un barco, protegido del sol y de sus enemigos, con el tiempo suficiente para observar el horizonte a lo lejos y no pensar en nada”. [757]

Pero Docampo sabe, tal como Aurora le dice a Butazzoni años después, que el pasado inevitablemente deja sus huellas: “Hay cosas que ya están hechas y que no se pueden deshacer, pero de cualquier forma le resulta dulce esa ilusión, ese no ser quien es, no estar en ninguna parte o en todo caso flotar sobre un río de aguas pardas. Un lugar donde el tiempo transcurre sin que el pasado provoque dolor.” [757-758]

Desde luego, ya sabemos que Docampo, angustiado por su papel en los crímenes de la dictadura uruguaya, se matará, y que Aurora nunca se repondrá del todo de sus traumas. Pero en ese momento, que es de tanta incertidumbre, Docampo no sabe lo que les espera. Así que cuando Aurora, con el bebé Juan Carlos en sus brazos, le pregunta “¿Qué va a pasar ahora?”, responde:

— No lo sé…
Siente que todo empieza de nuevo. Trata de contenerse.
—No lo sé —repite. [758]

Docampo trata de contenerse, pero Butazzoni no especifica la emoción que está por rebasar sus defensas: ¿dolor? ¿temor? ¿esperanza? Una gran virtud de la novela es restaurar la incertidumbre y la contingencia a este momento de la historia, igual que la agencia moral a quienes lo vivieron.

Joel Streicker, febrero 2023

Publicado originalmente en Letralia. Reproducido con autorización del autor.

https://letralia.com/sala-de-ensayo/2023/03/27/las-cenizas-del-condor-de-fernando-butazzoni/

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