En kioscos: Abril 2024
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Discurso sin hegemonía o la parte animal del poder. Por Aldo Torres Baeza

Maquiavelo llegó a la metáfora del poder encarnado en un centauro. El centauro posee dos partes, una animal y otra humana. El poder, según Maquiavelo, respondía a esa dualidad, en tanto presentaba una parte animal, simbolizada en la fuerza (la estructura de un sistema), y otra humana, simbolizada en la idea (superestructura). Gramsci tomó esta metáfora. A partir de ella, analizó la superestructura del sistema, el dispositivo ideológico que llevaría el gobernante a consentir el poder con el gobernado. De ahí nace su propio concepto de hegemonía, distinto al concepto de la Unión Soviética. Es decir: la hegemonía como la capacidad ideológica de un gobierno para hacer coincidir sus intereses con los intereses de las mayorías.

Por más de 25 años (y quizás durante toda la historia), el espacio político de este país estuvo sustentado en el funcionamiento de las instituciones. Las instituciones reemplazaron la deliberación ciudadana. La democracia, en ese sentido, era sólo el vehículo para renovar una elite que, sustentada en dicha institucionalidad, manejaba la superestructura del sistema instalando la idea del bien común. De este modo, el espacio político, en el sentido de la deliberación y dinámica del poder, fue sustituido por el funcionamiento de las instituciones. Mientras estas funcionaran, poco importaba quien ocupara el gobierno. “Hay que dejar que las instituciones funcionen”, repetía Ricardo Lagos. ¿Qué estaba diciendo en el fondo de esta afirmación?: que en las instituciones descansaba la verdad y, por sobre todo, el sentido común, entendido como el único orden posible. Antes los casos de corrupción, siempre se adujo la codicia individual. Ante las crisis de legitimad, las salidas siempre fueron institucionales, léase: acuerdos, pactos y empates. La institucionalidad jamás se erosionaba.

En definitiva, había una cúpula de poder funcionando sobre instituciones estables. Por lo menos esa era la impresión generada hacia el público-elector, publico-elector que, por identidad nacional, sentía orgullo por esa capacidad de regeneración institucional. Eso hacía que, legitimado o no, el poder se sustentara en la parte humana del centauro. Funcionaban, entonces, los dispositivos ideológicos que nos enseñaban la producción de la vida. Así, la iglesia, mediadora en lo político, retenía su cuota de verdad, otra parte residía en el mercado y otra en los medios de comunicación. Podemos indagar en las características históricas que sustentaron esta estructura de poder: un sistema electoral diseñado para la estabilidad, no para la representación, un modelo de desarrollo ideado para la competencia, no para una idea de país, etcétera.

Hoy, existe la creciente sensación respecto a que esa superestructura se resquebraja. Parecen deslegitimarse todos los dispositivos ideológicos que proponían los alcances del bien común, todas las instituciones intermedias que naturalizaban una visión de la sociedad por sobre otras. Y sin esos dispositivos ideológicos, sin la institucionalidad, un gobierno, cualquiera sea, pierde el consentimiento, la aceptación social, la hegemonía. Cae, por tanto, la parte humana del poder y sólo queda la animal, es decir: el poder como fuerza. En este sentido, podemos indagar los modos en que la Nueva Mayoría dejó de ser mayoría, decir, por ejemplo, que no supo administrar la superestructura del poder, porque no supo instalar sus posiciones políticas en un discurso general. Probablemente, la mala comunicación y falta de relato político, unido a los casos de corrupción, terminaron por hundir su proyecto político. Es probable.

Sin embargo, cuando se estudian los procesos políticos que han perdido la hegemonía, se entiende que el desplome no es de uno u otro sector político, de una u otra reforma, sino que del sistema en su conjunto. Y esto sucede por una razón simple, pero a la vez profunda: cuando cae la superestructura, cae la idea general del sistema, cae el paradigma sobre el cual se sostenían los relatos que, aunque aparentemente opuestos, se fusionaban en una idea general. Por eso, no se derrumba tal o cual intento de reforma sobre la estructura del poder, se derrumba la legitimidad que se sustentaba en la superestructura, y, jugando en las reglas de esa plataforma, es imposible no perder el equilibrio.

Ante este panorama, los relatos de fondo pueden direccionarse hacia diferentes rumbos, en búsqueda de una u otra estrategia. El arribo de la DC, por ejemplo, es la búsqueda del relato concertacionista de “lo posible”: la iglesia, los empresarios y la derecha unidos otra vez en post del crecimiento económico. El enemigo es la delincuencia y los sectores “minoritarios” que exigen cambios. He ahí el nuevo discurso hegemónico de la superestructura. Una de las características más importantes de la hegemonía es reducir las opciones de las minorías a la no viabilidad. Para Zizek, la apropiación de la hegemonía es la lucha por los conceptos no necesariamente políticos. Por ejemplo, el que consigue contemplar que su relato es el depositario del orden, y que, por consiguiente, el resto no lo son, está situando su orden por sobre el orden del otro. En esa apropiación se manifiesta la búsqueda de hegemonizar un discurso. Pero la búsqueda de la hegemonía es, ante todo, indagar en una interpretación distinta de lo cotidiano, es mirar con sospecha el discurso de la normalidad y proponer alternativas ante éste. Es, en definitiva, la búsqueda de otro sentido común, distinto al del discurso hegemónico. Por eso, ante este contexto surgen un par de preguntas: ¿qué pasa cuando la medida de lo posible no alcanza por qué ya no descansa en la hegemonía sino que en la cara animal del poder?, ¿qué pasa cuando el sentido común de la elite ya no es el sentido común de las mayorías?, ¿qué pasa cuando el centauro se queda sólo con

Compartir este artículo